Mujeres en Urgencias
No era lo que tenía pensado para la tarde del domingo pasado, pero, cosas de mi actual situación, acabé recalando otra vez en Urgencias del Ramón y Cajal.
Por suerte, pude volver a casa al cabo de unas horas, y, entretanto, fui testigo involuntario de parte de lo que ocurría en el box contiguo al mío.
La tarde estaba tranquila, al menos en la zona en la que me estabularon, no había mucha afluencia de pacientes, no estaba muy concurrida, así es que, más allá del insidioso pitido rítmico de quién sabe qué tipo de máquinas de control, era imposible no percibir lo que ocurría a tu alrededor.
De un lado para otro se desplazaban celadores, auxiliares, alguien del personal de limpieza, enfermeras, residentes, doctores… Y algún que otro acompañante.
Me habían encamado a la espera, corta, del otorrino que estuviera disponible. Blanca estaba sentada al lado y habían dejado las cortinas de mi habitáculo recogidas de forma que veía buena parte de la sala.
Por el contrario, las cortinas echadas casi por completo del box a mi izquierda apenas permitía vislumbrar su interior. Oí un murmullo quejumbroso. No lo relacioné con el dolor sino con el disgusto. Me pareció el timbre de voz una mujer entrada en años que trataba de manifestar su disconformidad con algo. Entreví una cabellera blanca no muy cuidada y un hombro cubierto por una prenda de un color indefinible.
Pensé que aquella paciente estaba sola, pero no, había alguien más. Una voz que trataba de ser convincente, acaso con un tono un punto más apremiante de lo que me pareció que demandaba la paciente.
—No insistas, querida: yo no puedo llevarte a tu casa esta noche. Tienes que quedarte aquí. Te darán habitación enseguida, ya lo verás, y estarás bien cuidada.
—Pero la doctora insiste en que debo marcharme…
—Tendrá sus razones, no lo dudo. Razones médicas, pero ¿qué sabe ella de cómo arreglarnos nosotros si te vas a tu casa y tengo que ir yo contigo? Lo siento, pero tienes que quedarte.
Entró en liza una tercera voz, otra mujer a la que apenas vislumbré vestida con una de tantas variantes de los uniformes de la clase médica. Habría apostado que era enfermera.
—¿Qué tal, cariño, cómo sigues?
La interpelada contestó con un suspiro.
—¿Qué tal sigue su madre?
—No, verá, no es mi madre: soy su nuera. O sea, que es mi suegra. Mi marido está en Gandía aprovechando eso del trabajo no presencial, y a mí me ha dejado al cuidado de su madre, que, ya ve, con lo bien que está aquí, y, pues ya la está oyendo, no para de decirme que quiere irse a su casa.
—¿A su casa de ella o a su casa de usted?
—A la suya de ella. Vive sola ¿sabe? ¿Cómo quiere que la cuide?
—El caso, señora, es que la doctora insiste en que no hay razones para no darle el alta. El episodio está superado.
—Pero…
—¡Mire, déjelo: voy por la doctora y que ella decida!
La llegada de la doctora introdujo nuevos elementos en la conversación. Oí sus pasos pero no llegué a verla. Tenía una voz joven, cálida, convincente, propia de quien está convencida de que la práctica de la medicina exige mucho más que conocimientos técnicos sobre las enfermedades y sus remedios. Transmitía calma; era consciente de que estaba ante un problema y que era ella quien debía tomar las riendas.
Escuchó a la enferma y a su nuera. Tomó conciencia de que más allá de la peripecia superada que la había llevado a urgencias, allí había una mujer rozando la ancianidad que vivía sola, que se negaba a "meter en casa a una desconocida que se pase el día hurgando entre mis cosas, cuando lo suyo, lo de toda la vida, es que me atienda mi nuera, que para eso se llevó a mi hijo".
La nuera insistía en que a ella le resultaba imposible desatender a las mellizas para irse "a la otra punta de Madrid, para estar pendiente de ella".
—Y es que, doctora, alguna vez tiene que ser la primera: esto nos pasa cada dos por tres, ella se arregla muy mal sola, no quiere ayudas extrañas pero yo tengo mis obligaciones, compréndalo.
La doctora se reconvirtió de pronto en asistenta social, o en ONG, o en qué sé yo qué, pero cambió de estrategia.
Silencio, o casi. Oí no un canturreo, pero sí algunos sonidos inarticulados emitidos por la doctora. Como si pensara en voz alta buscando la solución
—Usted, señora no tiene por qué meter a nadie en su casa, -Su voz sonaba como una pomada- porque en sus circunstancias, la normativa actual puede garantizarle ayudas suficientes como para sentirse segura, protegida y seguir siendo independiente por completo. Ahora van a pasarla a una habitación en sala. ¡No, no se alarme: uno o dos días como máximo! En realidad, dede el punto de vista médico, no sería necesario, porque ahora está bien. No pasa nada. Pasará buena noche, su nuera vendrá mañana, ¿verdad?-La interpelada emitió su conformidad sin demasiado entusiasmo- y entren ella y yo resolveremos lo que sea necesario para que disfrute de esas ventajas…
En cuanto lo pruebe, quedará encantada. Descanse ahora ¡luego vengo a verla!
Lamento no poder dar cuenta de cómo terminó aquella historia de soledad, vejez, e incompatibilidades. Tal vez la suegra fuera una pepla, o la nuera una bruja, o ni una cosa ni la otra, sino la suma de circunstancias resultado de las siderales diferencias entre las expectativas de una madre respecto a lo que se puede esperar de los hijos (ahora que no se exige, siquiera, presencia en el puesto de trabajo) cuando han decidido tener su propia vida.
Digo que me quedé sin saber el final, porque justo entones apareció la comitiva que venía a extraerme sangre, succionarme flemas, ponerme un algún suero en vena, ordenar una placa de tórax, y, si no recuerdo mal, enchufarme, ¡cómo no!, a uno de esos artilugios que, cuando los retiran, siempre dejan de recuerdo dos o tres electrodos adheridos a la pelambre de tu torso.
La mayoría tendemos a tomar partido. Por lo que a mí respecta, me incliné a declarar empate técnico entre suegra y nuera y otorgué la condición de ganadora a la joven doctora que encontró, eso creo, una solución aceptable.