sábado, 28 de marzo de 2020

Termina la segunda semana

(Sábado, 28-3-2020)

Hoy termina la segunda semana de confinamiento. Todos estamos al tanto de cómo ha evolucionando el Covid 19. No como quisiéramos, desde luego. Cambia nuestras vidas y me temo que dejará huella, más allá de lo que ahora seamos capaces de imaginar.

Nosotros, España, Europa, el mundo será otro cuando todo termine. Hasta entonces, hagamos lo que esté en nuestra mano para pasar el trance.

Por lo que a mí se refiere, subo al blog este segundo relato, bien distinto del primero. Comparte con el anterior el hecho de que ambos no se basan en suceso real alguno.

Espero que os guste.

Poderes paranormales

¿Que puede valer el beso de una mujer 
incapaz, siquiera, de querer a su amante? 
(Graham Green).
   La tarde de los viernes suele ser el momento en el que nubes de ciudadanos entran en un notable estado de euforia generalizado. Hay excepciones, pero gran parte de los contribuyentes no campesinos, perciben el almuerzo del viernes como el momento preciso a partir del cual comienza un fin de semana del que suele esperarse más de lo razonable. Tal vez algún día caigamos en la cuenta de que ese paréntesis que comienza el viernes a mediodía y concluye el domingo por la tarde está sobrevalorado. No obstante, los galeristas de arte conocen esta tendencia infundada al optimismo propio de la tarde del viernes; por eso es tan frecuente recibir invitaciones para la inauguración de alguna exposición que habrán de tener lugar a esas hora en las que la ciudadanía ha entrado ya en modo relax. 
    En esta ocasión, los folletos que se distribuían a la entrada de la galería y el gran panel desplegado en el hall del local, no hablaban de “pintura” sino de la “obra” de Daw Thant, una creadora birmana, lesbiana militante, reputada teórica de los movimientos anti sistema, que llegaba a “nuestro decadente mundo occidental aportando un tornado de aire fresco, y una singular concepción del universo, enraizada en lo más profundo de las tradiciones culturales del Extremo Oriente, sin perder de vista su intento de saldar viejas cuentas con los últimos vestigios de colonialismo predador, con los mercaderes insaciables y los misioneros fanáticos, que habían intentado sin éxito hacer de ella una prostituida marioneta al servicio lacayo de los intereses bastardos del consumismo más grosero…” (etc. etc. Durante dos páginas más de apretada escritura, trufada por fotografías de algunas de las creaciones más representativas de aquella mujer, algún majadero nacido en Boston, o en Chelsea o tal vez en Grenoble o en Milán, creía imprescindible poner en entredicho los fundamentos de su propia existencia y desacreditar la labor de la civilización occidental en el resto del mundo para mejor poner en valor la obra de la artista, o activista  o feminista birmana).
    La exposición se agotaba en sí misma; estaba pensada sólo para ser vista en un espacio destinado a ese fin; en ningún caso para comprar alguna de las obras expuestas y llevársela a casa o al despacho, o, ni siquiera, al vestíbulo de la Sede Central de Corporación alguna, porque habría sido punto menos que imposible. 
  Por ejemplo, en un pedestal hecho con envases metálicos de refrescos, aplastados y soldados de cualquier manera, a la altura de la vista de un espectador de estatura media, Daw Thant había colocado un viejo televisor en blanco y negro. El receptor estaba encendido y en su pantalla el rostro de un varón occidental, pelo rubio, ojos claros un tanto saltones, se contorsionaba en silencio como si su propietario estuviera siendo sometido a las molestias de una corriente eléctrica intermitente. 
  La obra se titulaba “Mr. Smith, de Toronto, comprueba el desagradable efecto de la presión de unas tenazas congeladas sobre sus testículos burgueses”. El televisor emitía sin parar, como música de fondo, una incongruente nana infantil cantada en búlgaro. Según el folleto, se trataba de hacer ver al espectador “cuán patético es el comportamiento del pequeño burgués occidental que sufre en carne propia las delicias de la tortura; una tortura que por su culpa directa o su silencio cómplice, se aplica a diario en lejanos rincones del mundo a cientos de miles de inocentes”. 
  En el centro de una hermosa sala, diáfana, luminosa, un espacio cúbico de tres por tres por tres metros al que se accedía a través de una compuerta obstaculizada por bandas de plástico semi transparente, había un rimero de bombillas azules y rojas, alternadas y parpadeantes, que cruzaba de un ángulo a otro del cubo colgando de un simple cable eléctrico. Su autora lo había titulado “Sombras” y se pedía a los visitantes que rellenaran un cuestionario en el que se les preguntaba cuántos hijos tenían, cuántos puntos de luz había en su dormitorio y qué les sugería la interacción entre la obra expuesta y las relaciones de pareja. La creadora advertía que el material escrito que recogiera era de su exclusiva propiedad y que se reservaba el derecho a utilizarlo como le viniera en gana.
 Alrededor de la sala en cuyo centro estaba el cubo, se habían enmarcado cincuenta y dos cartas de soldados muertos en guerras anti occidentales, Corea y Vietnam sobre todo. Los marcos eran incongruentes, barrocos, dorados, brillantes. La práctica totalidad de las cartas estaban escritas en caracteres coreanos o vietnamitas, así que el visitante sabía de ellas lo que los organizadores habían decidido que supieran. La serie, según el folleto, era un canto al honor de los pueblos invadidos por los ejércitos occidentales. 
Había también un viejo terminal de ordenador encima de un cubo industrial de basura sobre el que el genio creador de la artista había depositado un pequeño montón de ropa interior masculina usada y sucia. En la pantalla del ordenador, la amante de la autora, una jovencísima nativa australiana, sacaba la lengua sin parar bizqueando, para reivindicar su condición de mujer liberada. Se daba por supuesto que el intolerante y estúpido visitante, quizás irritado a esas alturas de su visita, intentaba sin éxito someter el yo profundo de la intérprete a las pautas del consumismo, y que ésa era la contundente contestación de la novia de Daw Thant. 
   Todo eso y más lo sabían los espectadores por deferencia del galerista que se había encargado de la edición de los folletos. La creadora birmana, de cuyo paradero actual nadie sabía una palabra, por extraño que hubiera podido presuponerse había logrado financiación para montar su exposición con cargo a los fondos de una fundación entre cuyos fines estaba promocionar la interculturalidad y el consecuente intercambio de experiencias de carácter meta religioso. Que los conceptos citados fueran asequibles o no a la mayoría de los presentes es algo que habría requerido estudios que estaban fuera de lugar en aquel momento. 
    En todo caso, el galerista, asegurado su beneficio por el mero hecho de organizar la exposición, podía ofrecer a sus clientes una más que razonable recepción, porque ni pensaba vender ninguna de las obras, ni la creadora se lo había planteado. Ella bastante tenía con asegurar sus próximas exposiciones en Bristol y Tatanaribo, cosa que, según todos los indicios, ya había conseguido. 
    Así pues, ese viernes cuatro camareras disfrazadas de activistas de la era post hippy, botas militares de media caña, pantalón de camuflaje con la cintura a media nalga para mejor mostrar el elástico del tanga, camiseta con un enorme logotipo alusivo a cierto grupo de rock marginal que aún no había logrado encontrar editor alguno que apostara por su genio, clavos en las orejas, o en la nariz, o donde mejor les hubiera cuadrado y aparatosos  tatuajes multicolores, se encargaban de ofrecer a los asistentes bandejas con copas de champán, vinos blancos, rosados y tintos, zumo de naranja, cerveza, y algunas otras bebidas, o bien, canapés de huevas de salmón, chalupas de guacamole o medios espárragos sobre un sutil toque de salsa mahonesa que adhería el espárrago al pan. 
    Tal despliegue era prueba evidente de que el galerista, como ya se dijo, había asegurado el retorno a sus arcas del desembolso que había supuesto tanto detalle con un público que, en general, más por educación que por otra cosa, guardaba un respetuoso silencio mientras iba observando absorto, estupefacto o aburrido, eso dependía de cada cual, las creaciones de la birmana. 
   Alguien comentó que pese al carácter reivindicativo de la birmana, la única represalia que había sufrido Daw Thant en su vida había sido una corta estancia de seis meses en la cárcel como resultado de un juicio en la que se la había considerado responsable del hurto de una sopera de plata, con agravante de abuso de confianza, cuando trabajaba como sirvienta en casa de la madre de su actual amante. Es posible que fuera cierto o que quien hablaba, artista en ciernes, envidiara la oportunidad que el marchante había brindado a la oriental. ¡Qué más daba! La concurrencia, en general, una vez que ya se habían visto unos a otros, entre sorbo y sorbo se dedicaba ya a planear cómo y dónde pasar el resto de la velada.
    En la tercera y última de las salas, además de otras obras de difícil catalogación, en un rincón había un par de sillones de rejilla de acero con el asiento en forma de medio huevo de brontosaurio y una mesita de metilmetacrilato cuyo pie era un grotesco pene de alabastro adornado con un grafitti firmado por uno de los más señeros nombres del arte callejero. 
   En uno de los sillones, medio derrengado, estaba un hombre mirando con suma atención a la concurrencia. Parecía tener alrededor de cincuenta años, muy buen aspecto y un atuendo insólito para aquel acto: traje clásico gris antracita, camisa azul pálido, mocasines Sebago de color negro, relucientes, ¡y corbata que bien podría ser de Salvatore Ferragamo! Por extraño que parezca, nadie, por el momento, se había dado por aludido ante tamaña provocación. Su pierna derecha cruzada sobre la izquierda permitía observar, por si algo faltara, un calcetín de seda negro, alto hasta la rodilla.  El curioso observador tenía ante sí una copa de champán apenas catada y un platito con una selección de los canapés que se estaban distribuyendo entre la concurrencia. Por las razones que fuera aquel pintoresco visitante -que lo pintoresco siempre lo es por contraste con el medio que te rodea- recibía un trato especial por parte de las guerrilleras que distribuían tragos y bocados.
    Se le acercó otro invitado. Parecía algo más joven que quien ocupaba ya el primero de los sillones. Incipiente calvicie, barbita recortada, y el pelo que aún le quedaba, tirante hasta ser recogido en un pequeño moño justo en la coronilla. Tampoco parecía ser excesivamente sensible a las tendencias de la moda entre las tribus del arte. Pantalón de algodón azul marino a juego con sus zapatos de ante, camisa blanca de puños dobles sujetos con gemelos y, sobre la camisa, un chaleco guatemalteco, como único guiño a las pautas bohemias de la mayoría. Al menos había tenido la deferencia de no usar corbata, aunque, para compensar, lucía un espléndido Breguet en su muñeca izquierda. El recién llegado dedicó al observador una señal de interrogación con la que pretendía asegurarse de que podía ocupar el segundo sillón. Se sentó, tal vez esperando que alguna de las azafatas le obsequiara con un surtido de canapés, pero si ésa había sido su intención, falló en su intento.
—Interesante ¿verdad? -y abarcó cuanto veía con un amplio movimiento de mano y brazo derecho-
—¿Usted cree?
—¿No le parece?
—No demasiado. Mis gustos son más… ¿Cómo le diría? ¿Clásicos? Hubo un tiempo en el que estaba convencido de que era un amante de las vanguardias, hasta que un día en el que habíamos ido a una exposición de arte que se celebra cada año en Madrid, Arco, creo que se llama, mi mujer me hizo ver que todos los cuadros que me gustaban habían sido pintados por artistas que ya habían fallecido. Se ve que para mí el clasicismo terminó con los impresionistas.
—Entiendo. Me pregunto qué hace entonces aquí.
—¡Ah, bueno! Espero a que vuelva mi mujer. Es crítica de arte, anda por ahí dedicada a lo suyo y yo la espero. Dirá usted que podría esperarla en casa o en el Pub de al lado ¿verdad? Suelo hacerlo, no crea, pero es que hoy iremos a cenar cuando ella termine su trabajo. Por eso me he vestido así, que no crea que no me doy cuenta de cómo desentono en este ambiente.
—Ya. Siendo así, espero que no le importe mi compañía, porque supongo que se estaría aburriendo.
—Desde luego que no me importa, al contrario. Sin embargo, no crea que estuviera aburriéndome, no. Verá, en ocasiones como ésta me divierto intentando imaginar quién es quién de los que me rodean. De dónde han salido, de qué viven, con quién, cómo ocupan su tiempo libre, cosas así.
—¿Y acierta?
—No lo sé. No tengo modo de saberlo, ni me importa demasiado. Como comprenderá, no voy a abordarlos después para interrogarlos y saber si acerté o no. No es más que, como le digo, una forma de matar el tiempo.
—¿Puedo preguntarle a qué se dedica? Quiero decir, además de este pasatiempo.
—Investigador. Nada que ver con las artes adivinatorias. Soy Doctor en Ciencias Químicas, trabajo para una multinacional y dirijo el Departamento de Investigación de la Compañía.
—Y deduzco que hoy no conoce a nadie de los asistentes.
—No, salvo a mi mujer y al que ha montado este engendro. Perdón, quiero decir esta exposición tan… sugerente.
—Yo, por el contrario, conozco a la mayoría. Es que, bueno, vengo cada vez que se inaugura una exposición. Se me está ocurriendo… ¿Qué le parece si comparamos sus observaciones con mi conocimiento de la concurrencia?
—No sé si le estoy entendiendo.
—Es muy sencillo: yo elijo a alguno de los presentes, alguien que yo conozca, desde luego, usted intenta averiguar… eso que comentaba antes y luego comparamos lo que usted haya supuesto con lo que yo sepa de él, o de ella, que también habrá mujeres ¿Qué le parece?
—No tenemos nada que hacer, así es que ¿por qué no? Aunque es posible que este juego termine destruyendo mi pasatiempo. Nunca he tenido el menor interés en comprobar si acertaba o no. Era, nada más, una manera de entretenerme, pero, en fin, como usted quiera.
—Muy bien, empecemos. Fíjese, para empezar, en este tipo de ahí, el que viste traje completo ¡qué barbaridad, si hasta lleva chaleco! Menos mal que el borsalino en el cogote y el calzado deportivo le dan un aire informal. 
—No está mal, para abrir boca. Lo veo como un avispado broker que ingresa verdaderas fortunas en sus cuentas corrientes. ¿Ve usted ese ligero temblor de su mano izquierda? No soy médico, pero tengo la impresión de que su salud no está todo lo bien que él quisiera. Exceso de tensión arterial, diría yo. Y quizás cierta adicción al consumo alternativo de tranquilizantes y estimulantes. Su mujer, pese a su dinero lo ha dejado hace poco tiempo y él está mucho más afectado de lo que quiere dar a entender.
—¿De verdad? ¿En qué se basa?
—Fíjese: el dedo anular de su mano derecha aún conserva la marca del anillo, y él no para de buscarlo con la mano izquierda. Es un movimiento reflejo, una especie de tic que vaya usted a saber de cuándo data. Créame, lo han dejado plantado y él ahora trata de convencerse de que está mejor así.
—¿Permite? ¡Pleno! Conozco a ese tipo. No es broker en sentido técnico, pero dirige el departamento de inversiones de cierto banco de renombre mundial. Tiene usted razón: un obseso del trabajo, cuyos horarios, en efecto, han terminado con su matrimonio hace menos de un mes. ¡Y hace un par de años no tuvo más remedio que someterse a un proceso de desintoxicación por excesivo consumo de medicamentos! ¡Increíble!
—Vaya, me alegro. Debe ser una casualidad. 
—Déjeme que vea. Sí, fíjese: el sujeto de la coleta. Ése que está al lado de la morena de minifalda plateada y botas camperas.
—No acierto a ver a quién se refiere. 
—Sí, hombre, el que charla con la pacifista de falda hasta los pies. Hábleme de él. 
    El elegido era un espárrago de cerca de dos metros, pelo grasiento recogido en una coleta que le llegaba a media espalda y un tatuaje en la nuca que se perdía camino de su columna vertebral. Vestía una camiseta de color caqui con una leyenda pacifista extraordinariamente violenta, pantalón militar de cintura tan caída que permitía saber la marca de los calzoncillos, Calvin Klein por cierto, y hasta su talla si hubiera sido preciso. Un pañuelo enrollado que algún día debió de ser de tonos rojizos ceñía su frente y calzaba unas zapatillas deportivas de la marca más exclusiva del momento, sin cordones, por supuesto. Llevaba un cigarrillo apagado en la oreja, una muñequera de cuero en el brazo derecho, un colgante al cuello, tira de cuero y colmillo de jabalí, y una mochila a la espalda. El así descrito, plantado ante una de las creaciones de Daw Thant, peroraba con mucho fundamento agitando ambas manos a la altura de los ojos de una hippy trasnochada disfrazada de sobrina nieta del Mahatma Gandhi.
—Rico heredero en uniforme de activista liberal. Cree que su vestimenta le caracteriza de rebelde sin causa, en lo cual acierta porque él, motivos para la protesta tiene más bien pocos. El caso es que no ha cuidado los detalles.
—¿Por ejemplo?
—Las zapatillas y la mochila son carísimas. Sé de lo que hablo, se lo aseguro. Son detalles en los que se percibe la costumbre de vivir en la abundancia.
—Me impresiona usted. Vuelve a acertar. Recuerdo incluso su nombre, que no hace al caso. Es el hijo pequeño de la cuarta generación de una familia cuyo nombre y milagros usted conocería si se los dijera, aunque ahora no se trate de eso. ¿Otro par de pruebas?
—Como quiera. Estoy asombrado, siempre creí que mi pasatiempo era sólo eso, un divertimento.
    Esta vez se trataba de averiguar la vida de una dama (digamos señora, o mejor aún, mujer, para no dar demasiadas pistas previas) de mediana edad, pantalón vaquero ceñido a su anatomía como una segunda piel, desgarrado en las rodillas y en el trasero, o más exactamente en la unión del trasero con los muslos, camisa de seda color crudo, moteada como si estuviera llena de lamparones, abierta hasta la cintura, bajo la cual una camiseta de tirantes permitía entrever un busto bien formado que no precisaba para nada el uso de prenda tan incómoda y convencional como el sujetador. Pelo ensortijado de tono pardo con abundantes mechones rubios, pendientes étnicos, sandalias de tacones altísimos, gafas de sol sobre la cabeza y poses estudiadas a medio camino entre el hastío y la provocación.
—¡Pobre mujer! Se aburre en casa y viene a estos sitios a ver y a que la vean. Demasiado tiempo sin que su hombre, no sé si marido o pareja, le repita que es guapa y deseable. Ella necesita oírlo, como la mayoría de nosotros. No creo que tenga amante, no por el momento, pero todo es cuestión de darle tiempo al tiempo. Aseguraría que hasta ahora es fiel a su hombre
—¿Le preocupa la fidelidad?
—¿La fidelidad? No especialmente. Creo que deberíamos dejarla para los equipos de sonido. ¿En cuánto me he equivocado?
—Hasta donde yo sé, ha vuelto a acertar. La única duda que me cabe es lo que ha dicho sobre si tiene o no amante. La conozco y tengo mis dudas.
—No sé, amigo mío, no tengo forma de saberlo, pero la veo demasiado interesada en llamar la atención. Creo que si tuviera una aventura su comportamiento sería el contrario: intentaría pasar más inadvertida y no invertiría su tiempo en acudir a sitios como éste.
—Podría usted estar en lo cierto. Conozco al matrimonio y, sí, el bueno de Walter se pasa el día en su negocio de automóviles de segunda mano. Luego, cuando termina de trabajar, me temo que prefiere unas cervezas con sus amigos que ir a casa, recoger a su mujer y sacarla por ahí a divertirse juntos. Lo que ocurre es que más de uno hemos pensado que su mujer está demasiado… disponible como para que alguien no haya ocupado el tiempo y el sitio que Walter no aprovecha. En todo caso, me admira su perspicacia.
—Es que hay quien lleva toda la información en la frente. Ése de ahí, fíjese, es un aspirante a pintor que viene a ver si algún galerista le da una oportunidad, y ese otro juraría que es un ejemplar característico de este tipo de eventos: un gorrón sin un céntimo en el bolsillo que viene a merendar gratis. 
—Bien pudiera ser, pero en estos dos últimos no tengo elementos de juicio para saber si está usted en lo cierto o no. Bien, última prueba. Me está resultado fascinante el juego, pero mi tiempo se termina. ¿Ve usted aquella pareja que está junto a la puerta?
    Dos hermosos ejemplares. Una mujer treintañera, melena rubia ondulada, ojos claros,  piernas perfectas, busto y caderas sugerentes, camisa de seda azul pálido, falda que sólo un entendido podrá llegar a saber que era una creación exclusiva, pese a su apariencia, y al hombro bolso de Prada de aspecto informal. Él… vestía de modelo de alta costura, es decir con tan estudiada negligencia que cualquier paleto podía creer que si compraba la misma ropa iba a parecerse a aquel figurín. 
—¿La belleza rubia y el aspirante a Míster Universo?
—En efecto. Son pareja ¿verdad?
—¿Pareja? No, hombre, no. En absoluto. Fíjese bien: en cuanto él desvía la mirada, ella no deja de mirar a todas partes por encima del hombro del tipo. Está incómoda, tal vez porque no le resulte conveniente dejar a su acompañante solo, quién sabe por qué, trabajo, compromiso social, qué sé yo. ¿Pareja? Puedo equivocarme, pero por lo que se refiere a él… Muy guapo, desde luego, demasiado, me atrevería a decir; tengo la impresión de que ¿cómo decirlo? si le dieran a elegir entre Catherine Zeta Jones y el defensa central del Arsenal, se iría con el futbolista.
—¿De veras? ¿En qué se basa? Quiero decir que por qué piensa que él es homosexual.
—Perdón, creo que me he excedido. A veces caigo en la tentación de decir algo ingenioso y no pienso en sus consecuencias. No sé si es homo, hetero o bisexual. Lo que digo es que esa señora no le interesa lo más mínimo. Parece estar con esa mujer por las mismas desconocidas razones que la hacen a ella estar incómoda. No obstante, es un hecho que él ha mirado en más de una ocasión de forma intencionada a otros varones. En fin, no me haga demasiado caso. Sería un milagro que también fuera a acertar esta vez.
—Gracias, de nuevo. Ha sido un placer hablar con usted. ¡Qué cosas! Así es que podría ser gay… Espero verle en alguna otra ocasión.
    
+ + +

    El pub estaba en penumbra. Apenas media docena de clientes, dos acodados en la barra ante sendas pintas de cerveza tostada, otros en alguna de las mesas bajas consumían infusiones. Música tenue, viejos éxitos de varias décadas atrás. Melodías instrumentales, tan sencillas de oír que no alteraran ni pensamientos ni conversaciones. Dos camareros vestidos de tales tras el mostrador y otro más que volvía a su lugar después de atender a una pareja de clientes. En la mesa que estaba ante la ventana, el mismo atento observador que la víspera hiciera aquel alarde de averiguar quién era quién en la exposición de la obra de la birmana, bebía a pequeños sorbos un té negro. Había tres pastas en un platito. Entró la hermosa mujer rubia que en la velada de ayer, junto a su guapo acompañante, había sido objeto de la última de las conjeturas del adivinador de conductas. Localizó a nuestro hombre y se acercó a la mesa. Éste se levantó y con un gesto con la mano la invitó a sentarse.
—¿Puedo invitarla a algo? ¿Un té, un café, o prefieren un oporto?
—Gracias, pero no voy a quedarme mucho tiempo. Voy un tanto apurada.
—Como quiera. ¿Todo bien?
—Extraordinario, amigo mío. -dijo la rubia, mientras abría el bolso y sacaba del bolso un sobre cerrado que dejó sobre la mesa ante su interlocutor- Su actuación fue convincente. Portentosa, me atrevería a decir. Ha logrado usted convencer a mi marido de que entre Ernesto y yo no sólo no hay nada sino que hasta es posible de que él… Bueno, ya sabe.
    La mujer lucía en el dedo anular de su mano izquierda un anillo soberbio. Un brillante de quizás no menos de tres quilates montado en oro blanco, con la sencillez apropiada para una gran joya.
—Gracias, es usted muy amable, aunque buena parte del mérito es suyo. Fue usted quien consiguió intrigar a su marido sobre mis extraordinarias dotes adivinatorias y quien dejó que él creyera que se le había ocurrido a él utilizarme para saber si usted le era fiel. Por otra parte, la información detallada que me dio sobre los asistentes valía su peso en oro.
—Sí, logré intrigarle, es verdad, pero usted hizo su trabajo a la perfección.
—Gracias de nuevo. Lleva usted un anillo fabuloso. 
—Se lo debo a su actuación de ayer. Sus comentarios han despertado en mi marido su mala conciencia. Tan convencido quedó de mi honestidad que le avergonzó haber pensado que le estaba engañando, así que hoy me ha regalado este detalle. Tenga, se lo ha ganado -y empujó el sobre hasta tocar el brazo del “adivino”- Éste lo entreabrió y se la quedó mirando-
—Muchas gracias, pero aquí hay más de lo que habíamos hablado.
—Cierto. Es la aportación de mi querido Ernesto, pese a que no le gustaran demasiado sus insinuaciones acerca de sus tendencias sexuales. Si alguna vez vuelvo a necesitarle ya sé cómo localizarle.
—Gracias, muchas gracias. Sigo a  su disposición.





















sábado, 21 de marzo de 2020

Ánimo

Cambio de tercio

Con la epidemia creciendo día a día; con los poderes públicos, las instituciones, los Partidos unas veces acertando y otras equivocándose, con la ciudadanía viviendo en un creciente estado de anormalidad física, social y psicológica, no quiero colaborar a incrementar la desazón de mis lectores.

Ni una palabra más, en tanto dure la emergencia, ni a favor ni en contra ni de unos, ni de otros. Cada uno de nosotros tenemos información suficiente para saber qué es lo que tenemos que hacer. También deberíamos saber qué tenemos que pensar, pero esa es otra historia.

No quiero aplaudir a los que coinciden con mi forma de ver las cosas, ni molestar a quienes no piensen o actúan como yo. Ni me siento con fuerzas, ni me creo en posesión de la verdad. Cada uno responderá ante sí mismo y ante los demás de sus aciertos o de sus errores.

Dando, entonces, por supuesto que la mayor parte de mis lectores estarán disponiendo de un exceso de tiempo libre, me gustaría colaborar a hacer más llevaderos sus encierros.

Por eso, en tanto se mantengan las medias de confinamiento, voy a ir publicando algunos relatos que tengo archivados. Pensaba editarlos algún día. Puede que, pese a todo, lo haga o no; tiempo al tiempo. 

Será mi muy pequeña contribución a aliviar el tedio y la inquietud de este tiempo horrible que nos ha tocado vivir.

Los pondré a disposición de mis lectores al ritmo de uno por semana, empezando hoy mismo.

I.- El tigre de Mompracén

“Como un vaso albergaste la infinita ternura,
y el infinito olvido te trizó como a un vaso.”

Pablo Neruda.    

    La copa florida del flamboyán proyectaba su sombra sobre la terraza. Una garrotera, tal vez una india chol, trapeaba los suelos e iba apilando en el borde de la zona embaldosada las flores rojas que habían ido cayendo del árbol. Miré a mi alrededor. ¡Qué contrariedad! Todas las mesas estaban ocupadas. Habría asegurado que una buena parte de los parroquianos eran franceses. Este año había aumentado su presencia de manera significativa. El dueño lo agradecería. Son una clientela tranquila, poco dada a los excesos de gringos y alemanes que suelen comportarse como si hubieran llegado a territorio conquistado. Es cierto que los franceses gastan menos dinero, pero, por lo general, son visitantes entendidos y educados.
    Junto a la balaustrada, en un ángulo del zócalo, había una mesa con un solo ocupante. Un hombre que me llamó la atención. Le calculé algo más de setenta años. Aún sentado, parecía un hombre bastante alto, tal vez cercano a los ciento ochenta centímetros. Enjuto, tez cuarteada por el sol, abundante cabellera blanca un tanto descuidada, manos grandes de largos dedos. En el anular de la derecha lucía un extraño anillo, grueso, de plata habría asegurado. Una calavera de cuencas hundidas. Al cuello, un diente que podría ser de un felino grande pendía de una tira fina de cuero negro. Vestía con un estudiado desaliño. Pantalón tejano con peto sobre camisa de algodón azul pálido, mocasines de cuero vuelto, sin calcetines, una muñequera sobada de cuero oscuro en el brazo derecho y un reloj de esfera negra en la muñeca izquierda. Ante él, un vaso de cerveza casi vacío, y un cigarrillo humeante en el cenicero.
    Vio que yo buscaba un lugar donde acomodarme y  con un simple gesto y una discreta sonrisa, me ofreció la silla que estaba frente a su derecha. Asentí, me acerqué, y me presenté antes de sentarme.
—Licenciado Gonzalo Mayoral a sus órdenes. ¿Seguro que no le molesta que comparta su mesa?
—Al contrario, amigo. Soporto bien la soledad, no crea. A mis años es mi estado natural, pero, si puedo elegir, prefiero una buena compañía. Me gusta la plática, conocer el modo de pensar de los demás. A veces mis interlocutores me permiten entrar por un momento en sus vidas y eso es un privilegio, ahora que la mía ha perdido todo interés. Permítame: Fulgencio Montesdeoca, marinero en tierra, por decirlo de alguna manera.
    Se acercó la mesera, una chica insustancial sin nada que la hiciera llamar la atención, con una servilleta terciada sobre el antebrazo izquierdo y una bandeja vacía que sujetaba por el borde con su mano derecha.
—¿Gusta tomar algo, señor?
—Una cerveza. ¿Negra Modelo? Perdón, Don Fulgencio, ¿me permite invitarle a lo que estuviera tomando?
—Con gusto, mi amigo. Una “Tecate”, si es tan amable.
—¿Cómo no? ¿Alguna botanita?
—No, por el momento, gracias. ¿Así es que es usted marino? ¡Interesante vida, me parece a mí!
—Lo fui. Cuando era joven. Marinero en muchos mares, y cazador en el Delta del Okawango, y descargador de muelle en San Francisco, y gacetillero en San Cristóbal de las Casas, y guerrillero en Guatemala, y recluso en un penal de Belice, y algunas otras cosas que ya olvidé. Nada importa ahora, cuando eres viejo y te has quedado solo.
—¡Vaya! No parece que haya tenido mucho tiempo para aburrirse. 
—Por lo que acabo de decir pensará usted que he vivido mil historias. Puede ser cierto o no, depende del punto de vista de cada uno. Déjeme que le diga que, sin embargo, si tuviera que definirme, diría de mí que fui el hombre que amó a Laura.
—Le aseguro que no es curiosidad morbosa, pero, sí, me asombra lo que acaba de decir. ¡El hombre que amó a Laura! Si quiere seguir… No tengo mejor cosa que hacer que escucharle.
    Era cierto. Llevamos apenas cuatro días en Puerto Vallarta. Mi esposa y yo habíamos pensado pasar dos semanas descansando en la casa que un amigo nos había cedido. Mabel ha tenido que volver a toda prisa a Monterrey. Servidumbres de su profesión. Apenas hace tres horas que volví del aeropuerto. Mañana estará aquí de nuevo, así que no tenía caso que fuera con ella.
—Laura y yo nos conocimos cuando éramos poco más que unos niños. De eso hace bastante más de medio siglo. Nos amamos como nadie lo ha hecho nunca.
    Suspiró de modo apenas audible, posó una mano sobre su pecho a la altura del corazón, como si algo oprimiera su pecho, bebió un corto sorbo de cerveza, se llevó el cigarrillo a los labios, expulsó una bocanada de humo, se quedó mirando a ningún sitio y continuó.
—Era hermosa. Muy hermosa. Rubia como el oro, de piel tan blanca que nadie la tomó jamás por mexicana. Ojos azules, alta, de figura espléndida y con una cabeza portentosa. Todo eso, que es bien cierto, no vale nada. Era su corazón, su forma de mirarme, su manera de entregarse, su sonrisa cuando yo me acercaba, lo que la hacía única.
—…
—Me siguió a todas partes. Hubo un tiempo en el que fui Capitán. Tenía un mercante a mi cargo. No era gran cosa, pero acodarme en la borda y ver alejarse las costas de la Isla de Java, con Laura a mi lado, su cabeza en mi hombro, es lo que más puede parecerse a la felicidad.   
  Una mañana navegábamos por el estrecho de Malaca. Habíamos partido de Port Dickson en Malasia e íbamos rumbo a Jakarta. Llevábamos una carga valiosa. Sedas y porcelanas. Navegábamos envueltos en una niebla insidiosa que apenas nos permitía ver a más de una docena de metros de distancia. Nadie los vio llegar. Cuando quisimos darnos cuenta, teníamos en cubierta a media docena de piratas. Iban armados con viejos rifles ingleses de la II Guerra Mundial y abundancia de armas blancas. El que parecía ser el jefe, nos vio, enfundó su alfanje, agarró a Laura por el brazo y empezó a reír mientras intentaba besarla. Una décima de segundo después, mi cuchillo estaba en su garganta y Laura detrás de mí protegida por mi cuerpo. Uno de mis tripulantes, un javanés que luego resultó ser cómplice de los piratas, fue el intérprete. Saltaron por la borda, subieron a su esquife y emprendieron la retirada. Mi cuchillo seguía en la garganta del jefe hasta que se perdieron de vista. Se suponía que le dejaríamos en uno de los botes una hora después. Eso hicimos, pero antes le rebané el pescuezo. Nadie iba a amenazar a Laura delante de mí y seguir con vida. Nunca me he arrepentido. Lo entiende ¿verdad?
—Sí, bueno, claro ¿Y después?
—Los hombres dieron en llamarme “El Tigre de Mompracén”, como el personaje de Emilio Salgari. ¡Ah, mi amigo, no se sorprenda demasiado! Soy un hombre pacífico, pero cuando uno ama es capaz de eso y de mucho más. Laura siguió a mi lado adonde quiera que fuera. Cuando fui guía de safaris en el Okawango, ella cocinaba para los clientes. Se ocupó como lavandera cuando las cosas se torcieron y tuve que trabajar de estibador en San Francisco. Después, cuando escribía crónicas en Chiapas, ella fue mesera en una fonda de San Cristóbal. Allí desapareció. Dizque fue la represalia de una banda de malnacidos por una crónica que escribí sobre la trata de blancas en la frontera con Guatemala, así que fui por ella. Crucé la línea y me junté a la guerrilla. Nunca supe muy bien qué pretendían aquellos hombres, ni cuáles eran sus ideas políticas, pero era la única forma que se me ocurrió de acercarme a ella.
—¿Y logró encontrarla?
—No señor. Al contrario. Pareciera que se la hubiera tragado la tierra. Una noche, sin saber lo que hacíamos, nos adentramos en Belice persiguiendo a una partida de narcotraficantes que nos habían tiroteado. Caímos en una emboscada y, de resultas, pasé cuatro años en un penal. Me escapé y he seguido buscándola desde entonces. Ahorita, no más, estoy tomándome un respiro. Recuperando fuerzas y plata. Seguiré hasta que la encuentre o hasta que pierda la vida.
—Entiendo. ¿Cuánto hace que la perdió?
—Treinta y dos años, siete meses y cuatro días.
—Ha pasado mucho tiempo. Habrá cambiado. ¿Cree que la reconocerá?
—¡Laura no ha cambiado! Sigue siendo la misma que conocí. Su pelo sigue siendo una cascada brillante de hilos de oro. Sus ojos siguen teniendo el color del mar, su cintura es estrecha, su voz cantarina y sigue sabiendo mirarme como cuando jugábamos con las estrellas de mar en la playa de Ixtapa. ¡Laura es un milagro! ¿O usted conoce a alguien a quien el tiempo respete? ¿Me ve a mí? Mi pelo se volvió blanco, parte de mi dentadura es añadida, mis fuerzas merman día a día, pero ella sigue igual que siempre: la más hermosa, la más amable, la fuerza que me permite conciliar el sueño cada noche. Así que ya no se haga bolas. Cuando la encuentre todo volverá a ser como si desde que se la llevaron sólo hubieran pasado unos segundos. 
    Dio un largo trago a su cerveza, agarró la cajetilla de tabaco, me ofreció un cigarrillo, que le acepté, y se quedó mirando al frente. Sonó un frenazo junto a la terraza y segundos después, voces y dos portazos. Fulgencio, alarmado, se asomó al Zócalo. Levantó los brazos, los dejó caer a lo largo de su cuerpo y volvió poco a poco hasta la mesa.
—Me temo que tendré que dejarle. Esta vez han tardado un poco más en encontrarme, pero, al final, ahí están, como siempre. ¡Malditos sean! Gracias por la cerveza. Que disfrute de sus vacaciones.
     No me dio tiempo a nada más. Cuatro hombres vestidos de blanco, con el inequívoco aspecto de ser empleados de alguna institución sanitaria llegaron hasta nosotros. Fulgencio no dijo nada. Se limitó a dejarse rodear y a salir con ellos. Ya en la puerta, volvió la cabeza y me miró muy triste.
     Mabel volvió cuando estaba previsto. En los días siguientes hice algunas averiguaciones y localicé la clínica donde se suponía que habría de estar Fulgencio. Por unas cosas o por otras, tardé una semana en ir a verle. Pregunté por él, logré que me recibiera el Director y, por fin, conocí el resto de la historia.
—Fulgencio Montesdeoca jamás ha salido de Puerto Vallarta, señor. Aquí nació, aquí se hizo hombre y aquí ha fungido como maestro hasta que enloqueció hace ya dos años.
—¿Quiere usted decir que la aventura de los piratas, o sus correrías por el África negra, su trabajo como estibador, su época de periodista en el Sur de la República o su paso por la cárcel de Belice son historias irreales, imaginaciones suyas?
—En efecto, mi amigo. Supongo que cuando usted le conoció él mismo las creía. Aquí las ha contado tantas veces que entre nosotros le llamábamos “El Tigre de Mompracén”. Él no sólo no se ofendía sino que le gustaba.
—¿Y Laura? ¿Tampoco ha existido una Laura?
—Sí, sí existió, para su fortuna y para su desgracia. Le cuento todo esto porque ya no tiene caso hablar de secreto profesional. Fulgencio falleció la misma tarde que usted le conoció. Un accidente. Se tiró de la ambulancia en marcha cuando le traían acá y otro carro le pasó por encima. Murió en el acto. Buscando a Laura, supongo.
—Pero…
—Déjeme que le explique. Fulgencio y Laura se conocieron de chicos, se hicieron novios y lo fueron durante un tiempo. Dicen que ella era tan bonita como él contaba: güerita, ojos claros, espléndida estampa y muy simpática. Luego él se marchó a estudiar Magisterio a Oaxaca, los padres de Laura apañaron su casorio con un hombre de gran fortuna, ella, deslumbrada, consintió y cuando volvió Fulgencio ni siquiera llegó a saber dónde se habían ido a vivir. Parece ser que a Miami. 
—Supongo que iría  buscarla.
—Pues fíjese que no. Lloró mares de lágrimas, pero terminó por refugiarse en sus sueños. Ella se había ido pero él se negó a admitirlo y la convirtió en la compañera de sus delirios, de sus aventuras, sacadas muchas de ellas de las novelas que leía sin parar. Laura nunca cambió. Los años no pasaron para ella. Continuó hermosísima, y él siguió siéndole fiel. Hablaba con ella a cada rato, le consultaba cualquier decisión que hubiera de tomar, soñaba con sus caricias. Nunca más volvió a mirar siquiera a otra mujer. ¿Para qué si tenía a su lado a la más preciosa de entre todas?
—Así que terminó por volverse loco.
—Sí, al cabo, pero no por la ausencia, sino por el regreso. Durante muchos años impartió sus enseñanzas en la escuela que el Gobierno le había asignado. Nadie se reía de él, aunque todos conocían su historia. Por entonces, Fulgencio apenas hablaba de Laura más que con un par de amigos, yo uno de ellos. Luego, el cielo se le vino encima y el cerebro se le hizo añicos. Un día Laura volvió. Había enviudado y tuvo la malhadada idea de retornar a sus orígenes, quién sabe si pensando en Fulgencio. Volvió gorda como un odre, un quintal de carne fofa, colgante, medio calva, hecha un auténtico adefesio. Su cara acusaba los estragos de varias operaciones de cirugía estética. Más que una caricatura de sí misma, era una burla intolerable a los sueños de Fulgencio. Eso fue lo que le trastornó. La encontró de frente, en el Zócalo una mañana de mayo. La reconoció al instante, pese a los cambios. En una milésima de segundo tuvo que decidir si admitía a Laura, la de verdad, la que tenía ante él, o se quedaba con la que vivía en su cerebro. 
—…
—Y déjeme que le diga lo que pienso: creo que tomó la decisión correcta. Disfrutó de su Laura, la que sólo y siempre fue suya, hasta el mismo momento de su muerte. ¿Quién de entre nosotros podrá decir lo mismo cuando nos llegue la hora de partir?


























lunes, 16 de marzo de 2020

Carta abierta al Presidente del Gobierno


Sr. D. Pedro Sánchez Pérez-Castejón                                      Madrid a 16 de marzo 2020
Presidente del Gobierno de España

Señor Presidente:

Oso escribirle esta carta convencido de que no tengo la menor posibilidad de que llegue a sus manos. Lo digo, porque en caso contrario jamás se me hubiera ocurrido hacerle perder ni un segundo de su tiempo, ahora que necesita de toda su energía y de todos sus recursos para aliviarnos de las consecuencias de la pandemia que nos afecta.

Basado en esa certidumbre, permítame, señor Presidente que dé comienzo a mi argumentario poniéndole de manifiesto mi absoluto desacuerdo con algunas de las cosas que ha hecho o dejado de hacer en estas últimas semanas. No es lo más importante que tengo que decirle, pero valdrá, espero, para poner en valor lo que escriba a continuación.

Usted ha estado mudo, invisible, paralizado durante demasiado tiempo y no fue para eso para lo que ha sido elegido. Desde que  a comienzo de año el coronavirus asoló cierta lejana provincia de China, desde que se extendió a Corea, desde que se instaló en Irán, desde que llegó a Italia hasta que usted ha empezado a tomar decisiones, ha dejado pasar un tiempo valiosísimo e irrecuperable. 

¿A qué estaba esperando? ¿Alguien le dijo que a nosotros, a España, no nos  iba a llegar el virus? ¿No sabía, no quería o no podía hacer nada? Visto lo que luego ha puesto en práctica, creo que hay descartar el no sabía y el no podía: usted no hizo nada porque no quiso. Por tanto, es responsable de no sé qué grado de desarrollo de la pandemia en el país que preside.

Creo que no exagero, señor Presidente, si le digo que formo parte de la mayoría silenciosa de este país que está convencida de su temeridad cuando autorizó o cuando no prohibió las manifestaciones del 8 de marzo. No, no lo dude: estoy a favor de la igualdad de sexos en todos los aspectos en los que la igualdad pueda darse. ¿Era imprescindible celebrar tales eventos con los datos que ya se tenían sobre los efectos de los contactos entre personas en la propagación del mal? No son teorías: antes de una semana después, dos de sus Ministras están infectadas, el Vicepresidente Segundo está en cuarentena, su misma esposa también ha dadopositivo así que, en buena lógica, usted también debería estar en cuarentena. ¿Y si los contagios fueran más allá de lo que ahora sabemos?¿Qué derecho cree usted que tiene para dejar al pleno del Gobierno en cuarentena?

Por último: ¿Cómo se le ocurre autorizar la presencia de su Vicepresidente Segundo, que, repito, está en cuarentena, en el Consejo de Ministros del sábado? ¿Cómo se le ocurrió a usted mismo estar en la misma sala que los no contaminados? ¿Ése es el ejemplo que da usted a la ciudadanía? Y no pretenda hacernos creer que había problemas técnicos para organizar una reunión telemática. Puede que usted lo dude, pero la mayoría de los ciudadanos no somos completamente tontos.

Y ahora, terminado el capítulo de reproches, permítame, Señor Presidente que cambie de tercio: estoy con usted sin ninguna reticencia; apoyo al cien por cien sus medidas, las que ha tomado o las que hubiera podido establecer como alternativa.

No sé una palabra de epidemias así que confío en los asesores de mi Gobierno. Por consiguiente, haré todo lo que esté en mi mano para evitar la difusión del maldito virus y trataré de convencer a mis conocido, si fuera preciso, de que hagan lo mismo. Para que no quepa ninguna duda al respecto: haré caso de todas y cada una de sus recomendaciones presentes y futuras. Incluso aunque no entienda sus razones.

No hay otra forma sensata de comportarse: usted es ahora el encargado de llevar a España a aguas tranquilas y todos, todos, individuos, organizaciones, Administraciones Públicas, Partidos Políticos, estamos obligados a seguirle como un sólo hombre (¿me permite que omita lo de “y una sola mujer”? ¿Sí? Gracias).

Tengo la impresión de que cuenta con el respaldo circunstancial de casi toda la oposición. Es suficiente, que tampoco tendría sentido pedir sumisión sine die a sus directrices, una vez que el virus salga de España.

- Ciudadanos está dispuesto a apoyar unos Presupuestos de emergencia ¿Qué más da que mejor hubiera sido que hace meses el ya desaparecido líder de la formación hubiera tenido en su mano evitar lo que usted y yo sabemos? Estamos en marzo del 2020 y hay que mirar el hoy y el mañana.
   
- El Partido Popular anuncia un paréntesis en su crítica. No creo que se le pueda pedir más: ahora hay que estar con el Gobierno y ya hablaremos en su momento del papel que cada uno ha jugado en esta crisis. Por cierto: si le cuentan que la Presidenta de la Comunidad de Madrid ha pedido no sé cuántos millones para reforzar la sanidad madrileña, no se le ocurra recordarle que si sus predecesores no hubieran desmantelado el sistema ahora tendría menos problemas. Es verdad, pero aplíquese el cuento: déle lo que necesite y aplace las contestaciones ingeniosas para cuando escampe el temporal. Los madrileños se lo merecen.

No haga demasiado caso del vocerío que le llegue de Vox. Ni siquiera es preciso recordarles que ellos son partidarios de aventar la sanidad pública. Basta con que no olviden que en Estado de Alarma, usted, señor Presidente, es más Autoridad que nunca.

En cuanto a la banda de los miserables… (Sabe, supongo, a quien me refiero ¿verdad?) A estos, no pierda el tiempo recordándoles nada. Sencillamente, haga lo que tenga que hacer, incluso con ellos. Y si lo tiene todo preparado, por si acaso, mejor que mejor.No olvide ninguna de sus competencias; las habituales y las que derivan del Estado de Alarma. Póngalos a trabajar. El pueblo catalán se lo agradecerá, y el resto de los españoles también.

En definitiva, Don Pedro: átese los machos y haga lo que tenga que hacer sin que el pulso le tiemble. Tuve un jefe del que aprendí mucho; solía citar a Napoleón (“Lo único que no puede hacerse con las bayonetas es sentarse encima de ellas”) como prólogo a uno de sus aforismos favoritos: “autoridad que no abusa, se desprestigia”. No tema: no le estoy pidiendo abuso, pero sí firmeza; ésta es una de las ocasiones en que los paños calientes estorban.

¿Abusos? Usted disfruta ahora de competencias exorbitantes; sabe que aún tiene margen para ampliarlas. Bien está su uso si la coyuntura lo exige, pero no olvide lo frágil que es, en ocasiones, la conciencia democrática; no la suya, o no sólo la suya, sino la colectiva: no caiga en la tentación del caudillismo como fórmula mágica para resolver para siempre jamás los problemas de España. Si le parece que en este párrafo incurro en algún género de juicio de intenciones, pido disculpas: délo por no escrito.

Hablando de abusos, si me lo permite, me gustaría recordarle su obligación para con los más necesitados, no vaya a ser que otra vez más acaben pagando el coste de la catástrofe los que menos capacidad tienen para hacer frente a ella. No creo que ya lo haya olvidado, pero tal vez releer su propio programa pueda ayudarle.

Oigo decir que hay fisuras en su equipo. No sólo no me extraña sino que no creería lo contrario. No importa, cierre las grietas, cuadre a quien corresponda, ejerza el poder que para eso lo tiene y siga adelante, porque ésta es una de tantas ocasiones en que el paso del tiempo no sólo no va arreglar nada por sí mismo, sino todo lo contrario.

Recuerde: si usted actúa puede acertar o equivocarse, pero si vuelve a pararse, ése es el camino más rápido y más seguro hacia el abismo.

Termino, Señor Presidente. Le deseo con mi corazón y con mi cabeza el mayor de los éxitos en su gestión. Sólo un demente estaría deseando su fracaso, porque sería también el de todos nosotros. Su éxito será el mío y el de mi gente, así es que, ánimo, suerte y nos vemos a la salida de la crisis.

Atenta y respetuosamente.

Clemente Rodríguez Navarro