viernes, 14 de junio de 2019

La maldita bendición del turismo de masas

El turista 1.999.999

La canción fue un éxito de ventas en 1967. Hablaba de la mala suerte del turista que llegó a Mallorca, creo recordar, minutos antes de lo debido. Un poco más tarde y habría disfrutado de los agasajos previstos para celebrar la llegada del turista dos millones, asombrosa cifra que maravillaba a los españoles de la época.

Razón había para ello, que aunque fuera ridícula comparada con las magnitudes actuales, era, no obstante, la punta del iceberg de lo que años más tarde sería no sólo el más grande pilar de nuestra peculiar economía, sino una de las palancas que colaborarían a mover los cimientos del régimen, en la medida en la que la presencia de gentes de otros mundos (otras galaxias, parecían entonces) nos hizo ver que había otras maneras de estar sobre la Tierra.

¡Qué tiempos! En aquellos lejanos años 60, el turista era una variante un tanto adocenada del viajero, especie humana interesada en conocer lo que había en la siguiente revuelta del camino, que hacía de éste, el camino en sí mismo, algo tan importante como la meta que no siempre estaba definida, porque, como digo, la ruta era trascendental.

Poco a poco, el viajero, fue dejando paso a una turbamulta de nuevos especímenes que se movían sin cesar de un lado para otro amontonados tras banderines, paraguas enhiestos, o cualquier otro artilugio que sirviera para conducirlos, deprisa, deprisa por donde alguien, que había cobrado por ello, hubiera decidido.

El fenómeno se acogió al principio con cierto regocijo, recuerden “Si hoy es miércoles, esto es Bélgica”, película cuyo título sintetiza el largo párrafo que he dedicado al nuevo modo de viajar, hasta que se cayó en la cuenta de que tras él había una veta de oro inagotable, esperando ansiosa el pico y el cedazo de quienes quisieran explotarla.

Y el turismo creció por tierra, mar y aire

Se inventaron los “viajes organizados”, autobuses que vomitaban manadas de seres cariacontecidos en puntos estratégicos de ciudades que alguien había pensado que eran dignas de ser fotografiadas. 

El transporte aéreo mutó hacia fórmulas que avergonzarían a los defensores de los animales si se aplicaran al transporte de ganado. 

Los viajes sobre el mar se llevaron a cabo en rascacielos flotantes que atracaban en puertos milenarios para asombro de las viejas estatuas que siglos atrás adornaron el fondeadero.

Nubes de ciudadanos, apenas conocedores del lugar al que llegaban, se afanaban en fotografiar lo que alguien les señalaba, mientras durante unos minutos justificaba el porqué de las tomas de las cámaras. 

Se empujaban unos a otros, buscaban alojamientos en zonas que antes estaban ocupadas por lugareños poco a poco desplazados a la periferia de sus propias ciudades, ingerían alimentos vagamente semejantes a los que se suponía que eran los clásicos del lugar, o buscaban desesperados los platos que conocían de sus lugares de origen, porque hasta los remedos de localismo gastronómico les resultaban insufribles.

Hasta que la mina sobre explotada acabó contaminando ríos, mares y campos

El Museo del Louvre, el más visitado del mundo, soportó el año pasado la presencia de más de diez millones de visitantes. Así es que tomando en cuenta los habituales cierres de los lunes, cada día pulularon por su salas más de 32.000 turistas. Leo, oigo y veo en algún telediario que el personal del museo se ha puesto en huelga denunciando falta de personal y generalizados cuadros de estrés por sobrecarga de trabajo.

Volví a visitar el Louvre hace algún tiempo. Recuerdo haber visto la parte superior de La Victoria de Samotracia por encima de un mar de cabezas y de manos alzadas enarbolando teléfonos y cámaras fotográficas. De la Gioconda, apenas si vislumbré su sonrisa. Puede ser que sólo fuera impresión personal pero me pareció un tanto molesta por  tanta popularidad. 32.000 bocas expulsan a diario miles de metros cúbicos de aire húmedo y viciado que terminarán por borrarle la sonrisa a la gran dama del arte mundial.

En otra ocasión, ya hace más tiempo, en mi última visita a Roma quise contemplar, una vez más, la maravilla de la Capilla Sixtina tras la restauración. Dos horas y media después de haberme puesto en la cola, llegué, por fin, a la sala embutido en una masa humana que en modo alguno permitían moverme a mi antojo: mi mujer y yo éramos, nada más, una parte inerte de un gran organismo colectivo que se movía como una cosa amorfa.

Acabo de volver de México. Tulum, uno de los sitios arqueológicos mayas con mayor encanto que yo recordaba como unas ruinas coquetas, alzadas sobre un acantilado con dos playitas recoletas de arenas blancas abajo, apenas visitadas hace un cuarto de siglo por un centenar de curiosos, se ha convertido en la meca de un turismo masivo, que llega en oleadas desde Cancún. Autovía, tiendas, cafés, terrazas, puestos de venta de todo lo que la falsa artesanía puede proporcionar como recuerdo hortera de una visita a un lugar del que quizás no habían oído hablar hasta que la Agencia de turno les programó el viaje, habían destrozado el encanto que iba buscando. Comprobé que no se debe volver a los lugares que dejaron alguna huella en tu recuerdo

Y Venecia abarrotada, y el Coliseo y Manhattan y Picadilly y la Isla de los Museos en Berlín, y, también Las Ramblas, o el museo del Prado. Lugares superpoblados de ciudadanos nacidos quién sabe dónde, disfrazados para la ocasión con atuendos inverosímiles impensables en sus lugares de origen que cámara o teléfono en ristre se apresuran a fotografiar lo que otros cientos de semejantes están haciendo con ellos.

Me llama la atención cómo ha cambiado la fotografía viajera de un tiempo a esta parte. El objeto de inmortalización ya no es el monumento famoso, el paisaje fascinante, sino el propio turista. El visitante de hoy busca, antes que nada, dejar constancia de que ha estado en tal o cual sitio, “perpetra” su auto retrato y enseguida lo “cuelga” en las redes sociales que, tal vez, fuera la motivación última del viaje: ser visto en Facebook, en Instagram, ante la Torre Eiffel, delante de las Cataratas Niágara o ante el toro de Wall Street. 

Lo que me faltaba por ver: imágenes verídicas de una riada de turistas creyéndose avezados montañeros, llegando a la cumbre del Everest. Ví también montañas de basura, de desperdicios, latas de refrescos, papeles movidos por el viento, bolsas de plástico mancillando las hasta hace poco nieves vírgenes del Himalaya. En su momento Sir Edmund Hilary alcanzó la fama por haber sido el primer hombre blanco que pisó la cima del mundo. Hoy, se puede contratar lo mismo en ciertas agencias especializadas.

Oí que llegaban a pagarse hasta 80.000 dólares por la supuesta aventura. Y me di cuenta de que ahí, en el precio, en la ganancia, estaba el quid de la cuestión.

Bendiciones y maldiciones

No parecería muy razonable abominar de la posibilidad de que cualquier persona pueda visitar el último rincón del mundo. Sería injusto, pretencioso y snob atribuirse uno mismo la etiqueta de viajero con derecho a disfrutar del placer de recorrer el Planeta y despreciar al resto de sus congéneres como gentecilla carente de méritos suficientes para salir de su pueblo.

Pese a lo que he escrito hasta ahora, la más elemental humildad tiene que hacerme recordar no sólo el derecho a moverse libremente que tiene cualquier ciudadano del mundo, sino la importancia trascendental de tales masivos movimientos en los cambios sociológicos del mundo civilizado, su influencia sobre el futuro inmediato de países en vías de desarrollo y, más que nada, su importancia en la economía mundial.

España, destino para más de ochenta millones de visitantes es buena prueba de ello. La aportación del turismo al Producto Interior Bruto es trascendental. Lo fue además, como dije, en el cambio de régimen y sigue siendo determinante en la evolución del empleo.

No obstante, tendremos que ser conscientes de que algunos países estamos pagando un precio bastante considerable: cambian nuestras ciudades, soportamos la presencia de oleadas de indeseables que vienen a lugares de los que sólo saben que allí podrán emborracharse a precios insólitos y hacer lo que en su país les haría dar con sus huesos en calabozos policiales. 

Algunos, puestos a llevar las aberraciones hasta el surrealismo, terminan sus días saltando desde los balcones de sus habitaciones hoteleras. Tengo un amigo que sostiene la aventurada teoría de que los padres de estos estúpidos suspiran aliviados cuando reciben la noticia. Yo creo que exagera un poco, pero, en todo caso, la semana pasada hubo un muerto y tres heridos graves en Mallorca por semejante práctica.

No existen ni el Bien ni el Mal absolutos

A finales de los años 20 Arnold J. Toynbee escribió un luminoso comentario a propósito de esa idea aplicada a las campañas de alfabetización. Sostenía el autor que la erradicación del analfabetismo era un bien en sí mismo sin que nadie en su sano juicio pudiera sostener lo contrario. Sin embargo, decía, como no es lo mismo alfabetizar que culturizar, los nuevos lectores potenciales, cuya capacidad de comprensión de textos escritos es un tanto somera acabarán provocando cambios sustanciales en el modo de concebir, por ejemplo el papel de la prensa.

Profetizó acertadamente Toynbee que llegaría un día en el que los propietarios de los diarios se darían cuenta de que el periodismo vigente pensado para lectores con capacidad crítica y tiempo disponible para la lectura, se convertiría en otro dirigido a mentes menos evolucionadas, más sensibles a emociones que a razonamientos. 

La prensa buscaría el beneficio y no la excelencia en la información y nacerían, así pasó, los tabloides basados en titulares efectistas en demérito de los editoriales.

Así que ya estamos asistiendo a los cambios que la sustitución del viajero por el turista está provocando en nuestro entorno. Si el turismo es, antes que nada, fuente de ingresos, todo vale con tal de incrementar las estadísticas: nueva concepción de ciertos barrios de ciudades objeto de deseo para el turismo de masas, tolerancia ilimitada con comportamientos incívicos de los visitantes, sustitución de nuestras costumbres por las ajenas, cesión del territorio que antes ocupaba nuestra cocina ante las curiosas preferencias gastronómicas de gentes que cambian de escenario pero prefieren seguir comiendo como si siguieran en su barrio, barbarización del lenguaje autóctono que incorpora a diario expresiones sustitutivas de las de nuestro idioma procedentes del de nuestros huéspedes, aunque en muchos casos no se sepa muy bien lo que se está diciendo.

¿Podrían hacerse las cosas de otra manera?

Es decir ¿podríamos seguir disfrutando de las ventajas del turismo sin tener que soportar sus inconvenientes? Sí, al menos en parte, siempre que:
  • Se entendiera que el verdadero récord que hay que buscar no es el del número de visitantes, sino el de millones de € de ingresos.
  • Se buscara la calidad más que la cantidad.
  • Si el Estado, en su más amplia acepción, diseñara una política al respecto que incluyera desde el cambio de modelo global hasta medidas tan concretas como la formación profesional de quienes han de atender a los visitantes.
  • Si dejara de ser tenida en cuenta la opinión de la minoría que se beneficia del modelo actual (bares de Magaluf, por poner un ejemplo) y se pensara más en quienes soportan sólo los inconvenientes (resto de los habitantes de la misma Nagaluf, y sigue siendo sólo un ejemplo).

Buena parte de Europa será la víctima

Hay quien sostiene que Europa ha perdido la carrera por liderar el desarrollo tecnológico. No es que vayamos detrás del primero, es que la distancia entre Estados Unidos, China, Extremo Oriente en su conjunto, incluso India, y Europa es tan grande y crece tanto la diferencia a diario, que podría ser imposible volver a meterse en la lucha por el liderazgo.

Si eso es así, mucho me temo que la vieja Europa pase a ser, nada más, el referente cultural del mundo que viene, cosa que suena muy bien pero que a mi me parece que significa algo menos deseable: La mayoría de los países europeos, España desde luego, acabarían por ser atracciones especializadas de un gigantesco Parque de Temático visitado año tras año, por masas crecientes de los nuevos amos de La Tierra, ávidos por ver cómo vivían los que un día fueron los dueños del Mundo Antiguo.  














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