Haciendo amigos. La jornada del amante de los animales.
Antes de acostarse, revisó una a una las trampas para ratones que había dispuesto en varios rincones del jardín y debajo de dos de los muebles de la cocina. Retiró las "presas" que habían caído en los cepos, las tiró a la basura y roció con el más potente de los productos que había encontrado en el mercado todos los rincones de la casa. Las cucarachas parecían burlarse de sus esfuerzos. Por fin, antes de meterse en la cama, pulverizó el dormitorio con un spray para terminar con moscas y mosquitos, supervivientes de tantos cuantos esfuerzos ponía en práctica noche tras noche para garantizarse un sueño sin molestias.
A la mañana siguiente, se acercó al mercado, compró un pollo, medio kilo de gambas, un lenguado, mejillones, chirlas y salmonetes. Tal vez estos últimos eran de un tamaño menor del permitido, pero adoraba los de menor tamaño y se dijo que, al fin y al cabo, los que estaba comprando ya estaban fuera del mar y que, por tanto, nada podía hacer para evitar el daño. Podría haber denunciado al pescadero, pero era un viejo conocido que, por lo demás, se limitaba a comprar en la lonja lo que nadie, ningún Inspector del Servicio competente había hecho nada por evitar.
Cuando llegó a la playa, alguien le dijo que había medusas. Se hizo con la pequeña red del hijo de un amigo, sacó del mar media docena y vio cómo, poco a poco, se desecaban al sol. Un peligro menos. Había bajado con su perro. Nada más llegar lo liberó de sus ataduras para que corriera libre por el borde del agua. Las Ordenanzas Municipales prohibían la presencia de perros en las playas. Era evidente que habían sido redactadas por gente poco amantes de los animales. ¿Es que nadie pensaba en los derechos del perro?
Conocía a un tipo bastante desagradable que la semana anterior se le había enfrentado porque su perro le había llenado la toalla de arena y había hecho sus necesidades a cuatro pasos de su sombrilla. ¿Habráse visto intolerante? El fulano, cuando él le habló de los derechos de los animales, pretendió convencerle de que desde hacía cinco mil años los derechos estaban reservados a las personas y que no había la menor posibilidad de hablar de derechos de los animales. "Usted confunde los derechos de los animales con los de los dueños de los perros, y siendo así, sus derechos terminan donde empiezan los míos" -le dijo el impertinente, insolidario y antediluviano bañista. ¡5.000 años! Razón de más para terminar de una vez con ese concepto obsoleto.
Por la tarde, durante la siesta tuvo una pesadilla. Alguien cuya cara no era capaz de identificar se empeñaba en preguntarle por qué le preocupaban tanto los sufrimientos del toro de lidia en la plaza y no se ocupaba del sufrimiento del pollo, las gambas, los mejillones, el lenguado, las chirlas y los salmonetes que había comprado esa misma mañana. No le dio tiempo a contestarle. "¿Y qué pasa con los derechos de los ratones, o de los alacranes, llegado el caso, o los de las cucarachas, las moscas y los mosquitos? Me parece, amigo, que usted es un egoísta que reserva la protección de la naturaleza para las especies que usted elige, y que a las demás, no es que no se preocupe en defenderlas, es que las extermina con todos los medios a su alcance".
Cuando despertó, una vez que comprobó que todo había sido un mal sueño, abrió el ordenador y escribió unas cuantas frases furibundas deseando la muerte de cuanto torero pisara una plaza y de cuanto espectador hubiera en los tendidos.
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