viernes, 31 de agosto de 2018

A contracorriente


Comienzo de curso

O no. Eso depende. En mi caso, expresiones tales como “fin de semana”, “puente”, incluso “vacaciones”, no es que carezcan de sentido pero están muy lejos de despertarme el entusiasmo que me provocaban años atrás. Por el contrario, suelen ser fechas que interpreto en clave de incomodidades y, desde luego, no son las que me llenen de irreprimibles deseos de cambiar de aires, montarme en cualquier medio de transporte y desplazarme a alguno de los lugares que han elegido millones de ciudadanos ávidos de compartir con sus semejantes la insidiosa pugna por encontrar una mesa para  cenar, una playa donde tomar el sol, un museo que visitar.

Consecuencias de mi condición de “jubilado” (que deriva de "júbilo", no se olvide), fase vital en la que el tiempo transcurre de modo diferente a cuando tu vida se regía por el calendario que otros te imponían.

Así que, aprovecho el primer día de lo que habitualmente se denomina “comienzo del curso” para retomar el hilo de mis comentarios en mi blog.

Recuerden el título (“No es más que una opinión”) que encabeza esta sección y no se sulfuren si sus puntos de vista no coinciden con los míos. No, no voy a hablar de política, y no por falta de materia prima, que pasan los meses y parece como si los problemas  que nos agobian siguieran petrificados gravitando sobre nuestras cabezas.

Quiero, nada más, dar a conocer algunos puntos de vista personales sobre ciertos temas  de actualidad en los que tengo la sensación de ir en sentido contrario al de la mayoría de los ciudadanos que veo y escucho a mi alrededor. Tengo mis razones y me apresto a exponerlas. No son asuntos cruciales, aunque, por otra parte creo que pueden considerarse como síntomas más o menos alarmantes del peculiar declive que padece nuestra civilización occidental.

Materias que pueden gustar más o menos a cada uno. Apasionan a unos y enervan a otros. En cualquier caso, hay fuertes corrientes de opinión a su alrededor que hacen difícil encontrar voces contrarias, por más que cuando hablas en confianza descubras que no eres el único que piensa como tú.

“Uno más de la familia”

Las mascotas, por supuesto. En los dos o tres últimos años creo que puedo decir que he paseado por bastantes de las principales ciudades de Europa y alguna de América. París, Londres, Berlín, Moscú, Munich,Luxemburgo, Nueva York, Lisboa, México… En ninguna de ellas he visto la cantidad de perros que veo en cualquier ciudad española. Sólo, ya lejana en el tiempo, recuerdo la inusitada proliferación de perros en los monasterios del Tibet y el respeto, lindante con la veneración, con el que eran tratados: se temía que pudieran ser lamas reencarnados en una segunda vida. 

En ninguna de estas civilizadas urbes he tenido que padecer la pésima educación de los propietarios de los perros que veo en España: excrementos por calzadas, jardines y aceras, ladridos constantes a altas horas de la madrugada, perros que corretean sin sujeción, pruebas palpables de la desidia de quienes no entienden por qué tienen que ocuparse de evitarle a los demás las consecuencias de su supuesto amor a los animales.

Como en tantas otras materias, no falta regulación legal: falta voluntad de hacer cumplir la Ley por quienes tienen esa obligación. Falta, también, mentalidad ciudadana de unos contribuyentes que no entienden que sus derechos terminan donde empiezan los de los demás.

Oigo decir, oigo repetir como una cantinela convertida en mantra por calles y pantallas que los animales domésticos son “uno más de la familia”. Manías de confundir la velocidad con el tocino, costumbre inveterada de repetir y hacer propia una frase que hace fortuna sin pararse a pensar ni por un momento en lo que se está diciendo. Ganas me dan, cuando oigo la frase, de advertir de que no metan a mi familia en el mismo saco, que en la mía todos los miembros somos animales racionales, todos de la misma especie, pero me guardo el comentario para mi coleto.

¿Uno más de la familia? Veamos:

- Todos los que así hablan son “propietarios” del perro, o del gato, o del ornitorrinco, si es que le ha dado por ahí. ¿Podrían decir también que son propietarios de su hijo pequeño, de su cuñado, de su mujer?
- En la mayoría de los casos accedieron a la condición de dueños por compra o por donación del animal. ¿También compraron a su mujer, a sus hijos? ¿Les regalaron a su abuelita?
- Cuando les vino en gana, llevaron su mascota al veterinario y la hicieron castrar. No preguntaron la opinión del animalito, como es de suponer ¿También podrían haber hecho lo propio con su hija para evitar embarazos inoportunos?
- Llegado el momento, acudieron a la clínica habitual y ordenaron el sacrificio del animal "para evitarle sufrimientos" (no para quitarse ellos problemas de en medio, no faltaría más) ¿A cuántos familiares podrían aplicar el mismo tratamiento sin ser encausados por homicidio o por asesinato?
- ¿Derechos de los animales? Desde luego que no. Derechos de los dueños de los animales, lo que no es lo mismo ni mucho menos. No hay derechos sin obligaciones, y es evidente que no son los animales, sino sus dueños los que tienen obligaciones. Eso es lo que pasa también con ciertos objetos inanimados. “La Gioconda” no tiene el derecho a no ser pintarrajeada con un spray: somos los demás los que tenemos derecho a que eso no ocurra porque nos asiste el derecho a contemplarla tal como es.  

O sea, que no: digan lo que digan, si se paran a pensar, ni los perros ni los gatos son uno más de la familia. Cuestión diferente es que al perro se le tenga más cariño que al tío Ernesto. Eso dependerá del genio del tío Ernesto, de lo que tarda en morirse y soltar las acciones del Santander  y el chalé de La Moraleja, y de la lata que dé a diario.

Quiero dejar claro que ni aborrezco a los perros, ni a los gatos, ni, en general a la mayoría de los animales. Más aún: estoy convencido de que domesticar al perro, al caballo, al ganado bovino, al lanar, ha sido un hito trascendental en la evolución del hombre como cúspide del reino animal. Les debemos su ayuda. 

De eso a convertirlos en uno más de la familia, media un abismo. Y me pregunto ¿por qué sí el perro y no el asno? Por manías del hombre urbano que se aburre o se siente solo, o desarraigado y es incapaz de relacionarse cuerdamente con sus semejantes, así que acude a la ficción de considerar de la familia a un ser de otra especie que tiene la evidente ventaja de que nunca le pedirá cuentas por sus caprichos.   

A otros animales sí que los aborrezco, por supuesto. Incluso busco su exterminio por todos los medios a mi alcance, como seguramente hacen los que tan alegremente se declaran familiares de un caniche, un labrador o un gato de angora. Me refiero a cucarachas, moscas, mosquitos o medusas en las playas, pongo por caso, sin hablar de especies peligrosamente venenosas.

Luego el tan traído y llevado “amor a los animales” y el horror ante el maltrato animal, por una parte se reserva para las especies que algunos han decidido que son susceptibles de ser la base de un negocio floreciente, y por otra, pone de manifiesto que así como hay gente amable y personal desagradable, hay animales para meter en casa y otros a los que hay que quitar de la circulación, por muy seres vivos que sean.

Al final, lo bueno y lo malo no está en la mascota sino en su dueño. Jamás se me ocurrirá culpar al perro de que ladre a destiempo o de que ensucie las calles, o al gato de que merodee a su antojo entrando y saliendo por donde mejor se le acomode. No son ellos los responsables (no tienen obligaciones) sino sus propietarios.

Bastantes de mis mejores amigos tienen perro o gato en casa. La mayoría de ellos no se sentirán aludidos por estos comentarios. Sé que comparten mis puntos de vista porque en más de una ocasión hemos comentado cosas parecidas y son de quienes saben cómo comportarse con sus mascotas y, lo que es más importante, con sus conciudadanos.

Sí creo, por el contrario, que una buena parte de los dueños de animales domésticos no suelen estar a la altura de las circunstancias y no son capaces de entender que su derecho a tener animales de compañía comporta la obligación de responder ante los demás por las carencias de su mascota. 

Y los agentes de la Autoridad de las ciudades españolas que conozco mejor parecen incapaces de hacer cumplir las prolijas normas que regulan estos comportamientos. 

El ciclista y su circunstancia.

Practiqué el ciclismo cuando mi edad y mis circunstancias me lo permitieron. Disfruté de la bicicleta y hasta me aventuré en recorridos de una cierta exigencia. Sufrí más de una caída en los tiempos en los que nadie se había planteado usar casco, coderas o rodilleras y, mucho menos, adquirir un atuendo específico para montar en bici. 

También entonces había accidentes mortales. Recuerdo aquel verano en el que el sentido protector de mi madre me privó del uso de mi bicicleta durante un tiempo prudencial después de que hubiera aparecido en la prensa la muerte de un ciclista en Cuenca, atropellado por una camioneta.

Los tiempos han cambiado. Millones de coches, vías de comunicación pensadas, sobretodo, para el automóvil, ciudades saturadas de tráfico, proliferación de bicicletas, han hecho crecer la alarma social ante los cada vez más frecuentes accidentes en los que el ciclista es la víctima.

Se reclaman medidas correctoras, endurecimiento de penas, modificaciones en la legislación viaria, obras de acondicionamiento en carreteras y calles. 

Todo es razonable, aunque muchas de nuestras ciudades nacieron y se desarrollaron en lugares y con modelos urbanos en los que entre la orografía y las influencias romano-árabes hacen incómodo el uso de la bicicleta. 

Todo debe ser examinado y aplicado en la medida de lo posible, porque la vida humana debe ser protegida y porque es evidente que el ciclista es la parte débil en su confrontación con el automóvil. 

No obstante ¿sería mucho pedir que el ciclista pusiera de su parte lo mismo que reclama para sí? Veo grupos de pedaleantes rodando apandillados que ocupan una buena parte de su calzada. Observo a otros circulando a velocidades peligrosas para los peatones por aceras y paseos. Descubro que muchos ciclistas se comportan como peatones cuando les conviene y como usuarios de vehículo rodante cuando mejor les va: saltan por pasos de cebra, desconocen semáforos, invaden espacios peatonales, incluso circulan en dirección contraria.

En el lugar donde paso bastantes meses al año, el Ayuntamiento instaló carriles-bici en buena parte de paseos y calles. Están desiertos. Los ciclistas siguen rodando por aceras y paseos peatonales a la velocidad que estiman conveniente con riesgos ciertos para viandantes de según qué edades. 

Por supuesto, los agentes de la autoridad no hacen el menor amago de aplicar la legalidad vigente. Veo a un par de guardias municipales justo debajo de una señal que limita la velocidad de las bicicletas a 10 km/h mirando distraídos la carrera que parecen disputar un grupo de zangolotinos, quizás británicos. Les llamo la atención y les oigo comentar que sólo faltaba que un madrileño fuera a decirles lo que tienen que hacer.

En resumen ¿Tan difícil es de entender que siendo cierto que el ciclista es más vulnerable que el automovilista, también lo es el peatón respecto del ciclista? ¿Tan extraño es pedir que se apliquen Leyes y Ordenanzas vigentes antes de pedir que se cambien por otras más duras? ¿Cuándo perdimos la educación y el sentido común?

Como dije al principio, “no es más que una opinión”, dos, en realidad, y, por si fuera poco, alejadas del denominador común de quienes oigo expresarse por calles y pantallas.  















1 comentario:

  1. El título de la columna de hoy le va como anillo al dedo: a contracorriente, desde luego, y tanto que a contracorriente.

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