lunes, 7 de septiembre de 2015

El flautista viejito y el negro que vendía relojes
 
A qué viene esta historia.
 
    Hay veces en las que necesito olvidarme por un tiempo de la agobiante realidad que me acosa desde cualquiera de los medios de comunicación que me cercan. Ésta es una de ellas.
 
    Millones de semejantes claman por encontrar un nuevo lugar bajo el sol en el que poder vivir. Huyen de la guerra, del hambre, de la explotación, de las plagas bíblicas que les aplastan desde hace generaciones. Quieren una segunda oportunidad y se juegan la vida por conseguirla. Muchos la pierden. Por el momento, los poderosos de este mundo no aciertan a dar con la solución ni del problema ni, menos aún, de sus causas
 
    En el extremo Nordeste de la Península Ibérica (obsérvese que huyo de términos que precondicionen el texto) una parte de sus pobladores quieren soluciones políticas diferentes a las actuales. No sabemos cuántos las quieren y eso es una de las partes del problema. Los que las quieren, los que no las quieren, los del Nordeste y los de los otros siete puntos cardinales, son maestros de la descalificación, del lugar común, del a priori, de la manipulación a partir del miedo. De todo, menos del diálogo, y a mí y a muchos cientos de miles más nos tienen hasta la coronilla de sus disputas en un momento en el que el mundo que conocemos está en tela de juicio el concepto mismo de frontera.
 
    En nuestro país, unos claman por la necesidad imperiosa de cambiar la Constitución, aunque no explican qué cambiarían y por qué. Otros dicen que, desde luego es una idea estimable, pero no prioritaria, lo que en política quiere decir, sencillamente NO.
 
  Agosto se ha revelado como el mes del sobresalto por antonomasia en materia económica. Apenas pasada, si es que lo está, la crisis griega, China toma el relevo y pone las bolsas de todo el mundo patas arriba. Unos dicen que estamos a las puertas de cataclismos económicos sin precedentes, otros que no es más que una tormenta pasajera. Como unos y otros son economistas, los que se equivoquen, nos explicarán científicamente  por qué no acertaron.
 
    Cualquiera de estos temas ameritaría comentarios enjundiosos sobre sus causas, sus consecuencias y lo que el lector quiera añadir. Hoy, cansado de tanta materia pesada, he pensado relatar un suceso nimio en apariencia que presencié hace algún tiempo.
 
Mark Twain y la carrera de ranas
 
    Leí hace años que cuando Mark Twain fue enviado como corresponsal a la Guerra de Secesión, un día, en vez de remitir una truculenta crónica sobre los desastres de la guerra, envió un delicioso relato sobre una carrera de ranas a la que había asistido en no sé qué pueblo cercano al frente de batalla. El editor, entusiasmado, le pidió "más reportajes sobre carreras de ranas".
 
    Ni sé, ni puedo, ni quiero emular a Mark Twain, pero permítanme que hoy les ponga al corriente de un pequeño suceso.
 
    Hay un local en Marbella, "Lecune" cuya fórmula atrae a diario a tantos clientes que, dado que no reservan mesas, es práctica habitual apuntarse en la libreta de la encargada y esperar tu turno junto a los comensales que ya están sentados. El local es tolerante. Durante la cena es normal que se te acerquen tres o cuatro vendedores de bolsos, relojes y otras baratijas, o que alguien amenice tu estancia con música y luego "pase el sombrero".
 
    En ese aspecto se diferencia mucho del Asador Guadalmina, otrora famoso por su contencioso con la Junta de Andaulcía que pretendía que en el restaurante se observaran las normas restrictivas del tabaco. El dueño llegó a afirmar que tendrían que pasar "por encima de su cadáver". No fue así. Varias multas bastaron. No hubo cadáveres. En este local que advierte en un cartel que es un "Restaurante español, católico y de derechas" (desconozco si para que te sirvan hay que presentar DNI, acta de bautismo y certificado de adhesión a según qué Partido) hay también en lugar bien visible otro cartel que advierte que está prohibida la venta ambulante y que se avisará a la Policía. Allá cada cual y su versión de los derechos de admisión.
 
    Una tarde, mientras esperaba mesa en "Lecune", veo llegar a un viejito al que había visto en más de una ocasión. Era menudo, limpio, inseguro en su andar. Tocaba una flauta muy bajito. Sus pulmones no daban para más. Creo recordar que interpretaba "El cóndor pasa". Yo estaba parado junto a una mesa con cuatro ocupantes que pretendían hacerse pasar por miembros de la gran burguesía vasca. Hablaban de adquisición de futuros, de las turbulencias agosteñas de la bolsa, de los avatares que se nos venían encima y de cómo era conveniente asegurar parte de los caudales en lugares tan patrióticos como Panamá, las Islas Caimán y "algún otro sitio que todos conocemos". Digo que pretendían hacerse pasar por y no que eran, porque hablaban demasiado alto, con la intención evidente de que quienes les escuchábamos les tomáramos por quienes no eran. Un auténtico burgués sabe que no debe llamar la atención, no vaya a ser que le tomen por un hortera pretencioso.
 
    Al mismo tiempo, por otro de los accesos había empezado su recorrido entre las mesas un vendedor de relojes, gafas de sol y bolsos de imitación. Era un joven negro (podría decir subsahariano, pero eso no iba a aclararle la piel) atlético y sonriente. Amenizaba su oferta con expresiones clásicas de su gremio ("Etamo en crisi", "dos por uno", "bueno, bonito y barato", "tiramo la casa po la ventana").
 
    El viejito terminó su interpretación y fue pasando su gorra para recoger lo que buenamente quisiera darle el público. El negro, camerunés o tal vez senegalés, confluía al punto en el que se encontraba el músico: junto a la mesa de los falsos burgueses. Estos no interrumpieron su tabarra, miraron displicentes al viejito y siguieron a lo suyo. Nadie hizo ademán de darle un céntimo al músico
 
    El negro se detuvo, trasladó todas sus pertenencias a la mano izquierda, metió la derecha en su bolsillo, sacó unas monedas y se las dio al músico con una deslumbrante sonrisa. El viejito también le sonrió.
 
    Eso es todo, ahora saque cada cual sus propias conclusiones. La mía me la guardo, porque no quiero dar lecciones a nadie.
 
 

2 comentarios:

  1. Yo también me guardo mi opinión, pero estoy convencido de que coincide con la tuya, incluso en el afán de no dar lecciones

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    1. Gracias, mi anómino comentarista, aunque después haya averiguado tu nombre, así que, gracias de nuevo, Luis

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