sábado, 2 de mayo de 2020

Hoy hace 212 años
(2 de mayo de 2020)

El 2 de mayo de 1808 el pueblo de Madrid se echó a la calle para hacer frente a las huestes invencibles del amo de Europa. Perdió  la batalla aunque su gesta le valió un lugar en la Historia.
Hoy, dentro de tres horas, Blanca y yo vamos a echarnos también a la calle porque, por fin, tenemos permiso para desafiar al más peligroso enemigo que está acogotando al mundo entero desde hace meses. Un enemigo insidioso, invisible y mortífero, con nombre futurista: Covid 19.
Para tan señalada ocasión, aunque no sea gesta comparable a la de hace dos siglos y doce años, he elegido un relato ficticio al que le cabe la consabida muletilla de que "cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia". 


Niebla en el alma

Cuarenta y siete años es mucho tiempo en la vida de cualquiera. No importa quién o cómo fuera entonces, no puedes esperar que alguien haya soportado el paso de medio siglo sin que su huella deje cicatrices en la piel y en el alma.
    Ése era el tiempo que llevaba sin ver a Lola, cuarenta y siete años. Antes de empujar la puerta, atisbé el interior de la boutique. Me pareció verla al fondo. Estaba de perfil hablando con una mujer más joven que ella; una cliente, sin duda. La expresión corporal de Lola mostraba indicios de que necesitaba agradar. El abecé del oficio de vendedora. Mejor así. Entré y esperé a que la mujer con la que hablaba se fuera.
   La presencia de la cliente me permitió observar a Lola sin que se diera cuenta. El tiempo había pasado sobre ella, pero no se había ensañado. Conservaba una figura más que aceptable; notable, me atrevería a decir. No era el cuerpo que yo recordaba pero seguía pareciendo joven y ágil. Recordaba su pelo un par de tonos más oscuros y una piel perfecta que ahora mostraba ya pequeñas arrugas junto a las comisuras de la boca, y en la frente. Sus ojos, sin embargo, seguían siendo los de siempre, verdes con reflejos dorados o dorados con reflejos verdosos. Percibí un ligerísimo temblor en su mano derecha, y un tono algo cansino en una voz que siempre había sido un prodigio de vitalidad y optimismo.
—Buenas tardes, Lola. ¿Te acuerdas de mí?
   Estaba de espaldas, pero antes de que se volviera supe que me había reconocido. Y por el modo en que contrajo los hombros y alzó su mano hasta su boca, me pareció que mi presencia no era de su agrado. No tenía la menor idea de por qué, pero cuando por fin la tuve frente a mí, verifiqué que era cierto. El tono de su voz era inequívoco: hubiera preferido seguir ignorando mi existencia.
—Carlos. Carlos Bravo. ¿De dónde sales tú ahora?
    No hizo el menor intento de aproximación. Peor. Dí un paso y ella retrocedió dos, hasta encontrarse el mostrador a su espalda. Me detuve. La tienda, la boutique, un alarde de diseño vanguardista, volúmenes limpios, líneas rectas, iluminación exacta, colores pensados como complemento de las prendas, apenas media docena, que estaban a la vista, estaba vacía. Sólo Lola y yo y una tenue música intemporal, (¿"Wonderland by night"?) una vieja melodía reinterpretada en versión instrumental.
—¿Te encuentro en mal momento? No pareces alegrarte mucho de verme.
—Lo siento Carlos. No creo que pueda dedicarte mucho tiempo. Estoy ocupada.
—¿Ocupada? ¡Estás sola! ¿Qué te ocurre? Llebamos casi medio siglo sin vernos. La verdad es que no esperaba este recibimiento
—¿No? ¿Y qué esperabas? Fuiste el responsable de la muerte de Silvio. Sí: ha pasado mucho tiempo, pero no el suficiente para que hayan cambiado las cosas. Prefiero que te vayas.
    Me quede atónito. ¡Lola estaba echándome en cara la muerte de su marido! No pude decir ni hacer nada. Lola pasó ante mí, a punto estuvo de apartarme de un manotazo, abrió la puerta salió casi corriendo y la vi perderse en el amplísimo vestíbulo del hotel en el que estaba su tienda. Perplejo, yo también salí; la busqué pero había desaparecido, así es que di la vuelta, salí a la calle, subí al coche y me alejé.
   Me senté ante una mesa frente al mar, pedí un güisqui y traté de procesar lo que acababa de pasar. Intentaba comprender qué había querido decir cuando me culpaba de la muerte de su marido.
   Hasta donde yo sabía, Lola y Silvio se habían casado dos o tres años después de que ella y yo dejáramos de vernos, cosa que, eso sí lo recuerdo, había ocurrido el año en que yo terminé Derecho. De eso hacía ahora ¡cuarenta y tres años! Repito: desde entonces no habíamos vuelto a vernos, ni antes ni después de que se casara; ni antes ni después de la muerte de Silvio.
   Yo seguí mi camino, me fui a Madrid, di varios tumbos y terminé de pasante en el Bufete del que años después acabé siendo Socio Director. Un verano, creo que en una playa del Algarve, un amigo común de los tiempos de la Facultad me comentó que Silvio se había matado en un accidente de circulación, sin que pudiera darme más detalles. Recuerdo que intenté localizarla para… lo que suele hacerse en esos casos, pero o no puse demasiado empeño o no sirvió de nada, porque la verdad es que el tiempo pasó y con el transcurrir de los años su recuerdo fue difuminándose poco a poco.
    La tarde se hundía en el mar, mientras una luna inmensa rielaba sobre el Mediterráneo. Pedí un segundo güisqui. La vieja memoria me devolvió la Lola que yo había conocido. Era cuatro años menor que yo; la vi crecer verano tras verano como una estrella rutilante en el micro firmamento en que nos movíamos docena y media de adolescentes que nos encontrábamos siempre, cada verano, cuando empezaban las vacaciones.
    En el ranking oficioso de las bellezas locales era firme aspirante a cualquiera de los puestos de honor. No había unanimidad pero sí el consenso básico de que Lola era… Lo que cada uno de nosotros quisiera regalarle. La recuerdo como la "novia" eterna de Silvio. Ahora diríamos que era su chica, o su pareja; entonces decíamos "novia" aunque faltara una eternidad para que pudiera hablarse de matrimonio.
   Para mí, y para todos ella era coto vedado: la novia de Silvio sabíamos que era inaccesible porque él era un rival formidable, si es que a alguno, no era mi caso, se le hubiera ocurrido entrar a competir para desbancarlo en los sentimientos de Lola. 
    Luego yo entré en la Facultad y ella llegó dos años después. Silvio también acabó por matricularse en Derecho, pero un año más tarde. Nunca fue un buen estudiante; pésimo para ser sincero. Así que durante todo un curso, Lola en su Residencia y yo en la mía, coincidimos en la Facultad, con Silvio en su casa, allá en el pueblo donde los tres pasábamos los veranos.
    Un aviso de mensaje de mi teléfono interrumpió mis cavilaciones "Perdóname, Carlos. No me he portado bien contigo. Te debo una explicación ¿Te importaría que nos viéramos? ¿Dentro de media hora en "Cappuccino"?". "Allí, estaré, Lola, cuenta con ello". Miré el reloj, llamé al camarero, pagué, dejé mi segundo güisqui sin probar y marché a la cita. Andando, esperaba tardar más o menos el tiempo que faltaba. Me vendría bien el paseo.
  Llegué un par de minutos antes de la hora, pero Lola ya estaba allí. Había elegido una mesa al fondo del espacio ajardinado, lejos de la primera fila, junto al Paseo Marítimo. Me vio, se levantó y se adelantó un par de pasos. Cuando llegué junto a ella, me abrazó, mantuvo el contacto unos segundos, se separó, me miró, bajó luego la cabeza y se sentó.
—Te agradezco que hayas venido. No tenía ningún derecho a… Ya sabes. Una, a veces, dice cosas que no debería.
—No importa, Lola. No imaginé que tuvieras mi teléfono.
—No lo tenía hasta hace un rato, pero seguimos teniendo amigos comunes. ¿No es así como has dado tú conmigo?
—Tienes razón.
    Nos quedamos callados. Ninguno de los dos sabía cómo romper el hielo que había creado la abrupta despedida que habíamos protagonizado esa misma tarde. Llegó el camarero; dejó sobre la mesa el té que había pedido Lola y mi güisqui. Al final fue ella la que se decidió a hablar.
—¿Qué sabes de la muerte de Silvio?
—Muy poco. Recuerdo quién me lo contó pero sólo sé que había muerto en un accidente.
—Sí. Era diciembre. El 18 de diciembre. Salió de casa pasadas las 8. Ya era de noche y había una niebla bastante espesa. No volvió. A las cinco de la tarde del día siguiente vino a casa la Guardia Civil para decirme que habían encontrado su cadáver en la sierra, en el fondo de un barranco. Tenía cuarenta y un años. Su moto…
—¿Su moto? No sé por qué, siempre había creído que había sido en coche.
—No, fue en la moto. Fue todo muy penoso. No murió del golpe, sino de frío. Derrapó al tomar una curva; quizás la niebla… Cayó por el barranco, debió perder el conocimiento y murió congelado. Se supo por la autopsia. 
  Hizo una pausa. Parecía concentrada en endulzar su té, dando vueltas con su cucharilla a la pizca de azúcar que había vertido en la infusión. Yo la miraba y trataba de ver en ella a la adolescente que tanto me había gustado. Era muy guapa, seguía siéndolo y entonces muy alegre. Iba a decir que distinta a todas, pero eso es una simpleza: cualquiera es distinto a todos los demás, aunque no sea una belleza.
    Nunca en aquellos lejanos veranos había hecho el menor intento de acercamiento, más allá de nuestra condición de miembros de la misma pandilla. Tardé años en reconocer que si no lo había intentado siquiera era por mi convicción de que "la novia" de Silvio no estaba al alcance de nadie que no fuera él, el más golfo, el más divertido de todos nosotros.
—Lo siento, Lola. Me imagino lo que tuvo que ser para ti…
—No, no puedes. Nadie puede saberlo. Lo cierto es que sólo empecé a preocuparme cuando al día siguiente no llegó a comer. No era la primera vez que pasaba la noche fuera de casa. Silvio era… Todos sabíamos cómo era ¿verdad?
—Ya, bueno, siempre se exagera. Cuando alguien tiene fama de algo…
—¿Fama? Silvio ha sido el único hombre en mi vida. No era el más guapo de vosotros, ni el más inteligente, ni el más trabajador. Pero ha sido mi único hombre. El único, Carlos, y era un indeseable: mujeriego, borracho, desleal, manirroto… Yo lo quería por encima de todos sus defectos. Me hacía añicos a diario y seguía queriéndole, perdonándole antes de que me humillara una vez más con la enésima de sus infidelidades. Así que no hace falta que intentes disculparlo. Esa extraña solidaridad masculina no la necesito, ni me sirve para nada; ni ahora, ni entonces.
   Volvió a callar. Creí que era el momento de preguntarle por la acusación de que me había hecho objeto un par de horas antes.
—Perdóname si estoy removiendo viejos dolores pero ¿por qué me acusaste de haber sido yo el causante de su muerte?
   Se quedó mirándome. Luego tomó la taza, bebió un sorbo y se quedó absorta. Ví sus ojos perdidos en algún punto imaginario, por encima del té, de las cabezas de los clientes, hasta descansar la mirada en el mar que se presentía en la noche, cincuenta metros más allá. Suspiró, dejó la taza en la mesa y retomó su relato. Se había recostado en el respaldo del silloncito que ocupaba y ahora tenía la vista fijada en el firmamento.
—Aquella tarde, antes de que saliera dando un portazo, habíamos discutido. No. Fue más que una discusión: habíamos tenido una bronca formidable. No había sido la única, pero sí la más fuerte. Al menos yo la recuerdo así, aunque quizás es, nada más, que fue la última. Tal vez fueron sus efectos lo que, con el transcurrir de los años, la han ido haciendo más grave que las demás.
   Calló. No quise interrumpir su silencio. Me pareció que estaba a punto de decidir si continuaba o no. 
—Discutíamos por ti.
—¿Por mí?
  Hizo un gesto con ambos brazos como quien intenta explicar algo increíble
—Silvio estaba celoso de ti. -Debí de componer un rostro de asombro tan escandaloso que levantó la mano para acallar mi voz antes de que saliera de mi garganta.- ¡No! ¡Cállate, si es que quieres saber por qué! Nunca he hablado de esto con nadie. Durante años ha sido para mí artículo de fe, y ha sido esta tarde, cuando te he viso cruzar la puerta de la boutique, cuando el mundo se me vuelto del revés. Te vi antes de que entraras, escudriñando la tienda, supongo que tratando de saber si yo estaba dentro o no. Luego… Bueno, ya viste cómo te recibí. Ha sido después, en estas dos horas cuando decidí que tenía que poner orden en mis recuerdos. Lo de excusarme contigo y pedirte que nos viéramos no ha sido más que encontrar la forma de sacar del fondo de mi memoria todo lo que llevaba royéndome el alma todos estos años. Ya está bien de refugiarme en una… en una mentira, por muy conveniente que me resultara. 
—¿Por qué no me…?
—Espera, ten un poco de paciencia ¿Recuerdas el año en que coincidimos en la Facultad mientras Silvio aún seguía en casa? Yo llegué a la Residencia envenenada. Dos días antes de que empezara el curso, Silvio me había humillado una vez más. En esa ocasión lo había encontrado en mi propia casa, en la cama de mi padre con nuestra criada. Una serrana gorda y basta, treinta años mayor que él. Seguro que si te dijera el nombre la recordarías porque tenía fama de haberse tirado a medio pueblo y seguro que habíais hablado de ella más de una vez. Ni siquiera intentó pedir perdón. Nada más dijo, mientras se vestía, que él era así y que yo ya lo sabía. Juré que se lo haría pagar, aunque estaba convencida de que no sería capaz. Empezó el curso, tú y yo nos vimos algunas tardes y salimos cuatro o cinco veces. Quizás alguna más
—Sí, claro, todo eso lo recuerdo muy bien. Bailamos en más de una fiesta; recuerdo que te llevé a la de principio de curso de un Colegio Mayor, salimos de vinos por tabernas que conocíamos sólo los iniciados, paseamos por plazas solitarias donde una noche escuchamos rondar a una desconocida, estuvimos en algún recital de poesía, fuimos al cine un par de veces; la segunda vimos o sentimos media película cogidos de las manos. Una noche nos besamos; había luna llena y el tiempo se paró… Y eso fue todo.
—Sí, así fue; lo has contado muy bonito ¿Recuerdas qué película fue la segunda?
—"Luna de papel" de Peter Bogdanovich, con Ryan y Tatum O’Neil.
—Sí, yo también me acuerdo. ¿Ves? Sé que si yo hubiera querido habríamos llegado bastante más lejos. Pero no quise. Yo sólo quería tener un motivo para que Silvio viera tambalearse la insultante seguridad con que jugaba con nuestra relación. Lo lamento, Carlos.
—Ya. Vaya, así es que eso fui yo. Un arma en un combate en el que yo no intervenía más que como una simple herramienta en tus manos.
—Sí. Lo siento. Lo siento mucho, pero lo siento ahora. Entonces fuiste nada más un instrumento que además tardó mucho en hacer efecto. Tanto que llegué a dudar si habría valido para algo y que al final se volvió contra mí.
—¿Por qué yo, Lola?
—Porque eras el más indicado. Durante los veranos tú no eras nadie. Bueno, no, no es eso; quiero decir que en verano eras uno más de la pandilla; otro de los que tratabais a Silvio como si fuera un Dios. Pero en la Facultad, y por tanto en toda la ciudad, tú eras uno de los líderes.Te habías hecho notorio por tus intervenciones en las Asambleas, por tu capacidad de análisis, por tu determinación cuando había que enfrentarse al Decano, por tu influencia entre todos nosotros. Para que nada faltara tenías, además, un expediente académico brillante… y éxito, mucho éxito entre las chicas. En fin, que eras un tipo notable. Mucho. Alguien cuya proximidad a mí podía inquietar a Silvio.
—Sin embargo, recuerdo que cuando él llegó al curso siguiente, más de una vez salimos los tres juntos. Solos o con más gente, pero…
—Desde luego. Era parte del plan. Lo primero que yo quería conseguir es que Silvio se diera cuenta de quién eras tú en el nuevo ambiente que él todavía no controlaba. Era un novato, aqsí que tu nuevo papel, nuevo para él, se agrandaba. Pasadas dos semanas eso estaba conseguido. Recuerdo el día en que me dijo que le parecía mentira que tú, que en vacaciones pasabas tan inadvertido, fueras "un figura", así te llamó, en la Universidad.
—Ya, bueno, entendido. Silvio empezó a verme de otra manera, pero de ahí a que yo despertara sus celos…
—Si recuerdas, hubo un momento en el que dejaste de acompañarnos. Es posible que ni siquiera te dieras cuenta, pero así fue. Yo necesitaba que oyera, y que lo oyera más de una vez, que muchos de sus nuevos amigos nos habían tomado a ti y a mí el curso anterior por algo más que amigos.
—Y tú hablaste de mí delante de Silvio y más de uno terminaría preguntando que cuándo lo habíamos dejado o cosas por el estilo.
—Eso es. Así fue…
    Me quedé mirándola mientras seguía hablando, dando detalles, en qué mesón estaban cuando aquel atontado que estudiaba Medicina dijo que era una lástima "con la buena pareja que hacíais", qué tarde otro dijo que él creía que ella y yo "íbamos en serio", hasta un gracioso, mirando a Silvio dijo que "la mancha de una mora con otra se borra". Para eso había quedado, para borrar mi memoria. 
   Así que Lola no era tan ingenua como yo había supuesto. Había querido darle una lección a Silvio, y me había elegido a mí como puro instrumento. Lo de menos era la inocencia enternecedora del mecanismo, porque todo había sido un juego de malentendidos, pero, ¿es que no ésa la esencia misma del fenómeno de los celos? Cuenta siempre y sólo no lo que haya ocurrido, sino el material  tóxico, que discurre por la mente enfermiza de la víctima, Silvio en este caso.
—Lo más curioso es que durante mucho tiempo, años, de verdad, estuve convencida de que mi estratagema no había valido para nada. Tú desapareciste…
—Terminé la carrera, me fui a Madrid y, sí, también empecé a pasar las vacaciones en lugares nuevos. Me aficioné a los viajes a lugares llamativos, estancias cada vez más frecuentes aquí… En fin, que no volvimos a vernos hasta hoy. ¿Y vosotros?
—Ni Silvio ni yo terminamos la carrera. Yo… Problemas familiares que ahora no vienen al caso. Silvio porque jamás se lo tomó en serio. Al tercer año de perder tiempo y dinero, tiró la toalla y se hizo o le hicieron un hueco en el negocio familiar. Ambos volvimos a nuestros orígenes y nos casamos muy jóvenes. 
   Todo siguió igual que siempre: él con sus correrías, yo, con mis disgustos a cuestas. Una noche, cuando llegó a casa con cien copas de más y oliendo a mujer discutimos. Como tantas otras veces. No, no como otras veces: aquella noche fue distinta. Fue la primera vez que me dijo que yo también tenía cosas de las que debería avergonzarme. Supe enseguida que se refería a ti. De pronto me di cuenta de que se había activado la trampa; que, sin yo saberlo, durante años él había sufrido el mordisco de los celos y que tú eras el rival al que había temido desde aquel otoño.
—¿Y tú?
—Me comporté como si hubiera sido cierto: lo negué al principio y terminé diciendo algo así como que si hubiera sido verdad, poco era en comparación con las veces que él se había ido con otras. Luego, y eso fue definitivo, hice como que me había acorralado y terminé admitiendo que sólo nos habíamos dado un beso. Como era de esperar, no me creyó. Es decir: creyó que el beso había sido el prólogo de lo que él había estado imaginando todo aquel tiempo interminable. Y vi el dolor en su rostro. Por primera vez era él quien lo estaba pasando mal.
    Me resultaba asombroso: Lola, había preparado con todo detalle una venganza sutil para devolver una parte del daño recibido. ¿Una parte? ¿Quién había sufrido más? ¿Cuánto tiene de subjetivo el sufrimiento? Lola había asumido desde el principio que seguiría con Silvio hiciera éste lo que le diera la gana y tantas cuantas veces se le ocurriera. Para soportarlo habría tenido que llegar a un pacto consigo misma a la hora de integrar su comportamiento y seguir con él; es más que probable que se hubiera convencido de que "todos los hombres son así" y que al menos Silvio tenía una gracia especial para hacerse perdonar; trataría de creer que las aventuras de su marido eran sólo un juego; qué sé yo cuántos subterfugios más. Silvio, por su parte, durante años habría convivido con la sospecha primero y el convencimiento más tarde de que "aquella mosquita muerta" le había engañado como a un pardillo, no importa cuántas veces hubieran sido, que había estado en la cama con otros, conmigo desde luego pero ¿por qué no con más? Que, en definitiva, Lola había hecho de él otro cornudo más. 
   Así que el día que se lo echó en cara, Lola afrontó la acusación con una dosis de malicia tal que convirtió sus excusas o sus negativas en confirmación de sus sospechas. A partir de ese momento, se habían sentado las bases para lo que tiempo después terminaría en tragedia.
—Poco más me queda por contar. La tarde en la que todo terminó, habíamos discutido como tantas otras veces. Él te sacó a relucir otra vez, yo volví a decirle que estaba loco de celos por algo que fue una cosa sin importancia y que, además, había pasado hacía tantos años que ya ni me acordaba de tu cara, él me miró como si fuera a rajarme de arriba abajo, no, jamás me puso la mano encima, dio un bufido y salió dando un portazo, como te dije. El resto ya lo sabes.
    Permanecimos en silencio un tiempo que se me hizo larguísimo. Dijo que tenía que marcharse, le pregunté si podía hacer algo por ella, me dijo que no; quise saber si le gustaría que volviéramos a vernos y también se negó.
—No, Carlos. Siempre que te viera recordaría que fui yo la que desencadené la tragedia: tanto tiempo soportando los desmanes de Silvio y ahora, al cabo de los años, he terminado por entender cuál fue mi parte de responsabilidad en su muerte.
—Como quieras, Lola. No volveremos a vernos, si eso es lo que prefieres. Creo, no obstante, que deberías seguir pensando en todo aquello hasta que termines por entender cuál fue, también y sobre todo, el tanto de culpa que hay que cargar en la cuenta de Silvio.  Espero que esta conversación, aunque sea la última, haya despejado la niebla de tu alma ¡Cuídate!    
  















   

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Comenta aquí lo que desees