sábado, 25 de abril de 2020



Sexta semana
25 de abril de 2020
    Siete días después, sólo los menores de 14años parecen a punto de recuperar algún atisbo de libertad. Dicen que es imprescindible para su salud física y su equilibrio psíquico. Algunos mantenemos nuestro margen de escepticismo sobre si la verdadera razón del tratamiento dispensado a los niños son las necesidades que se deducen de sus características o el comprensible deseo de sus familiares en hacer más llevadera la convivencia. No importa: en tanto nos llega el turno, me alegro por los unos y por los otros
  Esta semana he optado por una historia real. Doy por supuesto que algunos de mis lectores conocieron los hechos como yo. Creo que coincidirán conmigo en que, en esencia, así fueron las cosas. Por supuesto, he cambiado fechas y nombres y no doy demasiadas pistas sobre lugares. No tengo razón alguna para no creer que sigue habiendo protagonistas supervivientes a los que no quisiera provocarles recuerdos incómodos. 

 La muerte de Esmeralda

Incierto es el lugar donde la muerte te aguarda. 
Espérala, pues, en todo lugar. 
(Séneca). 

Desde que murió Esmeralda hasta que encontraron su cadáver, pasaron más de dos meses. Eso fue lo que dijeron los del Anatómico Forense, que la mujer llevaba muerta entre ocho y nueve semanas y que podría haber fallecido por excesivas inhalaciones de amoníaco, aunque nunca supe si eso figuraba en el informe del forense o también fue fruto de la imaginación de sus vecinos. La muerte, pues, debió de ocurrir a finales de septiembre ya que la encontraron en los primeros días de diciembre. Buenas fechas para todos nosotros. La mayor parte de los residentes habituales estábamos ausentes y no volveríamos hasta el verano y, por otra parte, todavía faltaban un par de semanas para que el macabro descubrimiento hubiera podido afectar a las Navidades. En ese sentido podría decirse que Esmeralda fue muy considerada con los que habíamos sido sus vecinos.
   Murió sola, como todo el mundo, que lo de morir es un acto personalísimo. Michael, su hijo, hacía meses que no se dejaba ver por los alrededores y su marido, si es que seguía siéndolo, si es que alguna vez lo fue, para cuando le llegó la muerte a Esmeralda, ya había desaparecido de nuestro entorno. Me dijeron que hacía ya tiempo que el muchacho había elegido vivir, pese a todo, con su padre, así que la mujer se había quedado más sola que nunca.
   Recuerdo ahora su llegada al complejo residencial en el que habría de quedarse hasta su muerte. Hace de eso algunos años, ocho o tal vez diez. Terminaba la primavera cuando Esmeralda, un hombre que era su marido o se comportaba como si lo fuera y un crío de tres o cuatro años, se instalaron en una de las viviendas cuyo jardín lindaba con el hoyo 7 del campo de golf. Sólo una somera valla, más simbólica que eficaz, y un pequeño seto de aligustre de apenas un metro de altura se interponía entre el rough del campo y el jardín.
  Fue una llegada discreta. Muy pocos presenciaron en persona el desembarco del trío. Por eso fue tan comentada la espectacular entrada de Esmeralda en el recinto de la piscina al día siguiente. Recuerdo que era un sábado de finales de junio. Era una mañana espléndida, soleada, sin una sola nube, una temperatura que se acercaba a los 30 grados y una suave brisa húmeda de Levante moviendo apenas las copas de las choriceas, las jacarandas, las yucas, los ficus, las strelitzias. Alrededor de la piscina, en tumbonas o sobre el césped estábamos una docena de los habituales en esa época del año. Quizás menos. Una familia al completo, papá, mamá y dos niños; una pareja, tres amigos veinteañeros, quizás alguien más que no recuerde, mi mujer y yo.
    Esmeralda llegó contoneándose, arqueando el cuerpo de forma que ponía en valor su busto y su trasero, andando sobre la punta de los pies calzados con unas sandalias inverosímiles, luciendo uno de los más escuetos bikinis que yo hubiera visto nunca, con una toalla sobre el hombro derecho y una bolsa de playa en la mano izquierda. Un niño, más adelante supe que se llamaba Michael, correteaba a su alrededor como un perrillo. Desde que entró en el recinto y hasta que se acomodó, ella no le dedicó ni una mirada. Por el contrario, de un vistazo oteó la concurrencia, nos evaluó, me atrevería a decir, se detuvo un par de segundos como quien elige su espacio y se encaminó hacia el extremo más alejado del lugar que ocupábamos mi mujer y yo. Se quedó de pie sin moverse durante unos momentos, volvió a girar su vista por todo el recinto, como si quisiera estar segura de que todos habían tomado buena nota de su presencia, extendió la toalla y se tendió sobre ella.
    No había hecho nada, no había hablado, apenas había recorrido cuarenta o  cincuenta metros y se había limitado, por el momento, a sentarse en su toalla, mientras el niño llegaba hasta el borde de la piscina y probaba, supongo, la temperatura del agua. No había hecho nada pero había conseguido fijar sobre ella la atención de cuantos allí estábamos. Ha pasado el tiempo, muchas cosas han ocurrido desde aquella mañana, pero caigo ahora en la cuenta de que ella siempre fue así. Quiero decir que Esmeralda siempre tuvo la facultad de concentrar la atención sobre ella sin hacer nada especial. Un don del que era consciente y al que tampoco daba demasiada importancia. Como tampoco parecía importarle demasiado cualquier cosa que pensasen quienes la rodeaban. 
    Años después, para quienes seguimos frecuentando el lugar, Esmeralda es apenas un recuerdo que va desvaneciéndose. Es ahora cuando reparo en algo que me había pasado inadvertido durante estos años: sólo el conserje y el jardinero parecen haber hablado con ella alguna vez. Ninguno de los residentes que conozco cambiaron jamás palabra alguna con ella. No obstante, durante bastantes veranos fue tema frecuente de nuestras conversaciones, porque todos nos creímos autorizados para aventurar quién era, de dónde venía, cuáles eran sus problemas, y qué tendría que hacer para resolverlos.
    El segundo día de estancia en el complejo marcó para siempre la relación entre Esmeralda y la mayoría de los residentes. Mediaba la mañana -otra mañana espléndida- cuando, como el día anterior, la recién llegada y su retoño llegaron al recinto de la piscina. Ella lucía un atuendo similar al de la víspera, aunque hubo quien pensó que el bikini era aún más pequeño que el de la víspera. Repitió el paseo cimbreante hasta el lugar que había ocupado la víspera, extendió su toalla y se sentó. Tal como llegó y se aposentó, tuve la impresión de que aquella parcela la consideraba de su propiedad. Esa vez, el niño arrastraba una pequeña balsa neumática, que dejó al borde del agua. Como el día anterior, de una u otra manera, con mayor o menor atención, podría decirse que todos los que allí estábamos, más o menos los de siempre, habíamos seguido los movimientos de Esmeralda. Apenas se sentó, llevó sus manos a la espalda, desató la cinta del sujetador y se lo quitó. Sin aspavientos, sin alardes, como si estuviera en su casa. Jamás nadie desde que se inauguró la piscina había hecho algo semejante. No estaba prohibido, ni podría haberlo estado, pero nadie lo había hecho. Tengo la impresión de que hasta los niños y los pájaros callaron. Un silencio atronador acompañó los siguientes movimientos de quien a tanto se había atrevido. Se embadurnó de cremas, se levantó poco a poco, fue hasta donde su hijo había dejado la balsa, entró en el agua, acercó la balsa, se subió sobre ella, movió sus manos como si fueran remos, llegó hasta el centro de la piscina, recostó la cabeza en el borde de la balsa, dejó sus pies colgando y, mirando al sol, se dedicó a tomar el sol durante un buen rato. Sólo entonces , poco a poco, volvieron a oírse las conversaciones de los presentes.
    Allí estaba aquella mujer desconocida, estatura media -alrededor de los 165 centímetros- delgada, casi flaca, poco trasero y menos pecho, pero con una sorprendente habilidad para aparentar unas formas bastante más opulentas. (Incluso, si me paro a pensarlo, no me atrevería a asegurar que esos 165 centímetros que le atribuyo no fueran algunos más de los que realmente medía porque lo cierto que sólo puedo recordarla calzando altísimos tacones o desplazándose a saltitos). No puedo decir, siquiera, si era guapa o no. No lo sé. La recuerdo de piel morena, pelo negro, largo, brillante, ondulado, ojos oscuros y no sabría decir qué más, salvo que el conjunto daba como resultado una mujer que se sabía atractiva. Allí estaba, como digo, aquella mujer luciendo sus encantos en mitad de “nuestra” piscina que ella había tomado por asalto.
   El suceso desencadenó un aluvión de comentarios y más de una discusión entre parejas. La mayor parte de los hombres tomaron partido por Esmeralda; calificaron su actuación como la muestra inequívoca de un espíritu libre, de signo de los tiempos, de…  Cualquier cosa que dejara en buen lugar a la osada que acababa de zarandear nuestras puritanas costumbres. Dicho de otra manera, les encantó el espectáculo gratuito. Algún soltero aventuró opiniones más explícitas que quienes hablaban delante de sus mujeres, a propósito, por ejemplo, del color uniforme de su piel incluyendo sus pequeños pechos. En todo caso, como digo, el sector masculino estuvo mayoritariamente a favor de la nueva moda. De hecho, en los días siguientes se acercaron por la piscina algunos varones que lo hacían por primera vez en años. Las mujeres, por su parte, consideraron a la recién llegada una intrusa desvergonzada sin demasiadas dotes físicas dignas de mención, más allá de su evidente descaro. La gran mayoría aseguraran que si ellas hubieran optado por desnudarse en público, todos habrían podido comprobar que sus encantos ocultos mejoraban a los de la recién llegada. Como era de esperar, ninguna dio lugar a que se comprobara la veracidad de sus afirmaciones. No es el momento de entrar en detalles pero es de justicia reconocer que el coro de las mujeres demostró una imaginación mucho más fértil y una mayor riqueza de vocabulario a la hora de comentar el suceso que la de sus maridos, hijos o novios.
    Supongo que podría haber una cierta correspondencia, porque desde muy pronto estuvo claro que Esmeralda sólo reconocía como seres vivos a los varones del vecindario. Digo “reconocía”, porque hablar de saludar o de cualquiera otra expresión que significara algún modo de acercamiento habría sido una exageración. Cuando se cruzaba con cualquiera de los hombres que coincidíamos con ella en la piscina o en los jardines, inclinaba ligeramente la cabeza y esbozaba apenas un atisbo de sonrisa. A las mujeres las ignoraba por completo; parecía como si para ella fueran transparentes. El paso del tiempo modificó en parte ese silente comportamiento. Poco a poco se la vio hablando con los empleados de la Comunidad, con alguna de las mujeres de servicio o con repartidores del Centro Comercial próximo. No obstante, a mí me parecía que esas aparentes excepciones, en realidad eran una sutil muestra de una doble clasificación en la que ella encasillaba a quienes tenía cerca. Estábamos, por un lado, los residentes, la gente de su categoría, a las que no dedicaba apenas alguna atención, y, por otro, el personal subalterno; con este segundo grupo, por razones prácticas, no había más remedio que mantener algún contacto. En cuanto a los primeros, la división era muy evidente: había dos géneros estrictamente aislables, los varones, aspirantes a rendidos adoradores a quienes ella reservaba sus misteriosos mensajes de reconocimiento, y las mujeres, potenciales rivales que cuanto antes fueran conscientes de su irrelevancia mejor para todas.
    Poco a poco se fueron sabiendo más cosas sobre la familia. Es posible que “saber”, no sea el verbo más adecuado. Muchas de las cosas que se daban por ciertas sobre Esmeralda, Pierre, que ése era el nombre del marido, y Michael no pasaban de ser conjeturas basadas en habladurías de origen incierto. Al cabo de un año muchos daban por seguro que Esmeralda era libanesa, aunque otros decían con la misma rotunda seguridad que su origen era Siria y no faltaba quien dijera saber de buena tinta que había nacido en Ouarzazate, allá en el Sur de Marruecos. Los partidarios de su origen libanés aseguraban que la mujer había sido rescatada por Pierre de un café cantante de pésima fama ubicado en los aledaños del puerto de Marsella. Quienes creían que era siria, se referían a un pasado cercano en el que “ella” había estado relacionada con el tráfico de haschís y basaban su convicción en la fiabilidad de sus fuentes, desconocidas desde luego, lo que no parecía ser contradictorio con la validez de la teoría, cuyo punto débil estaba en la nebulosa que velaba la entrada en escena de su marido. Por último, los que habían optado por hacerla originaria del Sur de Marruecos, contaban una historia bastante más atractiva: Pierre, Ayudante de Dirección de una productora cinematográfica francesa de tercera fila, se había desplazado a Ouarzazate con motivo del rodaje de una serie de televisión sobre las andanzas de un aventurero bordelés de principios de Siglo que había terminado en la Legión Extranjera. Allí encontró un atardecer a Esmeralda deshecha en llanto, en cuclillas delante de una jaima, porque su familia no sólo la había repudiado cuando supo que se había expuesto semidesnuda a los ojos de docenas de infieles, sino que la amenazaba de muerte. Él se enamoró al instante de la llorosa beldad, la rescató de su iracunda familia y la convirtió en su esposa. Nadie supo dar razón de cuándo y por qué y hasta qué fecha se había dedicado Pierre al cine.
    Como podrá observarse, las tres teorías tenían algunos puntos en común: Esmeralda era musulmana, y su modus vivendi no había sido en ningún caso un paradigma de sometimiento a los cánones de la conducta de una dama europea pequeño burguesa. Elementos más que suficientes para desatar la imaginación calenturienta de algún que otro marido insatisfecho, y encender la inquina de buena parte de las esposas bien pensantes de la comunidad. Cómo se compaginaba la fidelidad al Corán y la práctica del top less, del que todos habíamos sido asombrados testigos, era algo que se resolvía con un socorrido encogimiento de hombros. Quizás hubiera quien pensara que nuestra desconocida convecina era, al mismo tiempo, musulmana y pecadora lo que la hacía réproba por partida doble.
    En cuanto al pequeño Michael, había quien opinaba que había nacido antes del matrimonio de sus padres y quienes no se pronunciaban al respecto, porque dudaban de que sus padres estuvieran casados. Unos y otros, cuando se referían a él, solían hacerlo con expresiones conmiserativas del tipo de “ese pobre niño”. Pasaron algunos años y la actividad ruidosa del chico, su capacidad de liderazgo sobre el pequeño grupo de arrapiezos de su edad que vivían entre nosotros, hizo cambiar los decires de sus vecinos que pasaron a escudarse en dichos y refranes del tipo de “la cabra tira al monte”, “de tal palo, tal astilla” y otros de semejante corte.
    La génesis de una leyenda en pequeñas colectividades está bastante bien estudiada. Alguien comenta que “ésa se mueve como una mora que vi una vez en un café cantante de El Cairo”, el de al lado añade que él tiene un primo que es Comisario de Policía y le ha contado que el tráfico de mujeres en el Mediterráneo lo controlan los marselleses, un tercero aporta el dato de que todo el mundo sabe que a muchas desgraciadas las engañan con el señuelo de participar en una película y con tan magros elementos más el desconocimiento absoluto de los hechos, se construye una sólida historia a prueba de dudas. 
     Me gustaría pensar que nosotros, mi mujer y yo, éramos diferentes, que nos manteníamos al margen, que éramos más objetivos, pero si me someto a una autocrítica más o menos rigurosa me temo que también estábamos en el círculo de los crédulos vecinos. Nuestras relaciones en aquella comunidad, entonces y después, no eran muy extensas; apenas cuatro o cinco familias con las que nos gustaba pensar que constituíamos un grupo alejado de la maledidencia y el simplismo reductor que parecía haber infectado al colectivo. Lo cierto es que esa creencia no era más que auto complacencia benevolente: no caíamos en las ácidas descalificaciones, en las divagaciones delirantes de algunos, pero veíamos a aquella mujer como una exótica extraña, musulmana descreída (ingenioso modo de solventar la contradicción entre islamismo y bikini) condicionada por un pasado borrascoso, a Pierre como un sujeto poco recomendable y al chico como alguien que si le diera por desaparecer, tampoco echaríamos de menos.
    Pasaron algunos años, dos o tal vez tres. Por lo que me comentó el jardinero la relación entre Esmeralda y Pierre se fue deteriorando hasta límites impensables. Las peleas de la pareja eran constantes y tan escandalosas que la Policía Municipal había tenido que acudir en más de una ocasión, alertada por algún vecino alarmado por lo que parecía mucho más que una discusión de pareja. Sí, ahora que lo pienso, habían pasado tres años desde que llegaron. Por entonces sólo en muy pocas ocasiones se les veía juntos. Pierre dejaba transcurrir semanas sin comparecer por el complejo, mientras Michael pasaba muchas horas correteando por los jardines, solo o liderando a un pequeño grupo de niños de su edad. Se estaba convirtiendo en un muchacho extravertido, hiperactivo y gritador que, de vez en cuando, acompañaba a su madre cuando ésta decidía acudir a la piscina. Allí, su comportamiento seguía siendo el habitual: llegaba contoneándose, apenas saludaba con una ligera inclinación de cabeza al varón más cercano, liberaba de ataduras sus pequeños pechos, se embadurnaba de cremas y aceites y tomaba el sol, bien en la hierba, bien en la balsa de su hijo. Un par de horas después, desaparecía.
    Como la mayoría vaticinaba, el matrimonio, si es que lo era, terminó por hundirse. El chico hizo causa común con su padre (o su madre se lo quitó de encima, al decir de alguna piadosa dama de la comunidad) y desaparecieron los dos. Esmeralda se quedó sola en la vivienda. Tardó poco tiempo en dar muestras de una incipiente paranoia cuyas primeras muestras no fueron bien interpretadas. Una mañana aparecieron unos obreros que en un abrir y cerrar de ojos desmontaron la pequeña valla que separaba su jardincito del campo de golf y la sustituyeron por otra de tres metros de altura, cubierta  de brezo trenzado. Poco después, las ventanas y la terraza que daban a los jardines interiores fueron protegidas por rejas y celosías que hacían imposible cualquier mirada sobre el interior de la casa de Esmeralda. Se la veía salir sola a horas intempestivas, las 8 de la mañana, las 11 de la noche, y volver sola sin ninguna pauta que permitiera intuir cuáles eran sus costumbres. El veredicto mayoritario es que no quería que nadie pudiera dar cuenta de sus actividades, que, a buen seguro, no eran recomendables.
    Apareció poco más tarde un galán que pilotaba un Aston Martin. Las trazas del piloto no cuadraban con la elegancia del coche. Más parecido a un truhán que a un caballero empezó pronto a comportarse como pareja estable de Esmeralda. Entraba y salía del complejo como un residente más, tuteaba a los empleados y los trataba  como si sólo estuvieran a su servicio, a cambio, decían, de sustanciosas y constantes propinas, pasaba bastantes noches en casa de Esmeralda y hasta quiso modificar su comportamiento. De hecho, durante ese verano ya no hubo más exhibiciones en la piscina. Luego, el ciclo de pareja volvió a empezar. Parece como si el carácter de Esmeralda no tolerara injerencias. Más aún, como si el menor intento de modificar sus pautas de conducta despertara sus peores demonios. Volvieron las peleas, los gritos, las agresiones mutuas, la presencia cada vez más frecuente de la Policía para poner freno a conductas que empezaban a ser peligrosas o, al menos, preocupantes.
    El Aston Martin y su peculiar propietario desaparecieron sin dejar rastro coincidiendo con un notable cambio en el modo de vivir de Esmeralda. Terminaron sus salidas extemporáneas, dejó de ir a la piscina, se la veía cada vez menos, oculta detrás de vallas y celosías protectoras. Ese año nosotros nos volvimos a nuestros quehaceres a finales de septiembre y tardamos más de siete meses en volver. Para cuando lo hicimos, me sorprendió el cambio que se había producido en Esmeralda. La mujer vistosa, llamativa, lindante con la provocación, vestida de forma que con mejor o peor gusto la indumentaria resaltara sus encantos, calzada siempre con tacones altísimos, la melena negra, ondulada, magnífica al viento; la mujer que nos miraba a los hombres con una oculta e indescifrable oferta tras su apenas insinuada sonrisa; la “intrusa” que jamás retrocedió ante otra de su especie ni se tomó, siquiera, la molestia de considerar que había más congéneres en el mundo; esa mujer se había perdido para siempre en algún recodo de su propio camino.
    La mujer que la había sustituido era una desconocida. Tocada con un pañuelo gris que le rodeaba cabeza y cuello al modo musulmán, lucía una prenda amplia que le llegaba hasta medio muslo, diluyendo sus caderas y cualquier sospecha sobre los límites de su contorno. Las mangas cubrían incluso las muñecas. Un pantalón también negro llegaba hasta el borde de unos zapatos cerrados con apenas tres centímetros de tacón. Y, sin embargo, no eran esos cambios los más llamativos. Lo que de verdad hacía irreconocible a Esmeralda era la increíble mutación que se había producido en su comportamiento. Me decían que apenas salía de su casa, que no había vuelto a ver a su hijo, que se había encerrado en una soledad absoluta.
    La vi una mañana y varias veces después. Su mirada altiva, desaparecida tras unas gafas de sol enormes; su antigua costumbre de encarar a los extraños, sustituida por una esquiva manera de girar su cuerpo y colocarse de espaldas a quien se le acercara. Intenté enviarle algún simulacro de saludo, pero se alejó con la cabeza baja a pasos rápidos como si huyera de quién sabe qué. Su proverbial modo de contonearse, de moverse sobre las puntas de los pies había sido sustituido por un sigiloso deslizamiento como si quisiera evitar cualquier mirada sobre ella. 
   En las semanas siguientes escuché las más variadas y demenciales teorías sobre ella. Quienes habían asegurado que era una ex bailarina de locales lindantes con la prostitución y compadecían la suerte de Pierre y de Michael por tener que convivir con semejante pecadora, aseguraban ahora que había caído en la más absoluta pobreza porque el desalmado de su marido la había abandonado a su suerte. Otros decían que se alimentaba sólo de leche y que dominada por la monomanía de limpieza consumía cantidades enormes de amoníaco y otros productos de limpieza. Se teorizaba sobre la caída de Esmeralda en las garras de una incierta secta musulmana fundamentalista que la tenía esclavizada a la espera de quién sabe qué horrible destino. Oí que pasaba hambre, que le habían cortado la luz y el agua por falta de pago, que se aseaba en los servicios comunitarios de la piscina. 
    Más tarde, cuando desapareció de nuestras vidas, me enteré de que todo eso era falso. Habría bastado pulsar el timbre para verificar que la Compañía Eléctrica no la había dejado sin suministro, pero nadie lo hizo, salvo el conserje que no participaba de aquellos conciliábulos. Las mismas vecinas que la habían vituperado ocupaban en aquellas semanas buena parte de su tiempo libre en hacer planes para ayudarla. Planes que nunca fueron más allá de ser pasatiempos frente a una taza de té, proyectos como montar una tómbola para recaudar fondos para ayudarla, denunciar a Pierre por abandono de familia, gestionar la intervención de la Asistencia Social, cualquier cosa excepto andar unas docenas de metros, pulsar el timbre y preguntarle cómo estaba y saber si, en verdad, necesitaba algo. Así que cuando terminó la temporada, se despidieron convencidas de que a saber qué podría pasarle ahora que se marchaban ellas, las únicas que se habían preocupado por la suerte de “esa desgraciada”.
   Luego, Esmeralda apareció muerta y, por extraño que parezca hubo un significativo consenso en dedicar poca atención a las circunstancias de un fallecimiento de alguien que, en cualquier caso, “no era de los nuestros”. Y pocos comentarios (“Se veía venir”, fue uno de los más frecuentes) porque era preferible cubrir nuestra desidia con un manto de silencio. 
    Una tarde de la primavera siguiente, me encontré a Pierre en los jardines del complejo. Me acerqué para ofrecerle mis condolencias. Me lo agradeció o hizo como que le importaba y me aclaró que había venido para recoger algunas cosas suyas que aún seguían en la vivienda que un día compartieron. No pude resistir la tentación de preguntarle si se supieron por fin las causas de su muerte.
—Desde luego que sí. Lo sabemos quienes tenemos que saberlo, mi hijo y yo. ¿Ustedes? ¿Para qué quiere saberlo? ¿Para que Esmeralda siga siendo un buen tema de conversación? Nunca nos admitieron ¿no es verdad? Michael y yo aún podríamos haber sido tolerados en sus círculos; al fin y al cabo yo soy europeo; no francés, ni belga como han dicho, sino luxemburgués, pero europeo; si me apuran, más europeo que ustedes. Ella, jamás. ¡No, no se esfuerce en convencerme de lo contrario! ¿Qué le hace suponer que los tres éramos sordomudos? En líneas generales sabíamos qué pensaban y qué decían de ella, y el hecho de que a Esmeralda no le importara no hace menos injusto su comportamiento. Por cierto ¿siente alguna curiosidad por saber cómo les veía ella? ¿No? Mejor así. No crea que salían bien librados ni siquiera los que como usted la trataban con una condescendencia insoportable. Así que, gracias por sus condolencias. Es posible que no volvamos a vernos. Ni usted ni yo lo echaremos en falta.


















No hay comentarios:

Publicar un comentario

Comenta aquí lo que desees