sábado, 25 de junio de 2016

El día del portazo británico.

Y el Reino Unido votó.

Muy suyos, los británicos. Hubo un tiempo muy lejano, tanto que hasta la Historia se convierte en un relato vacilante e incierto, en el que las Islas Británicas eran invadidas cada cierto tiempo. Es una paradoja que hace dos mil años el Canal de la Mancha fuera menos infranqueable que en el Siglo XVII, el XIX o el XX.

Roma, los vikingos, los normandos... Unos entraban, se quedaban y hasta fortificaban sus posiciones; otros se limitaban a arrasar las costas, saquear, matar, violar y volver a marcharse. Otros no sólo se quedaron, sino que dieron a las Islas una buena parte de sus características actuales.

Luego pareció como si la conquista de Inglaterra, de Gales, de Escocia, de Irlanda, fuera misión imposible. Lo intentó Felipe II pero su Escuadra Invencible resultó un fiasco patético. Napoleón proyectó el asalto, pero la derrota de Trafalgar le convenció de que no  tenía medios para conseguirlo. Más o menos, como Hitler, que llegado el momento, tuvo que limitarse a bombardear ciudades indefensas hasta que los aviones de la RAF lo impidieron.

Así que siglo tras siglo el habitante de las islas deformó su visión del Planeta y llegó a pensar que fuera de su país sólo había arrabales de los que nada bueno podía llegar, salvo lo que sus compañías, o sus corsarios, o sus hombres de negocios (versión moderna, como se sabe, de los legendarios Drake, Morgan y Cía) pudieran arrebatar a los perdularios que poblaban el resto de la Tierra. Durante generaciones, la política exterior del Reino Unido ha estado presidida por el principio de que, en esa materia, la Gran Bretaña no tiene aliados sino intereses.

Peculiar país el Reino Unido. Tan moderno, que sigue siendo la única democracia occidental en la que el Soberano es al mismo tiempo el Jefe de una Iglesia que es, por supuesto, nacional. Soberbio, maniobrero, maestro en el arte de estar sin estar, de hacer sin hacer, capaz de hundir el mundo por defender su peculiar forma de ver el Planeta.

Hace medio siglo -un abrir y cerrar de ojos en términos históricos- la Gran Bretaña se incorporó a la Unión Europea. Nunca creyó en ella. Intentó, y casi siempre consiguió, utilizar en su propio beneficio las debilidades continentales. Sufragaba menos por habitante que países como España, no se adhirió al Euro, exigió mantener los privilegios financieros de la City y estableció excepciones arbitrarias al principio de libertad de movimiento de los ciudadanos comunitarios. Todo le fue concedido.

No le pareció bastante al desafortunado Premier que le dio por agitar las pasiones nacionalistas amenazando con encerrase en sus islas. Nadie podría haberle obligado a ello, pero le pareció una idea genial: agitar en Bruselas el fantasma de la separación, convocando un referéndum. Puso en marcha mecanismos, fuerzas, sentimientos, pasiones que no ha podido dominar. Jugó, perdió y nos ha metido a todos los europeos en un berenjenal del que ahora habrá que salir, veremos cómo.

El mismo Reino Unido, es lo cierto que seguirá siendo Reino pero está hoy menos unido que la semana pasada. Escocia e Irlanda del Norte hablan de referéndums separatistas. ¿Con qué razones se los pueden impedir quienes convocaron el que les ha sacado de Europa?

Las culpas de la Unión Europea

No es mal momento para que la Unión Europea afronte un ejercicio de autocrítica rigurosa. Lo estábamos necesitando desde hacía varias décadas.

Por lo que se refiere a las Islas Británicas, tendríamos que reconocer que se nos olvidó la vigencia del viejo dicho de que "más vale una vez colorado que ciento amarillo". Hemos sido demasiado condescendientes con quienes durante medio siglo han estado poniendo palitos en la rueda de la bicicleta. Hemos tolerado demasiadas exigencias, demasiados casos en los que los gobernantes británicos demostraban que sólo les interesaban algunos de los privilegios de la Unión, los que les beneficiaban, y exigían ser tratados de forma diferente cuando ello les convenía.

No es ése, sin embargo, el meollo de la cuestión. Pese a las apariencias, La Unión puede sobrevivir sin la presencia británica. Mejor sería lo contrario, pero bajo otras premisas. Lo cierto es que Europa se está construyendo de una forma desequilibrada.

Es posible que los límites, las fronteras de la Unión se hayan extendido demasiado o, sobre todo, demasiado pronto. La entrada masiva de naciones del Este europeo ha creado desajustes financieros, culturales y políticos que han frenado la consolidación de lo conseguido hasta entonces. Los intereses económicos de Alemania, en términos de mercado, han lastrado el desarrollo del conjunto.

Por otra parte, una legión de burócratas excepcionalmente bien pagados llevan años dedicados a regular, a imponer a todos los países miembros obligaciones o prohibiciones cuyas únicas finalidades aparentes eran beneficiar a grupos de presión portavoces de tal o cual sector de la industria cuando no a mantener ocupados a los mismos funcionarios que las redactaban.

Mientras tanto, seguimos sin presentar ante el mundo una sola voz en materia de relaciones internacionales. La opinión de Europa en el concierto de las Naciones es irrelevante. Oriente Medio, La guerra de los Balcanes, las relaciones con Cuba, la crisis de Ucrania, el reconocimiento o no de Kosovo, el drama de los refugiados, la confrontación con el Estado Islámico, son ejemplos de lo que digo.

Tenemos una moneda común, dentro de un orden, pero seguimos careciendo de una política fiscal medianamente homogénea. No somos siquiera capaces de aplicar nuestras normas con el mismo rigor cuando el infractor es Grecia que cuando se trata de Francia o Alemania.

¿Dónde está el diseño de una política común contra el desempleo juvenil? ¿Cómo es posible que dentro de la Unión Europea siga habiendo paraísos fiscales? ¿Será que sólo hemos pensado en la Europa de los banqueros, de los inversores, de los grandes potentados?

Parece  que para los funcionarios y los políticos comunitarios es más importante  y más urgente obligar a instalar reguladores calóricos en cada radiador de calefacción instalado en cualquier pueblo de cualquier país de la Unión que llegar a un acuerdo sobre cómo resolver el problema de los refugiados políticos, o cómo intercambiarse datos sobre terrorismo.

Ahora es el momento de afrontar estos problemas. Antes de que los populismos de tantos países, Francia, Holanda, Italia, Polonia, Austria, hagan saltar por los aires más de sesenta años de esfuerzos.Estamos a tiempo, pero éste se consume deprisa.

Un último apunte: Marine le Pen, Vladimir Putin y Donald Trump se felicitan por el resultado del referéndum británico. Están en su derecho, porque coincide al milímetro con sus ideologías. ¿Son esas las ideas de quienes están leyendo este blog?

   

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