sábado, 21 de marzo de 2020

Ánimo

Cambio de tercio

Con la epidemia creciendo día a día; con los poderes públicos, las instituciones, los Partidos unas veces acertando y otras equivocándose, con la ciudadanía viviendo en un creciente estado de anormalidad física, social y psicológica, no quiero colaborar a incrementar la desazón de mis lectores.

Ni una palabra más, en tanto dure la emergencia, ni a favor ni en contra ni de unos, ni de otros. Cada uno de nosotros tenemos información suficiente para saber qué es lo que tenemos que hacer. También deberíamos saber qué tenemos que pensar, pero esa es otra historia.

No quiero aplaudir a los que coinciden con mi forma de ver las cosas, ni molestar a quienes no piensen o actúan como yo. Ni me siento con fuerzas, ni me creo en posesión de la verdad. Cada uno responderá ante sí mismo y ante los demás de sus aciertos o de sus errores.

Dando, entonces, por supuesto que la mayor parte de mis lectores estarán disponiendo de un exceso de tiempo libre, me gustaría colaborar a hacer más llevaderos sus encierros.

Por eso, en tanto se mantengan las medias de confinamiento, voy a ir publicando algunos relatos que tengo archivados. Pensaba editarlos algún día. Puede que, pese a todo, lo haga o no; tiempo al tiempo. 

Será mi muy pequeña contribución a aliviar el tedio y la inquietud de este tiempo horrible que nos ha tocado vivir.

Los pondré a disposición de mis lectores al ritmo de uno por semana, empezando hoy mismo.

I.- El tigre de Mompracén

“Como un vaso albergaste la infinita ternura,
y el infinito olvido te trizó como a un vaso.”

Pablo Neruda.    

    La copa florida del flamboyán proyectaba su sombra sobre la terraza. Una garrotera, tal vez una india chol, trapeaba los suelos e iba apilando en el borde de la zona embaldosada las flores rojas que habían ido cayendo del árbol. Miré a mi alrededor. ¡Qué contrariedad! Todas las mesas estaban ocupadas. Habría asegurado que una buena parte de los parroquianos eran franceses. Este año había aumentado su presencia de manera significativa. El dueño lo agradecería. Son una clientela tranquila, poco dada a los excesos de gringos y alemanes que suelen comportarse como si hubieran llegado a territorio conquistado. Es cierto que los franceses gastan menos dinero, pero, por lo general, son visitantes entendidos y educados.
    Junto a la balaustrada, en un ángulo del zócalo, había una mesa con un solo ocupante. Un hombre que me llamó la atención. Le calculé algo más de setenta años. Aún sentado, parecía un hombre bastante alto, tal vez cercano a los ciento ochenta centímetros. Enjuto, tez cuarteada por el sol, abundante cabellera blanca un tanto descuidada, manos grandes de largos dedos. En el anular de la derecha lucía un extraño anillo, grueso, de plata habría asegurado. Una calavera de cuencas hundidas. Al cuello, un diente que podría ser de un felino grande pendía de una tira fina de cuero negro. Vestía con un estudiado desaliño. Pantalón tejano con peto sobre camisa de algodón azul pálido, mocasines de cuero vuelto, sin calcetines, una muñequera sobada de cuero oscuro en el brazo derecho y un reloj de esfera negra en la muñeca izquierda. Ante él, un vaso de cerveza casi vacío, y un cigarrillo humeante en el cenicero.
    Vio que yo buscaba un lugar donde acomodarme y  con un simple gesto y una discreta sonrisa, me ofreció la silla que estaba frente a su derecha. Asentí, me acerqué, y me presenté antes de sentarme.
—Licenciado Gonzalo Mayoral a sus órdenes. ¿Seguro que no le molesta que comparta su mesa?
—Al contrario, amigo. Soporto bien la soledad, no crea. A mis años es mi estado natural, pero, si puedo elegir, prefiero una buena compañía. Me gusta la plática, conocer el modo de pensar de los demás. A veces mis interlocutores me permiten entrar por un momento en sus vidas y eso es un privilegio, ahora que la mía ha perdido todo interés. Permítame: Fulgencio Montesdeoca, marinero en tierra, por decirlo de alguna manera.
    Se acercó la mesera, una chica insustancial sin nada que la hiciera llamar la atención, con una servilleta terciada sobre el antebrazo izquierdo y una bandeja vacía que sujetaba por el borde con su mano derecha.
—¿Gusta tomar algo, señor?
—Una cerveza. ¿Negra Modelo? Perdón, Don Fulgencio, ¿me permite invitarle a lo que estuviera tomando?
—Con gusto, mi amigo. Una “Tecate”, si es tan amable.
—¿Cómo no? ¿Alguna botanita?
—No, por el momento, gracias. ¿Así es que es usted marino? ¡Interesante vida, me parece a mí!
—Lo fui. Cuando era joven. Marinero en muchos mares, y cazador en el Delta del Okawango, y descargador de muelle en San Francisco, y gacetillero en San Cristóbal de las Casas, y guerrillero en Guatemala, y recluso en un penal de Belice, y algunas otras cosas que ya olvidé. Nada importa ahora, cuando eres viejo y te has quedado solo.
—¡Vaya! No parece que haya tenido mucho tiempo para aburrirse. 
—Por lo que acabo de decir pensará usted que he vivido mil historias. Puede ser cierto o no, depende del punto de vista de cada uno. Déjeme que le diga que, sin embargo, si tuviera que definirme, diría de mí que fui el hombre que amó a Laura.
—Le aseguro que no es curiosidad morbosa, pero, sí, me asombra lo que acaba de decir. ¡El hombre que amó a Laura! Si quiere seguir… No tengo mejor cosa que hacer que escucharle.
    Era cierto. Llevamos apenas cuatro días en Puerto Vallarta. Mi esposa y yo habíamos pensado pasar dos semanas descansando en la casa que un amigo nos había cedido. Mabel ha tenido que volver a toda prisa a Monterrey. Servidumbres de su profesión. Apenas hace tres horas que volví del aeropuerto. Mañana estará aquí de nuevo, así que no tenía caso que fuera con ella.
—Laura y yo nos conocimos cuando éramos poco más que unos niños. De eso hace bastante más de medio siglo. Nos amamos como nadie lo ha hecho nunca.
    Suspiró de modo apenas audible, posó una mano sobre su pecho a la altura del corazón, como si algo oprimiera su pecho, bebió un corto sorbo de cerveza, se llevó el cigarrillo a los labios, expulsó una bocanada de humo, se quedó mirando a ningún sitio y continuó.
—Era hermosa. Muy hermosa. Rubia como el oro, de piel tan blanca que nadie la tomó jamás por mexicana. Ojos azules, alta, de figura espléndida y con una cabeza portentosa. Todo eso, que es bien cierto, no vale nada. Era su corazón, su forma de mirarme, su manera de entregarse, su sonrisa cuando yo me acercaba, lo que la hacía única.
—…
—Me siguió a todas partes. Hubo un tiempo en el que fui Capitán. Tenía un mercante a mi cargo. No era gran cosa, pero acodarme en la borda y ver alejarse las costas de la Isla de Java, con Laura a mi lado, su cabeza en mi hombro, es lo que más puede parecerse a la felicidad.   
  Una mañana navegábamos por el estrecho de Malaca. Habíamos partido de Port Dickson en Malasia e íbamos rumbo a Jakarta. Llevábamos una carga valiosa. Sedas y porcelanas. Navegábamos envueltos en una niebla insidiosa que apenas nos permitía ver a más de una docena de metros de distancia. Nadie los vio llegar. Cuando quisimos darnos cuenta, teníamos en cubierta a media docena de piratas. Iban armados con viejos rifles ingleses de la II Guerra Mundial y abundancia de armas blancas. El que parecía ser el jefe, nos vio, enfundó su alfanje, agarró a Laura por el brazo y empezó a reír mientras intentaba besarla. Una décima de segundo después, mi cuchillo estaba en su garganta y Laura detrás de mí protegida por mi cuerpo. Uno de mis tripulantes, un javanés que luego resultó ser cómplice de los piratas, fue el intérprete. Saltaron por la borda, subieron a su esquife y emprendieron la retirada. Mi cuchillo seguía en la garganta del jefe hasta que se perdieron de vista. Se suponía que le dejaríamos en uno de los botes una hora después. Eso hicimos, pero antes le rebané el pescuezo. Nadie iba a amenazar a Laura delante de mí y seguir con vida. Nunca me he arrepentido. Lo entiende ¿verdad?
—Sí, bueno, claro ¿Y después?
—Los hombres dieron en llamarme “El Tigre de Mompracén”, como el personaje de Emilio Salgari. ¡Ah, mi amigo, no se sorprenda demasiado! Soy un hombre pacífico, pero cuando uno ama es capaz de eso y de mucho más. Laura siguió a mi lado adonde quiera que fuera. Cuando fui guía de safaris en el Okawango, ella cocinaba para los clientes. Se ocupó como lavandera cuando las cosas se torcieron y tuve que trabajar de estibador en San Francisco. Después, cuando escribía crónicas en Chiapas, ella fue mesera en una fonda de San Cristóbal. Allí desapareció. Dizque fue la represalia de una banda de malnacidos por una crónica que escribí sobre la trata de blancas en la frontera con Guatemala, así que fui por ella. Crucé la línea y me junté a la guerrilla. Nunca supe muy bien qué pretendían aquellos hombres, ni cuáles eran sus ideas políticas, pero era la única forma que se me ocurrió de acercarme a ella.
—¿Y logró encontrarla?
—No señor. Al contrario. Pareciera que se la hubiera tragado la tierra. Una noche, sin saber lo que hacíamos, nos adentramos en Belice persiguiendo a una partida de narcotraficantes que nos habían tiroteado. Caímos en una emboscada y, de resultas, pasé cuatro años en un penal. Me escapé y he seguido buscándola desde entonces. Ahorita, no más, estoy tomándome un respiro. Recuperando fuerzas y plata. Seguiré hasta que la encuentre o hasta que pierda la vida.
—Entiendo. ¿Cuánto hace que la perdió?
—Treinta y dos años, siete meses y cuatro días.
—Ha pasado mucho tiempo. Habrá cambiado. ¿Cree que la reconocerá?
—¡Laura no ha cambiado! Sigue siendo la misma que conocí. Su pelo sigue siendo una cascada brillante de hilos de oro. Sus ojos siguen teniendo el color del mar, su cintura es estrecha, su voz cantarina y sigue sabiendo mirarme como cuando jugábamos con las estrellas de mar en la playa de Ixtapa. ¡Laura es un milagro! ¿O usted conoce a alguien a quien el tiempo respete? ¿Me ve a mí? Mi pelo se volvió blanco, parte de mi dentadura es añadida, mis fuerzas merman día a día, pero ella sigue igual que siempre: la más hermosa, la más amable, la fuerza que me permite conciliar el sueño cada noche. Así que ya no se haga bolas. Cuando la encuentre todo volverá a ser como si desde que se la llevaron sólo hubieran pasado unos segundos. 
    Dio un largo trago a su cerveza, agarró la cajetilla de tabaco, me ofreció un cigarrillo, que le acepté, y se quedó mirando al frente. Sonó un frenazo junto a la terraza y segundos después, voces y dos portazos. Fulgencio, alarmado, se asomó al Zócalo. Levantó los brazos, los dejó caer a lo largo de su cuerpo y volvió poco a poco hasta la mesa.
—Me temo que tendré que dejarle. Esta vez han tardado un poco más en encontrarme, pero, al final, ahí están, como siempre. ¡Malditos sean! Gracias por la cerveza. Que disfrute de sus vacaciones.
     No me dio tiempo a nada más. Cuatro hombres vestidos de blanco, con el inequívoco aspecto de ser empleados de alguna institución sanitaria llegaron hasta nosotros. Fulgencio no dijo nada. Se limitó a dejarse rodear y a salir con ellos. Ya en la puerta, volvió la cabeza y me miró muy triste.
     Mabel volvió cuando estaba previsto. En los días siguientes hice algunas averiguaciones y localicé la clínica donde se suponía que habría de estar Fulgencio. Por unas cosas o por otras, tardé una semana en ir a verle. Pregunté por él, logré que me recibiera el Director y, por fin, conocí el resto de la historia.
—Fulgencio Montesdeoca jamás ha salido de Puerto Vallarta, señor. Aquí nació, aquí se hizo hombre y aquí ha fungido como maestro hasta que enloqueció hace ya dos años.
—¿Quiere usted decir que la aventura de los piratas, o sus correrías por el África negra, su trabajo como estibador, su época de periodista en el Sur de la República o su paso por la cárcel de Belice son historias irreales, imaginaciones suyas?
—En efecto, mi amigo. Supongo que cuando usted le conoció él mismo las creía. Aquí las ha contado tantas veces que entre nosotros le llamábamos “El Tigre de Mompracén”. Él no sólo no se ofendía sino que le gustaba.
—¿Y Laura? ¿Tampoco ha existido una Laura?
—Sí, sí existió, para su fortuna y para su desgracia. Le cuento todo esto porque ya no tiene caso hablar de secreto profesional. Fulgencio falleció la misma tarde que usted le conoció. Un accidente. Se tiró de la ambulancia en marcha cuando le traían acá y otro carro le pasó por encima. Murió en el acto. Buscando a Laura, supongo.
—Pero…
—Déjeme que le explique. Fulgencio y Laura se conocieron de chicos, se hicieron novios y lo fueron durante un tiempo. Dicen que ella era tan bonita como él contaba: güerita, ojos claros, espléndida estampa y muy simpática. Luego él se marchó a estudiar Magisterio a Oaxaca, los padres de Laura apañaron su casorio con un hombre de gran fortuna, ella, deslumbrada, consintió y cuando volvió Fulgencio ni siquiera llegó a saber dónde se habían ido a vivir. Parece ser que a Miami. 
—Supongo que iría  buscarla.
—Pues fíjese que no. Lloró mares de lágrimas, pero terminó por refugiarse en sus sueños. Ella se había ido pero él se negó a admitirlo y la convirtió en la compañera de sus delirios, de sus aventuras, sacadas muchas de ellas de las novelas que leía sin parar. Laura nunca cambió. Los años no pasaron para ella. Continuó hermosísima, y él siguió siéndole fiel. Hablaba con ella a cada rato, le consultaba cualquier decisión que hubiera de tomar, soñaba con sus caricias. Nunca más volvió a mirar siquiera a otra mujer. ¿Para qué si tenía a su lado a la más preciosa de entre todas?
—Así que terminó por volverse loco.
—Sí, al cabo, pero no por la ausencia, sino por el regreso. Durante muchos años impartió sus enseñanzas en la escuela que el Gobierno le había asignado. Nadie se reía de él, aunque todos conocían su historia. Por entonces, Fulgencio apenas hablaba de Laura más que con un par de amigos, yo uno de ellos. Luego, el cielo se le vino encima y el cerebro se le hizo añicos. Un día Laura volvió. Había enviudado y tuvo la malhadada idea de retornar a sus orígenes, quién sabe si pensando en Fulgencio. Volvió gorda como un odre, un quintal de carne fofa, colgante, medio calva, hecha un auténtico adefesio. Su cara acusaba los estragos de varias operaciones de cirugía estética. Más que una caricatura de sí misma, era una burla intolerable a los sueños de Fulgencio. Eso fue lo que le trastornó. La encontró de frente, en el Zócalo una mañana de mayo. La reconoció al instante, pese a los cambios. En una milésima de segundo tuvo que decidir si admitía a Laura, la de verdad, la que tenía ante él, o se quedaba con la que vivía en su cerebro. 
—…
—Y déjeme que le diga lo que pienso: creo que tomó la decisión correcta. Disfrutó de su Laura, la que sólo y siempre fue suya, hasta el mismo momento de su muerte. ¿Quién de entre nosotros podrá decir lo mismo cuando nos llegue la hora de partir?


























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