Se acerca septiembre.
Preparando el equipaje.
He viso partir a amigos, conocidos, vecinos que terminan sus vacaciones, siempre más cortas de lo que uno quisiera. Hay ya espacios vacíos en la playa; la piscina va recuperando su aspecto habitual; Han disminuido las risas y los gritos de los niños en el jardín frente a mi casa; las calles del Club de golf están ya a media ocupación.
Estamos pues, a punto de dar por terminada la corta interrupción que me impuse hace casi un mes en mi tarea de comentar cuanto me resulta llamativo. Poco o nada hemos perdido mis lectores y yo dejando pasar este tiempo sin escribir sobre lo que pasa a nuestro alrededor.
Sólo (o casi) el polémico asunto de la exhumación de los restos de quienes ustedes y yo sabemos ha turbado en parte el tedioso repaso diario de los titulares de la prensa.
No quiero comentarlo, más allá de mis dudas sobre si es pertinente o no utilizar un procedimiento tan explícitamente excepcional como el Decreto Ley para zanjar un debate que tal vez debiera de haber sido planteado en el lugar donde nuestros representantes hacen como que cumplen con su obligación, es decir, el Parlamento.
Por lo demás, como cada final de agosto, el mundo sigue siendo muy parecido al que vivíamos hace cuatro semanas. Ni siquiera Donald Trump ha dejado de ser quien es, lo que, por otra parte, empieza a ser aburrido de puro repetitivo.
Así que permitidme mi última incursión en la narrativa. Un relato corto, fruto exclusivo de mi imaginación, sin relación alguna con ningún acontecimiento que haya conocido.
Espero que os entretenga. En caso contrario, no creo que os aburra demasiado porque no es muy extenso
El espejo
La vida es demasiado breve
para ser moderado.
(Kate Morton)
Como cada mañana, Lucía se vio muy hermosa ante el espejo. Pasó las yemas de sus dedos por la frente, tanteó las imperceptibles ojeras bajo los ojos castaños, bordeó sus labios, probó a alisar las sienes pero juzgó que era innecesario. Acercó su rostro a pocos centímetros de la superficie azogada y fue repasándolo centímetro a centímetro buscando quién sabe qué imperfecciones, quizás los primeros síntomas traidores de que la juventud se alejaba sin remedio.
Volvió a enderezarse, se retiró un paso y desplazó los tirantes de la prenda que la cubría. Bajó sus brazos y la seda se deslizó hasta sus caderas. Contempló sus pechos, firmes, regulares, del tamaño preciso para hacer de ella la mujer que atraía las miradas masculinas cuando caminaba cada mañana hasta su trabajo, cuando entraba en una tienda, cuando cruzaba la calle, cuando acudía a la iglesia. Probó a levantarlos con ambas manos. No, no eran una ruina, sino un cántico a los cánones intemporales de la belleza femenina. Se dijo que, si quisiera, podría prescindir del sujetador. No lo hacía no tanto por pudor sino por coquetería. Sabía, como toda mujer que se precie, que un simple botón más de su camisa desabrochado, la abertura justa para que cualquier movimiento indiscreto dejara entrever el encaje que bordeaba la prenda, era más sugerente que la visión directa de unos cuantos centímetros más de piel.
Antes de entrar bajo el chorro de agua, volvió a dudar una vez más de si debía mantener el pubis como ahora lo veía, el vello oscuro, rizado, abundante, sombreando el monte de Venus, o ceder a las tendencias de las que oía hablar a alguna de sus amigas más jóvenes y rasurárselo en todo o en parte. Trató de imaginarse depilada pero se dijo que habría de encontrarse extraña.
En ningún momento barajó como un dato a tener en cuenta cuáles podrían ser las preferencias de los hombres que conocía. ¿Qué opinaría Ernesto, su eterno adorador? El hombre que vivía por y para ella, pendiente de sus más peregrinos caprichos, una sombrilla de encaje, un helado de frambuesa, una esmeralda engarzada en oro blanco si se la hubiera pedido, una tarde en la oscuridad cómplice de aquella sala de cine tan poco concurrida, un baño en la cala, al amanecer, nadando desnudos hasta la roca con perfil de delfín; todo para terminar, al fin, rechazando sus protestas de amor. ¿Cómo lo vería Julio? El tipo al que su fama de predador desalmado e insaciable hacía tan irresistible que sólo demorar lo inevitable conseguía mantenerlo a la distancia necesaria para que el sueño de perder el sentido en sus brazos no terminara en pesadilla. ¿Y Adrián? Sí, Adrián, el adolescente al que sabía obsesionado por ella, el que hacía verdaderos ejercicios de saltimbanqui para alcanzar el punto desde el que lograba verla desnuda en la ducha cada mañana desde su vivienda al otro lado del patio de luces, sin que ella hiciera nada por evitarlo, todo lo contrario, porque era su homenaje secreto, el que ella se dedicaba a sí misma.
Todos ellos, incluido aquel amor eterno que duró casi un verano, aquel francesito que llegó a su vida cuando los sentimientos despiertan, aquel chico tímido y educado que con tanta dificultad fue capaz de decirle “te quiego, Lusía”, Hervè, cuyo mero nombre lo hacía tan diferente al resto de sus conocidos ¿Qué preferirían, el embrujo antiguo, intemporal del vello encrespado o la apariencia higiénica, casi asexuada de sus ingles lampiñas? Y, como cada vez que se lo planteaba, se negó a darse una respuesta y dejó las cosas como estaban.
El agua tibia empapando sus cabellos, inundando su busto, escurriendo por su vientre liso, por sus muslos, hasta el sumidero, le trajo a la memoria leyendas antiguas, de cuando se decía que en los internados de monjas era preceptivo ducharse con camisón para evitar la contemplación pecaminosa del propio cuerpo. Nunca tuvo ocasión de comprobarlo. Ella disfrutó del privilegio de vivir en el seno de una familia poco o nada preocupada por las obsesiones puritanas de un tiempo ya olvidado en el que la sexualidad era pecado y su mera mención, osadía incalificable impropia, en cualquier caso, de gente como es debido. Así que dejó correr el agua por su cuerpo y vio cómo se llevaba la espuma que la había cubierto, hasta desaparecer en remolinos por el desagüe. Su pelo corto agradecía el torrente diario de agua que eliminaba el champú. Nunca dejó crecer sus cabellos tanto que le incomodara empaparlos a diario. Disfrutaba de la sensación del agua corriendo sobre su cabeza; ella decía que era porque se llevaba los malos sueños de la noche. Tantas cuantas veces alguien le había aconsejado, pedido incluso, que se dejara crecer el pelo, porque eso, una cabellera larga, ondulada, flotando al viento era el más acreditado atributo de la belleza femenina, se había encogido de hombros y había seguido fiel a su costumbre. Ahora, cada día que pasaba habría tenido menos sentido cambiar el estado de las cosas. Frotó, pues, su pelo con la toalla y retornó al dormitorio, mientras con el rabillo del ojo verificaba que ese día tampoco había comparecido su joven admirador.
Volvió a su cuarto, eligió un delicioso conjunto blanco de ropa interior de seda con un delicado volante de encaje, bragas y sujetador orlados por el mismo adorno y volvió ante el espejo. Abrochó a su espalda el sujetador, introdujo sus manos, primero una y luego la otra bajo las copas hasta colocar sus senos en el punto exacto que la forma de la prenda requería, y empezó a maquillarse. Lucía llevaba a cabo todas estas operaciones con una estudiada calma que la obligaban a levantarse con el tiempo necesario para tenerlas finalizadas a la hora que se había marcado. Prefería hacerlo así, porque el tiempo que se dedicaba a sí misma era el que consideraba mejor empleado.
Hacía ya años que había decidido ser guapa, elegante, atractiva, como la mejor manera de estar a gusto en su cuerpo. Sabía que llegaría el momento en el que conseguirlo le supondría cada día un esfuerzo algo mayor que la víspera, pero ese tiempo aún estaba lejano, pensaba. Terminó de secarse el pelo, lo peinó, si es que lo que hacía cada mañana podía llamarse así, y fue, paso a paso, repartiendo por su rostro, por su cuello, pequeñas cantidades de los mil productos de belleza que componían el ritual diario de acicalamiento. Oscureció y rizó después sus pestañas y ensombreció tenuemente sus párpados. Volvió a mirarse en el espejo. Se gustó tanto que se envió un beso coqueto envuelto en una sonrisa.
Dudó entre falda o pantalón. Miró por el balcón. El cielo lucía azul y la vestimenta de los viandantes no daban muestra alguna de estar soportando bajas temperaturas, así es que se decidió por una falda; algunos centímetros por encima de la rodilla, algo de vuelo, una osada abertura sobre el muslo izquierdo, prenda azul oscura, con una fila de botones rojos, meros adornos, desde el final de la abertura lateral hasta la cintura. Se detuvo un instante y sonrió. Recordaba una tarde, terminado un almuerzo más de los que Julio organizaba para conseguir de ella lo que tanto anhelaba, ante un té que había servido para descartar la oferta de algún final de más alta graduación…
- ¿Sabes, Lucía? El liguero es la prenda erótica por excelencia. Estoy convencido de que hasta hace poco tiempo, el mero hecho no ya de tenerlo en tu vestuario, sino de pensar en él, era pecado. Quién sabe si incluso delito. Y te sienta de maravilla. Es como si lo hubieran inventado pensando en ti.
- ¿Y tú cómo lo sabes?
- ¡Ah! ¿Cómo lo sé? Recuerda, querida. Una tarde en casa de tus primas, estabais arreglándoos para la fiesta que daba… No recuerdo quién. No sé si fue un descuido o una maniobra artera por vuestra parte, pero desde donde yo estaba, sentado en el extremo de un sofá en la biblioteca, os veía reflejadas en un espejo cada vez que la puerta del dormitorio de Clara se quedaba abierta, o la dejabais así, adrede, para hacerme sufrir.
- Lo estás inventando, Julio. No me creo una palabra.
- ¡Ah! ¿No? Tu liguero era azul cielo, igual que… Bueno, quiero decir, que hacía juego con todo el conjunto usaste ese día. Te recuerdo bellísima. ¿Sigues usando esa maravilla?
- Conseguirás que me levante y me vaya. Un caballero…
- ¿Qué te hace suponer que yo sea un caballero?
Así que, sonriente, volvió a su cómoda, sacó un liguero, no el azul que recordaba Julio, sino blanco, como el resto de su ropa interior, se hizo con un par de medias y, cuando hubo terminado esa parte de su preparación, volvió ante el espejo. Suspiró pensando en su adorador y en lo que le habría dicho o hecho de haberla visto ahora. La camisa, seda apenas gris, y la falda azul parecían el atuendo perfecto para esa mañana. Unos zapatos azul marino de tacón altísimo, dieron el toque final.
Miró el reloj. Volvió a despojarse de la camisa, que fue sustituida por un batín corto y se preparó el desayuno. El zumo de dos naranjas, café a la americana con apenas unas gotas de leche desnatada y una rebanada de pan integral tostado cubierto de mantequilla. Volvió al cuarto de baño una vez más; se lavó los dientes, pintó y perfiló sus labios, un último vistazo general recuperada su vestimenta anterior, nueva mirada al reloj, un suspiro y llegó a lo que ella llamaba su cuarto de trabajo.
Sobre la mesa de despacho que había sido de su padre, el ordenador esperaba ser encendido. Antes, consultó su teléfono: ninguna llamada perdida, ningún mensaje, ningún WhatsApp. Dudaba entre sentarse ante la pantalla o tomarse antes un tiempo. ¿Qué más daba? Observó la calle tras los cristales. Una pareja jovencísima, pese a la hora, se besaban abrazados, fundidos en un solo cuerpo como si el muchacho estuviera a punto de marchar a alguna guerra lejana y fuera la última oportunidad para decirse cuánto se querían. Un anciano ayudado de un andador y una mujer de parecida edad del brazo de un cuidador quizás hispano, avanzaban despacio por la acera. Dos comadres, de cháchara ante la pescadería daban la impresión de que tuvieran a su disposición todo el tiempo del mundo.
Y también, como tantas otras mañanas, llegada a ese punto Lucía se derrumbó en el sofá, escondió su cabeza entre sus manos y empezó a sollozar. Casi un susurro al principio. Luego lloró hasta que el maquillaje y el rimmel descompusieron la obra que con tanto empeño había llevado a cabo hacía apenas media hora.
Se levantó al cabo, camino del inevitable cuarto de baño. Por el corto trayecto, el salón, el pasillo y el dormitorio, no pudo por menos de recordar que Ernesto, su adorador sempiterno, harto de sus desplantes se había casado y había encontrado la felicidad con una señora modosita, algo entrada en carnes, que preparaba las patatas a la riojana como nadie. Ernesto no era divertido, ni el más guapo de la ciudad. Era, sólo, un tipo honrado amante del trabajo, cariñoso y detallista. Su esposa supo desde el primer momento que el saldo era positivo. Por lo que a él se refiere, ningún hombre en su sano juicio habría continuado aquel esperar sin esperanza; demasiados años mendigando un amor, obteniendo, apenas, la limosna de un escarceo calenturiento la tarde que Lucía estaba tan aburrida o tan sola que accedía a dejarse querer durante un parpadeo.
En cuanto a Julio, ella sabía desde hacía años que había sido su gran pecado de cobardía. Se negó a sí misma vivir el riesgo del abandono y perdió, por tanto, la oportunidad de la dicha inefable del amor sobresaltado, impredecible, o predecible pero perturbador. Admitir a Julio habría sido abrirse a la pasión sin control durante el tiempo que el azar hubiera establecido. Se habría quedado sola pero siempre habría conservado el recuerdo (“Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido…”). Ahora ya era tarde, muy tarde, porque aquel tarambana encantador e irresponsable, había terminado sus días estampado contra un poste la noche que intentó al mismo tiempo conducir su Porsche y hacer feliz a la esposa de uno de sus clientes que llevaba meses quejándose de lo desatendida que la tenía su marido.
Y Adrián, el jovenzuelo equilibrista que se moría por verla desnuda en la ducha, el tardío homenaje a un esplendor perdido ya en el recuerdo, el secreto compartido entre el voyeur adolescente y la otoñal beldad que se acercaba al ocaso de su gloria, había sacado plaza de Registrador de la Propiedad hacía ya no menos de cinco años y ahora, casado con una fortuna local, es más posible que en alguna tarde de confidencias matrimoniales se permitiera recordar con su acaudalada esposa aquellas fugaces y tórridas visiones de una vecina bellísima y traviesa, cuando el alboroto incontrolable de las hormonas adolescentes le empujaban a aquel sucedáneo de aventura.
De nada valía refugiarse en el recuerdo imperecedero del amor juvenil, Lucía era consciente de ello aunque a veces pretendiera engañarse con la coartada, el tópico primer amor, el que nunca se olvida, el amor truncado en flor por la lejanía, y en su inevitable fracaso, como explicación de toda una vida de frustraciones. La prosaica realidad es que Lucía, la que un día fuera espléndida mujer, la que fue admirada, requerida, asediada, se fue agostando poco a poco, se mustió sin remedio por su incapacidad para asumir el riesgo de un fracaso; siguió el camino del desastre por el temor a caer en él, se negó la fiebre de la pasión por el miedo al desamor. Incurrió durante años interminables en el más insidioso, más inútil de todos los pecados que ha inventado el hombre, el pecado de omisión. Ahora, en el silencio del ocaso inclemente, es tarde, muy tarde para remediarlo, así que sólo puede fingir que el tiempo se ha congelado, que la juventud es eterna, que cada día repite el anterior y que ella, Lucía, la más bella, sigue siendo una Princesa.
Por eso, cuando esa mañana volvió a verse ante el maldito e inmisericorde espejo, se vio como lo que era: una mujer de setenta y seis años, que padecía su soledad crónica como mejor podía, muy lejos de las glorias de antaño, cuando su piel estaba tersa, su cabello brillaba, sus pechos se sostenían sin necesidad de artificio alguno y los varones con los que se cruzaba camino de aquel trabajo del que fue jubilada hacía ya ¡once años! la miraban con una muda súplica en sus ojos. El ruego de que, al menos, les devolviera la mirada y les regalara una sonrisa.
Lucía, al fin, después de un resignado suspiro se desmaquilló, cambió el vestuario y, ahora sí, se sentó ante el ordenador.
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