sábado, 30 de mayo de 2020

Última entrega
(18 de mayo de 2020)

Salvo imponderables, éste será el último de los relatos que desde que se declaró el Estado de Alarma, han venido sustituyendo mis habituales comentarios sobre lo que mi percepción de la realidad me lleva a escribir.
En esta ocasión he seleccionado una narración sin más base real que lo que mi imaginación y mis vivencias me han llevado a articular: una reflexión sobre las contradicciones entre la buena fama de que suele gozar el entorno social de las pequeñas comunidades y lo que yo creo que es la realidad. 
Hay otras interpretaciones, pero ésta es la mía. Espero que les guste.


El muchacho pobre 
que bailaba la música de Ray Conniff

“La vida no tendría sentido
sin la música”.
F. Nieztsche.

Vestía traje confeccionado en Savile Row, y llegaba en un Bentley. Iba acompañado de una dama espléndida. Tal vez más espléndida que dama. La berlina se detuvo ante un portón de hierro forjado, en el centro de una verja barroca coronada por puntas de lanzas doradas. Ostentación propia de riqueza sin solera. Poco a poco, al conjuro de una orden lejana, la puerta se abrió dando paso al vehículo que recorrió a marcha lenta los algo más de cincuenta metros del camino de grava blanca flanqueado de cipreses. Focos a ras de tierra iluminaban la senda hasta la escalinata de acceso a una mansión que sudaba dinero por todas sus piedras. Hachones encendidos pespunteaban la noche de llamas temblonas en los bordes de la vereda. Un hombretón solícito, enfundado en un traje negro que le venía algo pequeño, abrió la portezuela trasera derecha, mientras el conductor hacía lo propio con la de la izquierda. Álvaro Urive y su acompañante bajaron y se quedaron unos momentos al pie de la escalinata. De lejos, traspasando salones, estancias, terrazas, espacios interiores de la mansión, llegaban las notas tenues de un piano desgranando melodías antiguas de medio siglo. Viejas canciones de ésas que suelen escucharse al caer la tarde en el salón de juego de un crucero de lujo o en los bares de los grandes hoteles, no importa cuál sea la ciudad en la que estemos.
    Un Audi 8 negro, cuajado de antenas se detuvo a pocos metros del Bentley. Un Ministro, un Ministro de cualquier cosa, qué más daba, recorrió el corto espacio que le separaba de la pareja y los saludó como si el importante fuera Álvaro y no él. Así era, que no se llega a Ministro si no se saben cosas como ésa. Bastantes de los que iba a encontrar en la fiesta eran clientes suyos, el Ministro entre ellos. Personalidades conscientes de que en el extraño mundo que les había tocado vivir, buena parte de sus posibilidades de continuar en el primer plano de la actualidad, dependía del buen hacer de Álvaro y su gente. O de otros de su especie, aunque fueran menos eficientes. Eran clientes, pero se comportaban como si fueran súbditos y como si las multimillonarias cuentas que abonaban no fueran sino tributos indiscutibles al Señor que tenía en sus manos sus vidas, sus tesoros y sus honras. Eran lo que eran porque Álvaro había modelado su imagen como quien diseña un producto de cuya presentación final dependiera su venta. Y lo que es más importante, podían perderlo todo y volver al punto de partida si las tornas cambiaran y Álvaro apostara por cualquiera de sus competidores.
    Dejó que el Ministro se perdiera en el interior de la casa, camino de los jardines, acompañado por uno de los criados contratados esa noche para la no muy compleja misión de conducir los invitados hasta el porche posterior, donde les esperaban los anfitriones. El Ministro habría preferido que todo el mundo le viera llegar con Álvaro, pero éste tenía otros planes. O, más bien, tenía otros clientes que acaso no hubieran estado muy de acuerdo con tal muestra de preferencia. Un casi imperceptible gesto de su mano derecha despidió al Ministro, en tanto giraba hacia su acompañante, mientras se estiraba los puños de su camisa con un gesto tantas veces repetido que había llegado a convertirse en un tic.
    La chica, veinticinco años luminosos, melena rubia corta y ondulada, ojos azules, vestía el atuendo exclusivo que había lucido apenas cuarenta y ocho horas antes en un desfile. La espalda al aire hasta bastantes centímetros por debajo de la cintura, se arqueaba morena insinuando la curvatura del sacro. Habría sido una exageración decir que era la última conquista de Álvaro. Era bastante más sencillo. Una modelo de alta costura, una de tantas que se le entregaban sin ningún esfuerzo por su parte, a cambio, nada más, de ser vistas con él en alguna fiesta como aquella. Prebendas inherentes a la incesante actividad en el mundillo exigente de las relaciones públicas, de las campañas de imagen, de la orquestación de actividades de promoción en las que casi siempre el producto a vender era alguien que aspiraba a ser importante cuanto antes. Alguien que estaba dispuesto a pagar el precio exorbitante que el mundo ha puesto siempre al éxito, cuyo Recaudador Mayor del Reino era Álvaro Urive. Alguien, en suma, que anhelaba dejar de ser persona con tal de llegar a ser personaje.
    Cruzó el amplio vestíbulo, saludando al paso a tres o cuatro individuos a los que apenas dedicó la atención suficiente como para no ser tachado de mal educado. Un camarero se les acercó con una bandeja repleta de copas de champán. Alvaro tomó dos, le dio una a la chica, miró la suya al trasluz de una lámpara y se la llevó apenas a los labios mientras buscaba con la vista a su anfitrión. Allí estaba, en el jardín al borde de la piscina, rodeado de un grupo de invitados. Cuando les vio acercarse, se apresuró a salir a su encuentro.
—Querido Álvaro. ¡Cuánto me alegro de que por fin hayas podido venir! Te vendes tan caro… No te esperaba tan pronto.
—Sí, bueno, al final pude arreglármelas para estar contigo, pero lo cierto es que no sé hasta qué hora podremos quedarnos. ¿Conoces a Cyntia?
—Claro que sí. No, no es cierto, o no del todo: sólo la he visto en alguna fotografía y en televisión. ¿Cómo estás Cyntia?   
   Según el Registro Civil la dama no se llamaba Cyntia, sino Remedios, pero es obvio que con ese nombre poco o nada podría haber alcanzado en el artificioso mundillo en el que se movía. Había llegado a Madrid hacía algunos años, pocos en verdad, procedente de Valladolises, pedanía murciana de menos de cuatrocientos habitantes, distante 25 kilómetros de la capital, al Oeste de Torre Pachecho. Llegó decidida a mejorar de fortuna en cuanto las circunstancias se lo permitieran. Venía pertrechada por un físico espectacular y por una carencia notable de prejuicios morales. Empezó “sirviendo” en casa de unos palurdos adinerados, donde tuvo que soportar las envidias insidiosas de la señora, una oronda matrona más ancha que larga, en el sentido literal de la expresión, podrida de dinero, aunque utilizara la bañera como almacén de legumbres, y los nada disimulados acosos del señor, promotor inmobiliario y vendedor de coches de segunda mano que la perseguía por los pasillos y que antes del mes le había propuesto establecerle una peluquería en Aluche a cambio de “ya sabes tú qué”. 
    Ese primer verano, en una de las verbenas que se celebraron por la Virgen de la Paloma, se presentó sobre la marcha a un concurso de belleza. No ganó -eso era algo reservado para quien había pagado primero el previsible peaje- pero fue vista por un avispado cazatalentos que en seis meses la convirtió en lo que ahora era, empezando por rebautizarla como Cyntia, no sin antes haberle explicado las infames reglas de juego de la profesión y haberse beneficiado él mismo de esas reglas.
—Encantada de estar en tu casa. Me gusta mucho. A ver si luego…
—¿Qué nos has preparado? (-Álvaro interrumpió la frase de Cyntia sin ningún miramiento-) Me habías prometido una sorpresa.
—El pinchadiscos. El resto, no importa demasiado: una fiesta como tantas otras. La verdadera joya de la noche es el pinchadiscos. Estuve hablando sobre ti una tarde entera con él. Espero que haya acertado, porque la selección de música que ha hecho es una especie de homenaje a tus tiempos de ayer. ¿Recuerdas aquel viaje que hicimos juntos a Nueva York? Durante un buen rato fuimos hablando de la música que nos gustaba bailar cuando éramos jóvenes. Tengo buena memoria pero, pese a todo, al llegar al hotel hice una lista de tus preferencias. Creo que esta noche escucharás todo lo que te gustaba hace veinticinco a treinta años.
—¿Veinticinco o treinta años? ¿Ya había tocadiscos entonces? 
—Cyntia, guapa ¿te importaría conseguirme otra copa de champán? Te resultará muy sencillo: dos copas, una para ti y otra para mí. Los camareros suelen llevarlas sobre las bandejas. ¿Podrás? Te esperamos aquí, no tardes demasiado. Gracias, amigo mío. Es todo un detalle por tu parte.
   —Espero que te guste. Luego nos vemos. Ahora os dejo solos un momento. Por cierto, el genio de las discotecas me ha dicho que le ha costado un triunfo pero que ha conseguido todos los cortes de Ray Conniff de los que le hablé.
—¡Ray Conniff! ¿Has conseguido música de Ray Conniff?
    Cyntia se acercaba con otras dos copas de champán. No le había gustado nada el tono con el que Álvaro la había mandado por bebida, pero era consciente de que no estaba en condiciones de enojar a su protector. No, al menos, esa noche. Resultaba evidente que su acompañante no había encajado bien el comentario sobre la antigüedad de la música aquella (-“¿De quién habían dicho que era la música? ¿Ray Conniff?”-), pero lejos de su ánimo el hacer o decir nada que pusiera en riesgo las posibilidades de futuro que podían derivarse de aquella fiesta. Álvaro había empezado a andar ante ella hacia un rincón del jardín. Le alcanzó y le puso la copa en la mano. Ni la miró.
   En ese momento aumentó el volumen de la música y una melodía dulzona, pastosa, metálica pero como si estuviera domesticada, como si el metal de los trombones, de las trompetas estuviera reblandecido o recubierto de arrope en el interior. Una cascada de voces inarticuladas, a medio camino entre un coro parroquial de las riberas del Mississippi y las voces de un conjunto festivalero de los años sesenta acompañaba la melodía. El efecto combinaba unas percusiones en las que dominaba el metal sobre el cuero, con los sonidos brillantes del viento sobre las cuerdas, hasta conseguir unos finales adormecedores.
—¿Eso es Ray Conniff? ¿No suena un poco antiguo?
—Cyntia, querida, te voy a pedir un par de favores. El primero es que te quedes aquí conmigo. No quiero que se nos acerque nadie durante un buen rato. Al menos mientras suene esta música. Sería bueno que pensaran que si se acercan podrían molestarnos. ¿Sabrás cómo conseguirlo?
—Claro, Álvaro, como tú digas. Que piensen que somos… novios ¿verdad? No es tan difícil ¿Y el segundo?
—No hables, no digas nada, ni respires. Sólo escucha. No, no la música que no te dirá nada. Escúchame a mí, si me da por hablar. ¿De acuerdo? Si eres buena, te aseguro que después podrás comprobar que has hecho un buen negocio viniendo hoy aquí conmigo.
—¡Por favor, Álvaro! No es necesario que me prometas nada yo…
—¡Calla!
   Encendió un cigarrillo. Habían llegado a un pequeño cenador, una elegante pérgola cuajada de jazmín. El aroma enervante de las pequeñas flores caídas por todas partes los envolvía. Álvaro se sentó, sin recostarse en el respaldo, en un pequeño banco de hierro colado esmaltado en blanco. Apoyó los codos sobre las rodillas, puso la barbilla entre las manos y escuchó absorto. La chica le tomó la copa y la puso junto a la suya sobre un velador que había ante ellos. Él la invitó a sentarse con un gesto breve de la cabeza. La música seguía sonando; ahora desgranaba las notas de una de las mil versiones de “Summertime”, el aria de La Balada de Porgy and Bess, en la peculiar interpretación del músico preferido, al parecer, de Álvaro. A lo lejos, junto a la piscina se había habilitado un espacio amplio para bailar, iluminado con farolillos de papel y delimitado por hachones encendidos, como los que había en el camino de entrada a la casa. Cuando empezó a sonar la música que le habían anunciado, se produjo un curioso movimiento de sustitución en la pista. Los más jóvenes se miraron unos a otros con los mismos síntomas de extrañeza que si la orquesta hubiera atacado el dies irae, un minué dieciochesco o cualquier pasaje de una zarzuela, “La Verbena de la Paloma” por ejemplo. Al cabo de unos segundos, desaparecieron de la pista, se fueron a reponer sus copas, o a sentarse, o a quién sabe qué, pero dejaron de bailar. Su lugar lo fueron ocupando gentes rondando o superando la cincuentena. Hombres y mujeres que habían bailado al son de aquella melodía un cuarto de siglo antes, o tal vez más.
Summertime, Cyntia. ¿Lo has escuchado alguna vez?
—No estoy muy segura, pero diría que no. ¿Puedo preguntarte cuándo estaba de moda?
—Por lo que a mí respecta, hace treinta años más o menos, aunque la composición original es más antigua. Lo recuerdo muy bien. Podría hablarte de algunas otras ocasiones, pero hubo una noche, un viernes de agosto del 60 en la que ésta y otras interpretaciones de Ray Conniff, marcaron mi vida.
—¿Me estás hablando en serio?
—¿Tengo el aspecto de quien está contando un cuento para llevarse una señora a la cama? ¡Escucha! ¡El Concierto de Varsovia!
—Sí que tiene un cierto aire de música clásica.
—¿Has leído a Curzio Malaparte? No, claro ¿por qué habrías de haberlo hecho? En realidad, ni habrás oído hablar de él en tu vida.
—Desde luego que no, pero ¿podrías ser algo menos ofensivo? Lo estoy haciendo lo mejor que puedo.
—Tienes razón. Discúlpame. No sé qué me pasa esta noche. 
   
 (La emisora de radio de la P.B.S. transmitía una melodía que parecía de Chopin. Pero no era Chopin.

-Me gusta Chopin- dijo el coronel Brandt.
-¿Cree usted que es realmente Chopin?- le pregunté.
-¡Of course! It’s Chopin- exclamó el coronel Brandt con acento de auténtico asombro.
-¿Qué quiere usted que sea?- dijo el coronel Elliot con un leve tono de impaciencia en la voz- Chopin es Chopin.
-Espero que no sea Chopin- redije.
-Yo, al contrario, espero que lo sea- dijo el coronel Elliot-; sería muy extraño que no lo fuese.
-Chopin es muy popular en América- dijo el mayor Thomas-; algunos de sus blues son magníficos.
-Escuche, escuchen… -dijo el coronel Brand-; ¡claro que es Chopin!
-Sí, es Chopin- dijeron los otros mirándome con aire de reprobación.
    Jack se reía entornando los ojos.
  Era una especie de Chopin, pero no era Chopin. Era un concierto para piano y orquesta como lo hubiera escrito un Chopin que no fuera Chopin. O un Chopin que no hubiera nacido en Polonia, sino en Chicago o en Cleveland, Ohio, o, acaso, como lo hubiera escrito un primo,  un cuñado, un tío de Chopin, pero no era Chopin.
    La música cesó y la voz del locutor de la emisora de la P.B.S. anunció: “Acabamos de radiar el Warsaw Concert de Addinsell ejecutado por la Filarmónica de Los Angeles, bajo la dirección de Alfred Wallenstein”.
-Me gusta el Concierto de Varsovia de Addinsell -dijo el coronel Brandt, sonrojándose de orgullo-. Addinsell es nuestro Chopin. He's our american Chopin.
-¿Quizás no le gusta a usted ni siquiera Addinsell?- me preguntó el coronel Brandt con un cierto desprecio en la voz.
-Addinsell es Addinsell.
-Addinsell es nuestro Chopin- repitió el coronel Brandt con pueril acento de triunfo).

No importa ¿Por qué lo preguntabas?
—Por nada importante. Recordaba un libro de Malaparte, una novela tremenda, “La Piel”, en el que se hablaba de Addinsell. El compositor del Concierto de Varsovia ¿sabes? Había unos militares norteamericanos, en Nápoles, al término de la II Guerra Mundial, que lo confundían con Chopin
—¿Y el error es muy grave?
—En absoluto. En realidad es irrelevante, si tenemos en cuenta que estamos hablando de militares norteamericanos. Por otra parte, yo no me imagino bailando la Polonesa o La Sinfonía Heroica, ni aunque la versionara el mismísimo Ray Conniff.
    Álvaro calló por un momento y se quedó mirando a las parejas que bailaban junto a la piscina. Se les acercó un camarero y les llenó las copas de nuevo. Cyntia, al fin, se atrevió a preguntar:
—¿Por qué es tan importante ese Ray Conniff?
—Es una historia vieja de hace treinta años, como te decía. Una historia de cuando yo era un muchacho pobre.
—¿Tú has sido pobre alguna vez?
—Sí. Y de la peor especie: pobre de pueblo. Hay mucha literatura barata a propósito de la vida idílica en las pequeñas comunidades de cualquier país. También de éste, del nuestro. Tal como yo lo veo, y creo que sé de qué hablo, los pueblos, en algunos aspectos, conforman un entorno social mucho más hostil, más duro, más inmisericorde que el de las grandes urbes. Ser pobre en un pueblo te deja sin posibilidades de redención. Eres pobre, todo el mundo lo sabe y estás acabado, porque las definiciones, o las calificaciones, o los estereotipos, en una colectividad pequeña, se otorgan de una vez por todas y te acompañan hasta la tumba, como una segunda piel. Si tú sales guapa a los trece años, eres la guapa oficial hasta que te mueras, por más que a los veinticinco años, resulte que te falta una cuarta de estatura para dar la talla, o que se te han caído las tetas sin remedio y vayas por ahí hecha un adefesio. A veces, los que llegan de fuera no lo entienden, pero los aborígenes se encargan de aclararles que “tendrías que haberla conocido cuando tenía diecisiete años”. El forastero piensa, con razón, que él acaba de conocer a la supuesta belleza y que no está en su mano dar marcha atrás al tiempo, pero la de las tetas caídas sigue con el marchamo de guapa hasta que se muera de vieja. Con la estratificación social, pasa lo mismo. Si naciste rico, aunque seas rico de pueblo, o sea, medio pobre, pero menos menesteroso que los demás, siempre serás el hijo o el nieto de Don Fulano y eso que llevas por delante. Pero si naciste indigente, estás perdido. Si, además eres listo y dicharachero, peor, porque nunca faltará alguna madre dispuesta a considerarte una opción para “colocar” al petardo de su segunda hija que salió más fea que Picio, para mayor escándalo de su hermano mayor que lleva, por otra parte, cuatro años intentando superar el ingreso en la Escuela de Peritos Industriales o de aprobar el carné de conducir, que para el caso es lo mismo. Y en estas circunstancias, sólo faltaba que un muerto de hambre como tú pueda soñar con integrarse en su mundillo, aunque sea por la vía de desposar a la incasable de su hermana
—¿….?
—¿De dónde eres, Cyntia?
—De Barcelona. Bueno, en realidad no nací allí, pero me crié en Barcelona.
   Era mentira, pero Álvaro no lo sabía. Cyntia presumía de catalana y de cosmopolita, cuando lo cierto es que ella misma, si se hubiera parado a pensar, lo que no era el caso, era un buen ejemplo de los postulados del discurso de su acompañante.
—Ya. No puedes saber de qué estoy hablando. Un pueblo, pongamos que de diez, doce mil habitantes, es un microcosmos que estigmatiza a todos sus habitantes. A unos por una cosa y a otros por su contraria. El señorito “Fulánez”, bebió algo más de lo socialmente admitido, alguna que otra vez, tres o cuatro al año, tampoco más, antes de cumplir los veinticinco. “Fulánez” es y será un borracho hasta que se muera, aunque lleve veinte años bebiendo nada más que agua mineral. La hija del boticario fue sorprendida dándose un restregón en su portal, una tarde de primavera, con alguien que ni siquiera llegó a pedir su mano. Eso pasó cuando la nena tenía dieciocho años y el galán, después, acabó casándose con la hija del secretario del Ayuntamiento. Sí, ¿verdad? Pues la hija del boticario, morirá con el sambenito de putón berbenero, no importa cuán intrascendente fuera el escarceo con el mozo, ni cuán ejemplar fuera su conducta desde que conoció al factor de RENFE con el que acabó casándose y haciéndole padre de cuatro hijos. De manera que, Cyntia, te lo aseguro: cada vez que alguien te hable de lo saludables que son las costumbres de los pueblos, sal corriendo, cántale un bolero, o estámpale una plancha en el cráneo, como mejor te cuadre.
—Y tú eras pobre.
—Pobre, inteligente e inconformista. Pobre, de verdad, Cyntia.  Por parte de padre, de madre, de abuelos y de abuelas. Pobre sin remisión. Desde los dieciséis años trabajaba en un almacén de materiales de construcción, acarreando ladrillos y sacos de cemento. Me destrocé las manos cargando los productos que vendíamos. Estaba mal pagado y, además, cada viernes, al caer la tarde, entregaba en casa el salario miserable que me había caído en suerte, sin distraer ni una peseta. Después, dependía para mis gastos de lo que mi madre considerara prudente darme cada semana que nunca era mucho, apenas lo suficiente para comprar el tabaco de ínfima categoría que fumaba entonces.
—¿Eso era justo?
—¿Justo? ¿Y eso qué importa? Era imprescindible. ¿Qué era primero, mi supuesto derecho a divertirme y tomarme unos vasos de vino con mis coetáneos, o comer y cenar a diario? Nunca me plantee esa cuestión: se hacía así y se acabó. Así eran entonces las cosas y a mí me parece que no eran, ni mucho menos, irracionales. El problema fue Ray Conniff.
—…
—Un día me dije “basta. O me voy de aquí o jamás pasaré de mozo de almacén. Tengo que ser otra cosa”. De manera es que pedí ayuda a mi madre, me dio dos mil duros…
—¿Dos mil duros?
—Diez mil pesetas, sesenta euros, para que lo entiendas y me fui. Emigré a Francia. Emigré, Cyntia. Quiero decir que no me fui a Francia para ampliar mis conocimientos, ni para conocer otra realidad diferente a la mía, ni formando parte del Programa Erasmus, ni para tomarle el pulso a Europa, ni para encontrarme a mí mismo, ni en intercambio con otro mozalbete de La Camargue, ni ninguna otra gilipollez por el estilo. Emigré para buscarme la vida, porque en mi pueblo no aguantaba ni un día más.
—… 
—Tenía diecinueve años. Durante meses, algo más de un año, estuve en París. Hice un poco de todo y conocí otro tipo de crueldad: la que ejerce el mediocre ciudadano local semianalfabeto y cutre que te ve diferente, porque tu acento es incorrecto, o tu manera de vestir no concuerda con la que él considera habitual y te agravia de forma gratuita. Él no lo sabe, pero tal vez lo hace porque necesita que alguien como tú le convenza de que, al fin y al cabo, por extraño que parezca, aún hay gentecilla que está por debajo de su nivel.
—¿De ahí te viene tu peculiar francés?
—Poco académico ¿verdad? Sí, acaso tenga ese origen. Luego me fui a Londres. Estuve un año haciendo de todo, mejor dicho, de lo poco que pude encontrar, yo, un español con escaso dominio de la lengua, hasta que, pura casualidad, entré de repartidor en una agencia de publicidad. Te ahorraré el período intermedio: en tres años pasé de mozo de reparto a creativo, un año después gestionaba las cinco cuentas más importantes de la agencia y algunos meses más tarde era uno de los cuatro socios de la firma. A partir de ahí, todo fue, más o menos, lo que tú has visto. Volví a España, fundé mi propia empresa, la orienté tal como tú la has conocido y me hice quien soy ahora. No importa cuánta gente me adule a diario, en noches como ésta conviene recordar los orígenes. No es masoquismo, al contrario, es un ejercicio necesario para relativizar el éxito y no perder la cabeza. 
   Pero he perdido el hilo. Estaba hablándote de Ray Conniff. En mi pueblo teníamos una pista de baile de verano. Estaba en un alto, o al menos estaba más alta que mi casa. Era una instalación muy modesta, una simple pista de cemento que podía ser usada también como cancha de baloncesto. Tenía un pequeño estrado para la orquesta y, alrededor de la pista, dos docenas de mesas metálicas, descascarilladas, que algún día habían sido verdes, con sillas de tijera a su alrededor. Al fondo, bajo unas acacias raquíticas, estaba la barra del bar y, detrás de ella, los servicios. La pista de baile funcionaba los sábados y los miércoles o los días en que se celebraba allí alguna boda. Los sábados tocaba una orquesta local -trompeta o trombón de varas, según las piezas, saxo tenor, clarinete, contrabajo y batería-, que repetía su repertorio semana tras semana. Recuerdo que el batería, un hojalatero con gafas de miope de cristales muy gruesos, tocaba los tambores y los platillos siguiendo atentamente las partituras. Nunca he vuelto a ver algo así. Ese día, los sábados, la entrada costaba cinco pesetas, consumiciones aparte. Yo no iba nunca, por eso, porque costaba cinco pesetas y yo no las tenía. Quiero decir, que si iba y pagaba la entrada, ya no me quedaba dinero suficiente para comprar tabaco durante la semana, ni para consumir la más humilde de las bebidas que despachaban en el bar, así que iba los miércoles, que la entrada era gratis y sólo tenías que abonar lo que consumieras, si es que lo hacías, si no, ni eso.
   Los miércoles no tocaba la orquesta. El mismo tipo que vendía las entradas los sábados, era el encargado de ir poniendo, uno tras otro, la docena y media escasa de discos que componían la reserva musical del sitio aquel. Recuerdo al sujeto que oficiaba de pinchadiscos. Era un gañán malencarado que me tenía especial ojeriza. Aún me pregunto por qué, pero así era. Quizás porque aunque la entrada fuera gratis, como te decía, en el pueblo había una especie de tratado social no escrito en cuya virtud, la pista estaba reservada para según quién. En principio, no para tipos como yo. O sea, que me debía de considerar algo así como un intruso. No podía impedirme la entrada, pero trataba de hacerme ver que yo allí no era bien recibido. Era una especie de esbirro desclasado que guardaba celoso los privilegios de sus señores, aunque estos no se lo hubieran pedido ni se lo fueran a agradecer jamás. 
   Los tiempos han cambiado. Ahora cualquier quinceañero guarda en su casa  una colección impresionante de música. Entonces, en aquel lugar, sólo había unos cuantos discos que se repetían miércoles tras miércoles. Recuerdo algunos de ellos, uno de Pérez Prado, otro que era una selección de tangos y uno más con pasodobles archiconocidos. Creo que había otro con viejas canciones de unos y de otros, Glenn Miller, Sacha Distel, Elvis Presley, Frank Sinatra, la “Petite fleur” de Sydney Becket, aunque tal vez no estuvieran todos y mezcle en mi memoria recuerdos de orígenes varios. No tienes edad para que te haya pasado ya, pero te aseguro que con el paso del tiempo, recuerdas cosas que nunca han ocurrido. No me mires así; tiempo tendrás de verificar lo que te estoy diciendo. Mis discos favoritos eran dos: uno de los Llopis, un grupo cubano que cantaba versiones en español de éxitos rockeros anglosajones, y, por encima de todos ¡el de Ray Conniff!
    Cyntia fingía seguir la plática con toda su atención pero, en realidad, llevaba ya un ratito distraída. Miraba a los que bailaban junto a la piscina y se decía que estaba perdiendo el tiempo. Álvaro le había asegurado que esa noche la pondría en contacto con cierto financiero cuyo hobby era producir películas, así que, si tenía suerte, tal vez pudiera dar el salto desde la pasarela a la pantalla. Es posible, más bien probable, que además tuviera que saltar desde la cama de Álvaro hasta la del productor, pero todos ellos sabían que esas cosas son punto menos que inevitables. Hasta pudiera ser que todo fuera una maniobra de su acompañante para deshacerse de ella de forma discreta. Si así fuera, cambiaría de amante, pero seguiría a la espera de su oportunidad. 
    Por el momento, él seguía, con la mirada perdida, dale que te pego a sus recuerdos y no había forma de alterar su discurso.
—Aquel verano, todo se complicó. Yo me enamoré. Como un primerizo que era, hice todas las tonterías imaginables para que la chica de mis sueños me prestara alguna atención. Lo cierto es que sin mucho éxito. Era bellísima. Y cruel, como todas las mujeres cuando sois amadas sin que lo hayáis pedido. Se dejaba querer, pero me mantenía a distancia. Todas sabéis dominar ese juego desde que nacéis. Era de mi misma clase social, pero era muy guapa, lo que equivale a decir que la naturaleza le había regalado el pasaporte para cambiar de estamento. Su madre, o una tía suya, o quien fuera, debió de ponerla sobre aviso, porque siempre se las arreglaba para que fueran otros, los hijos de los ricos oficiales del pueblo, quienes la invitaran a bailar los sábados. A lo mejor no la previno nadie y era todo puro instinto. A mí sólo me quedaban los miércoles, que, como te dije, la entrada era gratis. Bailaba con ella cuantas veces me lo consentía, que tampoco eran tantas, no fueran a creer los demás que había algo entre nosotros. Yo lo intentaba cada dos por tres, y, desde luego, siempre que sonaba el disco de Ray Conniff… ¡Escucha! ¿Te suena ésta?
—¿Eh?, sí, creo que sí, pero me extraña la versión. Creo que la he oído alguna vez en casa de mis padres. ¿Cuál es?
—“Aquellos ojos verdes”. Espera… ¡Fantástica!… Bueno, pues, te decía que intentaba bailar con ella siempre que podía. Pero mis rivales no parecían  dispuestos a darme la menor oportunidad, ni los miércoles. Acaso sólo fueran imaginaciones mías y ni siquiera se habían dado cuenta de que yo andaba loco tras ella. A lo mejor, nada más, hacían las cosas como siempre, sin parar mientes en alguien tan poco importante como yo. Lo que quiero decir es que la invitaban, la sentaban a sus mesas y le pedían algo de beber. Yo eso no podía hacerlo. No podía competir con ellos. Yo me limitaba a entrar al recinto, bailar cuando podía y entre baile y baile, me quedaba de pie, junto a la pista, apoyado en uno de los dos postes de baloncesto, fumando un cigarrillo de tanto en tanto. En cuanto ella se sentaba con alguien en una mesa, yo podía darme por despedido: no volvería a bailar con ella en toda la noche, así que acababa por marcharme, triste, mustio, melancólico, hecho polvo, comido por los celos, celos irracionales porque ella no tenía por qué tener miramiento alguno conmigo, pensando qué le dirían al oído mientras bailaban con ella.
   Uno de esos miércoles, cuando llegué a la pista ella ya estaba sentada a la mesa de uno de los habituales moscones que siempre la rondaban. Era muy pronto, pero supe que esa noche, si me quedaba, sólo podría verla bailar una y otra vez con aquel tipo, y después sentarse y cuchichear y reírse con las cabezas muy juntas la una de la otra. Recordé que el miércoles anterior, cuando bailaba con otro, su pareja debió de decirle algo sobre mí, porque ella volvió la cabeza, me miró y se encogió de hombros. Luego rieron los dos. Yo no quería que eso volviera a pasar, y si pasaba, no quería estar allí para verlo, así es que di media vuelta y me fui a casa. Creo que nadie me oyó entrar. Me encerré en mi habitación, me desnudé y me metí en la cama. Hacía mucho calor. La ventana estaba abierta. La pista de baile distaba de mi casa menos de un kilómetro en línea recta y aquella noche, tal vez, porque el viento soplara en la dirección precisa, yo oía la música desde la cama con toda nitidez.
   Me dio por imaginar la pista que acababa de abandonar, las parejas bailando, ella sentada a la mesa, feliz mientras bebía un cubalibre, levantándose de tanto en tanto a bailar. La veía sonriente, más pegada al chico de lo que me hubiera gustado, mirándole a los ojos, mientras él presumía de su conquista. Mi desazón aumentaba por momentos, como si ante mis narices estuviera representándose el drama de la pérdida de la mujer amada, por obra y gracia de las artes de un rival más afortunado y más ventajista que yo. En estas sonó el disco de Ray Conniff, mi disco, estas canciones que has escuchado hace unos momentos y otras, My Serenade, Smoke gets in your eyes, Blue moon, Brasil, y otras cuyos títulos no recuerdo.
  Y fue justo cuando sonaba el Concierto de Varsovia cuando decidí que tenía que irme de allí, hacerme rico, volver y conseguirla. A la mañana siguiente, todo quedó resuelto. Monté en el tren y me perdí de vista. Así que, ya ves, ¿fue Ray Conniff o no quien cambió mi vida?
—¿Y volviste por ella?
—Desde luego que no. El tiempo, mi tiempo, se fue muy deprisa. Pasados, pongamos, dos años, el fracaso dejó de dolerme, y, al cabo, cayó en el olvido. O quizás no. ¿Quién sabe? En realidad, yo no quería hablarte de una historia de amores desgraciados, sino de las injusticias que puede sufrir un adolescente por el pequeño detalle de ser pobre. Fíjate que, si bien lo miras, he llegado hasta donde ahora estoy, por obra y gracia de aquel impulso de huída. Por tanto, te lo aseguro, no guardo en mi interior ningún atisbo de rencor, ni contra mi amada que nunca oyó mi fallida declaración de amor, ni contra mis paisanos. Es más que probable que sólo se limitaran a repetir lo que venía haciéndose en aquel pueblo y en cientos como él, desde muchos siglos antes. 
—¿Qué fue de la chica? ¿Volviste a verla?
—Sí, años después, un par de veces. Consiguió lo que quería, supongo. Se casó con el hijo mayor de un boticario y, hasta donde sé, ha sido feliz. Tiene dos hijos y una droguería, que el cacumen de su marido parece que no dio para terminar la carrera de farmacéutico. Conserva sus hermosos ojos negros, profundos, misteriosos de siempre. Déjame que te diga, Cyntia, que la mujer que has amado no cambia jamás; no envejece, no engorda ni adelgaza, conserva el pelo del color inmarcesible de la juventud y el tacto aterciopelado de la piel. Sigue tan bella, tan ágil, tan alegre, tan seductora como el día que la viste por primera vez. Ahora, y desde hace años, ella y yo vivimos en universos diferentes. Eso no importa. Ni el que si hubiera vuelto por ella y me hubiera aceptado, cosa harto improbable, nuestra relación hubiera durado poco más que un suspiro. Lo que yo recuerdo es el dolor, la impotencia, la sensación de injusticia de no tener el mínimo dinero suficiente para poder haber estado a su lado todas aquellas noches de aquel verano y haber bailado con ella siempre que yo hubiera querido. Luego caí en la cuenta que a lo peor, podría haber tenido el dinero suficiente y ella no querer bailar siempre con alguien como yo. ¿Por qué tendría que haberlo hecho? El amar a alguien no te concede ningún derecho. O, lo que es peor, podría haber descubierto que mi loco amor era correspondido pero no resistía el tedio de dos o tres meses juntos día tras día. Pero entonces, me parecía evidente que mi falta de dinero era la única responsable de mi infortunio. De ese percance y de tantas pequeñas humillaciones diarias como cabe imaginar en un ridículo universo cerrado e impermeable como aquel. Por eso me fui.
—¿Has vuelto por el pueblo?
—Hace más de quince años que no. ¿Para qué? Murió mi madre, no tengo allí más familia, ni razón alguna para volver. Sí recuerdo que la última vez que fui, noté algunos cambios. La vieja pista de baile había desaparecido. En su lugar se levantaba un pomposo polideportivo que no sé si utiliza alguien. Los chavales de ahora, parece que bailan en una discoteca horrorosa que han dispuesto en las afueras del pueblo, en un local destartalado, pintado de negro con letras rojas y blancas y no recuerdo qué nombre gringo que ellos deben considerar el colmo de la modernidad. Hace dos años recibí una carta del alcalde, que, por cierto era uno de mis coetáneos más petulantes y obtusos. El paleto me decía que había seguido con mucho interés mi brillante carrera y me proponía “el honor de pronunciar el pregón de las fiestas patronales”. Recordé tantas cosas antiguas, que no le contesté. Él no insistió.
—Murió tu madre, pero de tu padre no hablas nunca.
—No, nunca hablo de mi padre. Ahora tampoco. 
—Me parece que eso que está sonando ahora, ya es otro disco.
—Tienes razón, ya no es Ray Conniff. Vamos por tu financiero. Gracias por haberme escuchado.

  




   












sábado, 23 de mayo de 2020

Mientras el clima social se deteriora
    (23 de mayo de 2020)

Hace dos o quizás tres semanas tenía pensado cambiar de tercio este sábado, dar por concluido el paréntesis y retomar mi costumbre, no sé si buena o mala, de escribir sobre lo que veo a mi alrededor.
Sigo sin ánimo para ello. Recuerden que mi silencio obedece a mi intención de no aumentar las tribulaciones de mis lectores y no ser uno más de quienes pudieran calentarles la cabeza, así que, visto lo visto, ahí dejo otro relato más.
Historieta, si es que llega a ello, de algo que podría ser cierto y no haber ocurrido o haber ocurrido y no ser cierto. Pasan los años y la memoria, a veces, te devuelve episodios que igual nunca han pasado. ¿Qué más da? 


Después del velorio 

En realidad, nunca crecemos.
Sólo aprendemos a comportarnos en público. 
(Bryan White)

Ni soy el único, ni seré el último que ha incurrido en el mismo error. Ése que se te viene encima sin que puedas hacer nada para evitarlo, cuando inicias una frase que en sí misma no tiene la menor importancia de puro convencional, pero que en determinadas circunstancias es un despropósito monumental que ha de dejarte en pésimo lugar y sin capacidad alguna de enmendar el yerro. Esa incómoda situación en la que, justo cuando pronuncias la primera sílaba, te das cuenta de la barbaridad que apenas has empezado a decir; eres consciente del disparate, imaginas lo que está por venir, pero te resulta imposible detenerte, así que continuas hasta el final, horrorizado por tu torpeza, quizás con un mínimo titubeo, componiendo, incluso, un gesto entre apesadumbrado y asombrado de la estupidez que estás cometiendo. Presintiendo, en definitiva, el desastre que se avecina. Poniendo, en resumen, cara de conejo.
    Ésta es la breve historia de algo que me pasó cuando rondaba la veintena, hace, por tanto… ¡Dejémoslo estar!
   Me resultaría difícil precisar en qué año murió Don Severino. Hace tiempo, no importa demasiado cuánto. Era una época en la que las costumbres permanecían estables durante lustros, lejos aún del tiempo apresurado en el que las modas son ya tan fugaces que han sido sustituidas por las tendencias, porque ni siquiera la moda, la quintaesencia de lo efímero, cambia con la suficiente rapidez; la canción caduca cuando llega a los primeros oyentes; la novela va a la papelera al término de la presentación y la falda, cuando sale de la tienda, apenas sirve para llegar a casa; lejos, muy lejos, decía, del presente espasmódico que vive pendiente de la próxima novedad porque la última ya se hizo vieja en cuanto se dio a conocer, así es que tanto da fechar los hechos que quiero relatar como dejarlos en una vaga nebulosa que permita algún margen a la imaginación del lector.
  Retomaré el hilo. Como años anteriores, al llegar el otoño, fui a la Universidad. Es posible que fuera a empezar el tercer curso de Derecho, o quizás fuera el segundo. En cualquier caso, unas semanas después, comenzadas ya las clases, recibí una llamada de mi madre. Por entonces, utilizar el teléfono para comunicarse era todavía una rareza reservada para acontecimientos extraordinarios que lo justificaran. El suceso que motivaba la llamada, a juicio de mi madre, entraba dentro de lo poco común. Amén de informarme de cómo iban las cosas en casa, me dio cuenta del fallecimiento de Don Severino, (ése era el verdadero motivo de la llamada) y me encarecía que no dejara de llamar a su viuda y a sus hijos para darles el pésame, o, como mínimo, de escribirles una carta. A poco que se reflexione sobre lo que acabo de decir, se comprobará que es cierto: la muerte de la que se me daba noticia era un suceso no ya infrecuente, sino irrepetible.
    El finado Don Severino Martín de Vicente, maestro nacional, había muerto joven, apenas cincuenta años, de un infarto fulminante. Dejaba viuda, Doña Araceli, también maestra, y dos hijos, Julio, de mi edad, que cursaba, cómo no, estudios de Magisterio, y Angélica, un par de años menor que nosotros de la que no recuerdo si estudiaba o si estaba en su casa “ayudando a mamá”. Tiendo a pensar que se preparaba para ser ama de casa, en cuanto encontrara a quien meter en ella. La familia vivía a menos de cien metros de nosotros, y se les podría calificar a todos, padres e hijos, como buenos amigos nuestros. 
    El difunto era, como acabo de decir, maestro. Un maestro a la antigua, un vocacional enamorado de su profesión, puntilloso y cumplidor. Doy por supuesto que más preparado de lo habitual porque además de impartir sus enseñanzas en la Escuela Pública, desasnaba a una mano de bachilleres tarugos en su casa al caer la tarde. Decían que sabía más matemáticas que el correspondiente profesor del Instituto. Un hombre, Don Severino, apreciado por su dedicación al trabajo, aunque su ácido sentido del humor no siempre le hacía ser tan apreciado como su buen hacer le debería haber asegurado. Era uno más de los ejemplares de la profesión docente en la que pueden coincidir el modesto nivel que ocupan en la escala social, el orgullo de su profesión y una cierta tendencia a la altanería y a la arrogancia propias de quien se pasa la vida rodeado de especímenes que dependen de él para casi todo.  
    Su mujer, Doña Araceli era su contrapunto. Afable, cariñosa, dulce, considerada, gozaba del aprecio de cuantos la conocíamos. También maestra, como ya dije, desempeñaba su trabajo con los mismos horarios que Don Severino y se ocupaba de su casa, o sea que trabajaba bastante más que su marido, como suele ser habitual. Mi madre y ella formaban además parte del grupo de feligresas que ayudaban en la Parroquia en menesteres tales como adecentar la Iglesia cuando se acercaba alguna festividad, ayudar a montar “El Monumento” el día de Jueves Santo, impartir enseñanzas religiosas a las niñas de la feligresía o participar en rifas y cuestaciones para recaudar fondos con los que ayudar a las Misiones.
  Julio, mes arriba o abajo, era de mi edad. Durante años fuimos inseparables. Juntos correteamos por los alrededores de nuestras casas cuando éramos poco más que niños de pecho; juntos aprendimos a montar en bicicleta al precio de más de una costalada; juntos fumamos nuestro primer cigarrillo, un “Bisonte” compartido, recuerdo; juntos soportamos el primer castigo cuando ambos fuimos descubiertos en tamaña falta algunos intentos después. Hubo unos años en los que mientras él cursaba el Bachillerato en nuestra ciudad, a mí me internaron en un colegio lejano. Sólo nos veíamos en vacaciones, pero hasta que terminamos la Enseñanza Media, nuestra relación no cambió. Luego, desde que yo empecé a estudiar Derecho nos habíamos distanciado un tanto, pero seguíamos siendo amigos. No es que hubiera habido el menor desencuentro entre nosotros, sino que habíamos iniciado rumbos diferentes, y nuestras aficiones y nuestros pequeños mundos empezaban a ser distintos. 
    Habían quedado atrás las largas tardes de verano en las que cogíamos las bicicletas y nos íbamos al río a por ranas, a bañarnos o a remar durante un rato, o hasta el cercano villorrio donde nos gustaba pasar el rato viendo cómo se trillaba el trigo en la era, o, si a mano venía, hacernos con unos membrillos madurados en árbol ajeno, que, como todo el mundo sabe, son los más ricos. Mi entrada en la Universidad había coincidido, además, con mi recién estrenado interés por las chicas. De repente había descubierto el insondable misterio de la atracción sexual, el indescifrable mundo de las difíciles relaciones con aquellos otros seres absurdos, incomprensibles, que hasta hacía pocos tiempo eran sólo el objeto de nuestras burlas. Empecé, pues, a relacionarme con un grupo de gente también de nuestras mismas edades, con los que me sentía más identificado que con Julio que, por alguna razón, aún no había atisbado el enigmático universo al que yo ahora me acercaba curioso, inquieto y soliviantado.  
    De la  Angélica de aquel tiempo lejano, la hermana de Julio, sólo puedo decir que era una cría insignificante, más bien gordita, con unas trenzas siempre medio deshechas, que solía usar unos lacitos cursilísimos al final de las trenzas, bastante patosa porque siempre andaba cayéndose, a la que ni su hermano ni yo dedicábamos la menor atención. Lo mejor que se me ocurre decir de ella es que nunca nos molestó a ninguno de los dos, lo que para un par de adolescentes es mucho más de lo que cabe esperar de la hermana pequeña de uno de ellos.
    En cualquier caso, recibida la llamada de mi madre, me puse a la tarea, opté por la carta en vez de la llamada de teléfono y compuse un par de sentidos folios en los que expresaba a la madre y a los hijos mis más sinceras condolencias por la irreparable pérdida, les deseaba de corazón ánimo para sobrellevar la ausencia de Don Severino… etc., etc. Me temo que me salió una redacción plagada de tópicos. 
     Pasaron los meses. El otoño se fue perdiendo entre los atardeceres fríos del próximo invierno mientras yo intentaba sacarle a mi tiempo el máximo partido. El primer trimestre es, casi siempre, el más placentero del curso. Lejos, muy lejos aún de los exámenes finales, en tanto procuras obtener la información precisa sobre las manías de cada uno de los “Maestros” que te han tocado en suerte, es el momento de descubrir nuevas amistades, reencontrar las que se hicieron el curso anterior, perder el tiempo en las mil maravillosas actividades que una ciudad universitaria ofrece a un badulaque que aún no ha cumplido los veinte años. Yo dedicaba mi tiempo a asistir a algunas clases mañaneras, al tonteo con las chicas de Filosofía y Letras, tan próximas a nuestra Facultad, a los ensayos de la obra que habíamos seleccionado en mi grupo de teatro, “Mirando hacia atrás con ira”, de John Osborne, la más representativa, quizás, de la generación airada británica, a la preparación de originales para la revista escolar de cuya sección de crítica cinematográfica me ocupaba, ir de vinos y tapas al caer la tarde cuando mis no cuantiosos recursos me lo permitían, conseguir invitación para las sucesivas fiestas de principio de curso de Residencias y Colegios Mayores,  buscar a la chica de mis sueños, ese amor eterno que había de durarme por lo menos hasta Semana Santa, cuando llegan los agobios por la proximidad de los exámenes finales, y hasta los encantos de las chicas pasan a segundo plano. No creo que nadie se extrañe si digo que el recuerdo de la muerte de Don Severino se había ocultado pronto en la zona más recóndita de mi memoria.
   Me la recordó mi madre cuando llegué a casa, en la segunda quincena de diciembre para las vacaciones de Navidad.
—Ya sé que le diste el pésame a la familia de Don Severino. Me lo dijo Doña Araceli.
—Desde luego que sí. Les escribí una carta larguísima.
—Lo sé. Les gustó mucho. Ahora tendrás que ir a visitarlos. Se reúnen todas las tardes a rezar el Rosario.
—A rezar el Rosario. ¿Y no podría ir mañana por la mañana y así…?
—Hijo ¿qué te cuesta?  Ya sabes que siempre han sido muy religiosos. Te quería mucho Don Severino.
—No, si ya, pero el Rosario… 
—Que te aburre ¿verdad? 
—Desde siempre, madre. ¿Tú sabías que casi todas las religiones practican salmodias repetitivas, monótonas, como nuestras letanías y nuestro rosario? Creo que tiene su fundamento. Bueno, qué más da ¿Y qué tal están?
—Bien, dentro de lo que cabe, ya los verás. Doña Araceli es fuerte, pero ha sido un palo tremendo. Julio, a lo suyo, con sus estudios y eso, ya sabes. La que está muy cambiada es Angélica, tienes que verla. Ya me dirás.
—Que te diga qué.
—Pues eso, si Angélica está tan cambiada como a mí me parece.
    Pues claro que me aburría el Rosario y poco me importaba lo cambiada que estuviera la cría, que digo yo que tampoco se habría convertido de golpe en el doble de Rita Hayworth, pero fui ¡Qué remedio! Era ya de anochecida. Hacía frío; esa noche seguro que habría de caer una buena helada. Un sutil airecillo serrano cortaba el aliento, aunque vivíamos tan cerca que tampoco puedo decir que el paseo fuera insoportable. Estaban solos la madre, Julio y su hermana. Doña Araceli, de luto riguroso, se me abrazó sollozando, me recordó cuánto me quería Don Severino y se fue pasillo adelante mientras hablaba conmigo.
—Lo he sentido en el alma, doña Araceli, ya lo sabe usted.
—Claro que sí, hijo, claro que lo sé. Ya ves, el Señor se lo ha llevado tan joven…
—¿Qué edad tenía?
—Estaba en la flor de la vida. En febrero habría cumplido 53. ¡Qué le vamos a hacer! Ahora ya sólo nos queda rezar por él.
—Y su recuerdo, Doña Araceli, y su recuerdo, que eso siempre lo tendrán.
—Eso sí. ¡Qué guapo estás! ¿Qué curso estudias ya?
—Empezando tercero, Doña Araceli. (-Si es que era tercero, que, como dije, no podría asegurarlo, ni falta que hace-)
—¡En tercero! Hay que ver cómo pasa el tiempo. Cuando queramos darnos cuenta te tenemos hecho ya todo un abogado. Don Severino siempre dijo que tú valías mucho.
—Muchas gracias, es usted muy amable, Doña Araceli. 
    Luego le di un abrazo a mi amigo Julio, que por aquello del luto reciente lucía un botón forrado de crespón negro en el ojal de la americana, y un par de besos a su hermana Angélica que hipó un poco; lo justo, me pareció a mí para estar a tono con las circunstancias. Volvió Doña Araceli alisándose la falda y colocándose una horquilla en el moño.
—Mira, llegas justo a tiempo. Íbamos a rezar el Rosario, así que acompáñanos. Siéntate y empezamos.
    Debía de ser viernes, porque tocaban los Misterios Dolorosos, que, digo yo que ni escogidos adrede. Me senté, metí los pies bajo las faldillas de una mesa camilla en cuyo centro un brasero proporcionaba un calorcito muy de agradecer, y seguí la piadosa cantinela aparentando la debida atención. Lo cierto es que mi acompañamiento al rezo era mecánico, sin que me exigiera ningún esfuerzo mental, por lo que al cabo de unos minutos mi imaginación empezó a volar libre. No es que me aventurara por territorios exóticos, pero, desde luego, perdí por completo la noción de dónde y, sobre todo, por y para qué estaba allí. 
   Terminado el rezo, madre e hija intercambiaron una mirada, se levantaron y desaparecieron. Julio y yo aprovechamos para comentar nuestras respectivas aventuras del trimestre. Él no sólo se había aficionado también a las chicas sino que me dijo que tenía “medio novia”, curiosa expresión más fácil de entender que de explicar. Hasta me enseñó una fotografía en la que se veía a una chica redondita, sonriendo muy ufana vestida con el traje regional de alguna zona extremeña. A mí me pareció que tenía pinta de paleta pero le dije que tenía muy buen gusto.
—Estudia también Magisterio. Dos Cursos menos que yo. Es muy maja.
—¿De dónde es?
—De Jaraiz de la Vera. Dice que quiere venir a verme con su hermano en cuanto pase la Navidad. Ya te la presentaré. ¿Y tú?
—Yo ¿Qué?
—Que si no tienes novia todavía.
—Pues no, ya ves. Salgo con unas y con otras, pero novia, novia, lo que se dice novia, pues no.
—Pues a ver si te animas, hombre, que el tiempo pasa y cuando quieras darte cuenta eres un viejo.
—Bueno, ya sabes lo que dicen que buey suelto bien se lame. 
—Eso sí, pero… La que tampoco tiene novio es mi hermana. Está guapa ¿verdad?
—¿Eh? ¿Angélica? Sí, monísima.
—Siempre le has caído fenomenal y no te lo digo por nada en especial, pero es así.  ¿O no?
     Volvieron Doña Araceli y Angélica. La madre traía una bandeja sobre la que venía una jarra con chocolate y cuatro tazas, y Angélica, que se había cambiado la blusa y se había puesto zapatos de tacón y medias con costura, una fuente con perronillas y otra con mantecados.
—¡Hale, a merendar! Los dulces los he hecho yo, pero el chocolate ha sido cosa de Angélica. Vale mucho esta niña… ¡Bueno, niña! Está ya hecha una mujer ¿Verdad Angelito?
    La cosa empezaba a oler a encerrona. Entre los comentarios de Julio y las afirmaciones de Doña Araceli sobre las más que dudosas habilidades de la nena, y su conversión en mujer, aquello no terminaba de pintar del todo bien. Barruntaba una operación de acoso y derribo. Hasta tenía mis dudas de si mi madre no estaría en el ajo y anduviera celestineando mi futuro. Conociéndola, no me habría extrañado nada. Para colmo, la niña me sirvió la taza de chocolate y hasta se empeñó, quieras que no, en meterme ella misma una perronilla en la boca con sus deditos. Miré sus piernas y me di cuenta de que, con las prisas, la costura de ambas medias estaba ladeada. Falta de práctica, supuse. Sonreí y la “mujercita” me devolvió el gesto muy almibarada. 
    Y fue en ese preciso momento, cuando acababa de tragarme los restos polvorientos y un tanto terrosos de la perronilla, a punto de atorarme, cuando la lié. Como dije, yo había olvidado por completo qué estaba haciendo allí. Me veía en casa de un amigo de toda la vida, en una situación un tanto comprometida, con regusto a dulce casero en el paladar, acosado a tres bandas con probables fines matrimoniales, me atrevería a decir, y sin saber qué hacer. Así que terminé de tragar el dulce, bebí un sorbo de chocolate a riesgo de abrasarme y pensé que algo tenía que decir que no tuviera relación alguna con Angélica. Cuando quise darme cuenta, ya lo había dicho:
—¿Y qué es de Don Severino? ¿Qué tal sigue?
    Fue decir “Don” y ya era consciente del charco en el que me había metido, pero, seguí y seguí hasta que terminé la frase. 
    Nunca como aquel día he comprendí lo que quiere decir exactamente “tierra trágame”. Por supuesto, la tierra permaneció inmutable y no hizo nada por salvarme del ridículo. ¿Ridículo? Mucho peor. Madre, hermano y hermana se levantaron como movidos por resortes ocultos bajo sus sillas y se me quedaron mirando con unas expresiones tan transparentes, que me levanté a mi vez, farfullé una torpe excusa de mi incalificable exabrupto, me despedí como pude y me marché.
    Nunca más volvieron a dirigirme la palabra.