sábado, 4 de abril de 2020



Al cabo de tres semanas
(Sábado, 4 de abril e 2020)

Termina la tercera semana, estamos en vísperas de conocer si, como es previsible, el Gobierno propone al Congreso una segunda prórroga del confinamiento, y las noticias que recibimos del mundo, pero sobre todo de España, distan de ser tranquilizadoras.
A la espera de que lleguen tiempos mejores, sigo decidido a no aumentar la zozobra de mis amigos, de mis lectores, así es que este sábado pongo a su disposición una historia venida de los primeros años sesenta, cuando antiguallas que ya son historia, "la mili" o el analfabetismo, eran realidades en la España de entonces.

¡Los mamíferos!

Una palabra es como un pájaro: 
cuando se le da libertad, 
no puede guardarse otra vez 
(Valentin Yevstigneyev).

    El General Pardeza era un militar atípico. Sólo su origen familiar por vía materna -cuatro generaciones vistiendo uniforme- podía considerarse dentro de los cánones. Por lo demás, Marco Antonio Pardeza y Suárez de Lezama, rozaba, por así decirlo, los límites de las Ordenanzas. Cierto que lucía media docena de condecoraciones, pero ninguna de ellas eran de las podrían llamarse “de Primera División”. No ya la Laureada de San Fernando o la Cruz de Guerra; es que la Orden del Mérito Militar con Distintivo Rojo, o la de San Hermenegildo, tampoco brillaban en su pechera. Parecía como si las medallas se las hubieran concedido para que el representante de esa cuarta generación de guerreros Suárez de Lezama pudiera acudir a los grandes fastos castrenses con un informe que no desentonara demasiado del de sus colegas. Tampoco era menos cierto que su doctorado en Filosofía por la Universidad de Santiago de Compostela, su máster en Cambridge sobre los sonetos de Shakespeare, sus enciclopédicos conocimientos sobre la poesía renacentista castellana y su indisimulada afición por la música de cámara del período barroco, le habían hecho difícil mantener relaciones de camaradería con sus compañeros de promoción, desde que entrara en la Academia General de Zaragoza, hasta las fechas en las que transcurre este relato.
    Estoy, sin embargo, seguro de que fue esa poco frecuente mezcla de carrera militar y de amor a la cultura la que me salvó de ser pasado por las impías manos del peluquero del cuartel al que en otras circunstancias bien podría habérsele encomendado la nada honorable misión de rapar mi cabeza hasta que el brillo de su monda y lironda superficie deslumbrara a quien en ella se fijara. 
  Los hechos transcurrieron hace ya bastantes años. Antes, desde luego, de que la modernidad hubiera desterrado de España el Servicio Militar Obligatorio. Antes, también, de que el analfabetismo hubiera dejado de ser algo contra lo que había que luchar porque el número de los ágrafos fuera ya tan escaso que más valía localizarlos uno a uno y ponerlos al día, que categorizar su tratamiento. Lo cierto es que la suma de los dos fenómenos, vigencia del Servicio Militar Obligatorio y tasa de analfabetismo baja pero cierta, había dado lugar a un Programa de Alfabetización de Reclutas que funcionaba en tantos cuantos cuarteles se detectaba la presencia de mozos analfabetos al incorporarse a filas un nuevo reemplazo.
   Así es que aquel otoño, una mañana cualquiera -no recuerdo característica especial que me permita diferenciarla de las demás- fui llamado a presencia del Comandante del Batallón. El Comandante era un ex combatiente de la División Azul, un Ingeniero Zapador, que había hecho la campaña de Leningrado no sé si de grado o por fuerza, donde llegó después de haber terminado la Guerra Civil con el grado de Alférez Provisional. Hasta donde mi conocimiento de su vida y milagros, hasta donde mis contactos con él me permiten aventurar alguna conjetura, supongo que fue uno más de los voluntarios que en parte por odio al comunismo eslavo, en parte para lograr alguna ventaja en su carrera militar se embarcaron en aquella aventura. Se decía de él que cuando empezó la Guerra Civil estaba  en segundo Curso de Derecho en la Universidad de Valladolid, y que, pese a su comportamiento temerario en el campo de batalla, no había ascendido más por un oscuro asunto de maltrato a un recluta hacía ya algunos años. La verdad es que ni lo uno ni lo otro tuve ocasión ni interés en saberlo. Lo que sí sabía es que el programa aquel de que hablaba, el que servía para desasnar reclutas, lo llevaba él en persona.
    Por lo que a mí se refiere, había terminado mi carrera de Derecho dos meses después de haber sido llamado a filas, lo que unido a mi condición de simple Cabo Furriel, me confería el extraño privilegio de ser diferente a la inmensa mayoría de mis camaradas de armas. Yo me las había arreglado para hacerme perdonar mi condición de universitario porque tampoco era cosa de ser tomado por señorito en un ambiente en el que eso sólo me hubiera traído problemas. Pese a todo, el Comandante se había dignado hablar conmigo en más de media docena de ocasiones, como si se tratara no de un humilde Cabo, sino de uno más de los Oficiales o Suboficiales de Complemento que servían a sus órdenes. Supongo que, dentro de un orden, me consideraba en parte un colega por aquello de sus interrumpidos estudios universitarios. Por eso no me extrañó demasiado que me llamara.
—A la orden de usted, mi Comandante.
—Descansa muchacho. ¿Has oído hablar del Programa de Alfabetización de adultos?
—Sí, mi Comandante.
—¿Sabes en qué consiste?
—No, mi Comandante, pero supongo que se trata de aprovechar el pase por el Ejército para enseñar a leer y a escribir al que no sabe cuando llega al cuartel.
—Más o menos. La verdad es que no sólo les enseñamos a leer y a escribir. También salen con las cuatro reglas aprendidas, bueno, y algo más, algunas nociones de moral e Historia Sagrada y un barniz sobre nuestra propia Historia.
—…
—¿Sabes quién se encarga de ejecutarlo?
—No, mi Comandante. Me temo que no he pensado en ello.
—Era de esperar. Bueno, en cada Unidad hay un responsable del programa (yo lo soy en ésta) que se ocupa de que todo funcione como está mandado, incluyendo la selección de quienes tienen que enseñar a sus camaradas. O sea, que aprovechamos los conocimientos de soldados y suboficiales que puedan estar en condiciones de darles clase a quien lo necesite.
     Como era de suponer, fui uno de los seleccionados junto al Capellán Castrense, que se encargaba, ¿quién si no? de transmitir a los neófitos, ocho en total, los principios morales y algunos conocimientos sencillos de Historia Sagrada, y Raúl, un Maestro Nacional sobre el que descargaba el peso fundamental del programa, y que habría de ser quien les enseñara a leer, escribir, dominar los conocimientos elementales de aritmética y alguna otra materia que he olvidado. A mí se me pidió que preparara un programa sencillo, una decena de lecciones como máximo, que abarcara los puntos clave de la Historia de España. 
    Ahora, años después, creo que me esforcé demasiado. No sé si trataba de lucir mis conocimientos ante el Comandante o si, de verdad, llegué a pensar que había alguna posibilidad de conseguir ocho nuevos conversos a mi pasión por la Historia. Había previsto especular sobre los orígenes de los primeros pobladores de esta tierra, un poco más allá del simplismo de celtas, iberos y celtíberos. Pensaba informar a mis alumnos del papel geoestratégico de la península en el sueño mediterráneo de Aníbal y de cómo su falta de olfato político terminó por convertir España, para nuestra posterior fortuna, en cinco Provincias romanas. Poco papel le asigné a Viriato en mis previstas pláticas y mucho menos a Indíbil y Mandonio. Trataba después de analizar las causas profundas del derrumbamiento del Imperio Romano y de sus consecuencias para las Provincias Hispánicas cuando acá llegaron los consabidos Vándalos, Alanos, Suevos, Godos y Visigodos. Aunque me centrara en España, había pensado explicar las razones del fulgurante auge del Islam y cómo su presencia en nuestra tierra durante casi ocho Siglos había sido una realidad bastante más compleja que el relato de una guerra entre religiones de ochocientos años de duración, y mucho más influyente en nuestra cultura de lo que suelen reflejar los manuales convencionales. Habría cantado, cómo no, la gesta ultramarina, las grandezas de la colonización, -la más parecida en su concepción y desarrollo a lo que había sido el Imperio Romano- lo que no me habría impedido enseñar a mis reclutas que no todo fue oro y gloria en aquella increíble epopeya. 
    Moderaba mis opiniones cuanto podía, pero algo tenía previsto decir a propósito del constante malentendido europeo durante el llamado “Siglo de Oro”, las motivaciones económicas y culturales de las llamadas “Guerras de Religión”, el doble papel de nuestros soberanos de la dinastía austríaca, que lo eran de España y en algún momento lo fueron también de Europa y a la inversa, los tejemanejes pontificios, el papel de la reforma luterana en la política europea, etc. etc. En cuanto a los primeros Borbones, quise destacar su manera de gestionar la decadencia imperial, su asunción forzosa del papel secundario de España en el concierto europeo sin cargar demasiado las tintas. Pensara lo que pensara, recordé que estaba en el Ejército, así que en ningún momento se me ocurrió aventurar la hipótesis de si no habríamos salido ganando en el caso de que Napoleón hubiera ganado la Guerra de la Independencia. Del mismo modo, despaché el Siglo XIX con media docena de lugares comunes para acabar mi programa cantando ¿cómo no? las glorias del bando vencedor de la Guerra Civil. Quiero que se me entienda: no soy un borrego que crea a pies juntillas la propaganda oficial, pero no tengo, nunca la he tenido, vocación de mártir, sobre todo a partir del día que caí en la cuenta de que todos los mártires, para serlo, tienen que morir primero y siempre de muy mala manera, que es lo malo que tiene el martirio.
    El día previsto fui a ver al Comandante, satisfecho con mi trabajo. Era un tanto elemental, no había profundizado en ningún capítulo, pero confiaba en que se me permitiera intentar que los reclutas salieran del Servicio Militar con una idea general sencilla y clara de sus orígenes, de la Historia de su país. Había dispuesto cada capítulo en un folio; me cuadré e intenté empezar a leerlos. No hubo caso.
—Dame esos papeles y descansa. Sé leer.
—A sus órdenes.
   Durante unos minutos el Comandante fue leyendo folio tras folio. Apenas algún gesto, cejas que se alzaban, cabeza que se ladeaba por acá, sonido gutural por allí, me estaban llevando al convencimiento de que me acercaba al calabozo pasito a pasito, acompañado del Homo Antecesor, de Asdrúbal, de Publio Cornelio Escipión, Sigerico, Don Julián, Al Mansur, Isabel La Católica, Pizarro, El Gran Duque de Alba, Esquilache, La Isabelona, El Empecinado y Buenaventura Durruti. Tanta y tan variada compañía se me antojaban insuficientes para salvaguardar mi cabellera, pero llevé una sorpresa.
—Siéntate, coge esos folios de ahí y ve escribiendo lo que te dicte. Se ve que te gusta la Historia, pero esto es infumable. Escribe.
—A sus órdenes, mi Comandante.
—Primera lección: Celtas, iberos, celtíberos, fenicios y griegos. Si te da por ahí puedes hablar de Tartesos. De Atapuerca y del Homo Antecesor ni media palabra. No líes al personal ¿Estamos?
—Sí mi Comandante.
—Segunda lección: Cartagineses y romanos. Los buenos eran los cartagineses. Los romanos fueron invasores sin escrúpulos. Viriato fue un héroe ESPAÑOL, aunque fuera un pastor lusitano. Luego, con el tiempo, los romanos se hicieron buenos y los españoles les dimos varios Emperadores y filósofos de los mejores que tuvieron, para que se enteraran de quienes éramos. ¿Lo has apuntado?
—Sí mi comandante.
—Tercera lección: los Bárbaros del Norte. Pues eso, unos bárbaros, lo que pasa es que luego Recaredo se convirtió al cristianismo y fue también un buen español, que es lo que cuenta. No se te ocurra hacerles aprender la lista de los Reyes Godos que es una tabarra. ¿Está claro?
—Sí mi Comandante, yo tampoco soy capaz de recordarla.
—Mejor. Cuarta lección: la invasión de los moros. La traición del Conde Don Julián, el Guadalete y toda esa vaina, hasta llegar a Covadonga. Ahí, te abres de capa, sacas a pasear a Don Pelayo y al Cid Campeador, y sigues de un tirón hasta las Navas de Tolosa, Fernando El Santo, Sevilla y el cerco y la toma de Granada por los Reyes Católicos.
—Mi Comandante, ¿puedo hablar de Al Mansur?
—¿De quién?
—De Almanzor, mi Comandante.
—Sí, pero para decir que al final lo corrimos a gorrazos en Calatañazor, como un infiel que era. Si tienes tiempo, y sino también, cuenta lo de Santiago Apóstol echándonos una mano en la Batalla de Clavijo. Cerciórate de cuándo fue que yo ahora no lo recuerdo. Sigamos, quinta lección: ¡Ah, ésta es fenomenal! Los Reyes Católicos, Tanto monta monta tanto Isabel como Fernando, la toma de Granada, la unidad de España, El Gran Capitán, las campañas de Italia, Colón, el descubrimiento de América, Dª Juana La Loca, el Emperador Carlos I de España y V de Alemania, (llámalo siempre así, Primero de España y Quinto de Alemania, ¿entiendes?) ¡La gloria!
—Mi Comandante ¿y si digo que Fernando el Católico sirvió de inspiración a Maquiavelo para escribir “El Príncipe”?
—¿Maquiavelo? Es que pareces bobo. Pero si ese tío está en el Índice, “jodío”. Haré como que no te he oído. Sexta lección: El Siglo de Oro, los conquistadores, Cortés y Pizarro (basta con esos dos, bueno y con Juan Sebastián Elcano), el Gran Duque de Alba, San Quintín y… bueno, no habrá más remedio que hablar de la Armada Invencible, la tormenta del carajo que acabó con la flota… en fin, eso pásalo enseguida. ¡Ah! Que no se te olviden Lepanto y el Concilio de Trento: dos servicios impagables de España a la Iglesia Católica. Que no sé yo a qué viene ahora tanta ingratitud…
—¿Mi Comandante?
—Sí, hombre, que no sé yo a qué viene ahora que Pablo VI se meta donde nadie le llama y se líe a criticar al Caudillo y a apadrinar a toda esa mano de curas rojos que nos están creciendo como setas…
—Mi Comandante, que digo yo si no sería mejor que eso de Pablo VI y los curas rojos lo dijera el Capellán en sus clases.
—Pero bueno, muchacho, ¿eres tonto o te lo haces? ¿Tú crees que un Capellán Castrense se va a poner a criticar a la Santa Sede? De eso no tenéis que hablar ni el cura ni tú. Esto lo tachas, que no te lo digo para que se lo enseñes a los reclutas. Es una conversación entre tú y yo, así que bórralo. ¡Vamos hombre, sólo faltaba que alguien fuera largando por ahí que éste que te habla ha puesto a caer de un burro al Papa, aunque sea… !
—¡Vale, mi Comandante! Me paro cuando hable de Trento y de Lepanto.
—Eso es. Séptima lección: la decadencia, qué le vamos a hacer, tendrás que hablar de los Siglos XVIII y XIX. Ojo al parche: los Borbones eran franceses y así nos fue con ellos, no como los Austrias que eran españoles…
—Perdón, mi Comandante, pero los Austrias…
—¡Los Austrias eran españoles! ¿Carlos V no era nieto de los Reyes Católicos? Pues español, él y sus hijos y sus nietos. Habrá quien diga que Carlos V nació en Flandes, pero eso es igual que mi sobrino Argimiro que nació en Basilea porque su padre había emigrado, pero el muchacho es más español que tú y que yo ¿Estamos? Así que Carlos I de España y V de Alemania fue tan español como mi sobrino Argimiro. Los Borbones, en cambio, todos franceses aunque nacieran en España como el pendón de Isabel II y el mamarracho de su padre, que me cago en la madre que los parió a los dos. Los Borbones arruinaron España. Esto no dejes de decirlo.
—Y luego, sin más, la Guerra Civil.
—¡La Cruzada, coño, La Cruzada! ¡No hombre! Te antes falta la octava lección: La Guerra de la Independencia. Ahí te puedes lucir. El pueblo llano echó de nuestra tierra al Emperador con la ayuda del Ejército Español. Di que Napoleón era bajito. Ya sabes, El Sitio de Zaragoza, El Cura Merino, el Empecinado, Los Arapiles, el borrachuzo de José Bonaparte, todo lo que quieras.
—¿Puedo hablar del papel del los ingleses en la Guerra de la Independencia?
—No veo por qué. ¿Hablan ellos de nosotros? No ¿verdad? Pues eso. Además, no vinieron a ayudarnos sino a derrotar a Napoleón, que no es lo mismo. Sigues luego, como habíamos empezado a decir, con el Glorioso Alzamiento Nacional. Antes, cuatro frases sobre las malditas Repúblicas, sobre todo la segunda, y terminas hablando de lo que ahora tenemos, la paz, el bienestar y no se te olvide que somos la envidia de las moribundas democracias occidentales. ¡Hale, ya lo tienes! Dale una vuelta y a trabajar. Nueve lecciones; dos meses y listos.
—A sus órdenes mi Comandante.  
   Y empecé mis clases. No dije lo que yo había pensado decir, pero tampoco me ceñí al pie de la letra a sus instrucciones. El Cura, Raúl y yo teníamos a nuestro cargo a ocho reclutas, como me parece haber dicho. Cinco de ellos procedían del campo, habían venido de aldeas del Norte de León, y otro par de ellos venían de un suburbio salmantino, Los Pizarrales. Había otro más, Germán, listísimo, hijo de un tratante de ganado que se había movido siempre por la raya de Portugal entre Salamanca y Zamora, que sin haber escrito un número en su vida sumaba, restaba, multiplicaba y dividía a velocidad envidiable.
    No sé muy bien qué harían tales alumnos con mis colegas enseñantes. Algún comentario al paso me permitió suponer que se aburrían como ostras con el Capellán y que trataban de aprovechar lo que les transmitían mi colega el Maestro Nacional. Supongo que las clases de Raúl les gustarían más o menos pero que entenderían que habrían de serles útiles cuando volvieran a sus lugares de origen. A mis disertaciones acudían curiosos al principio e interesados después, aunque me temo que la mayor parte de mis pláticas se perdían en el viento. Atendían mis explicaciones, celebraban mis chascarrillos, alguna vez hacían preguntas, pero no creo que fueran capaces de retener demasiadas cosas de las que oían. Eran una especie de espacio neutral entre las áridas pero imprescindibles enseñanzas del Maestro y las aleluyas del Capellán.
    Terminaba casi mi tarea, iba ya, de hecho, por la séptima lección, la de la decadencia del Imperio, cuando se supo que el General Pardeza, de inspección por España para tomarle el pulso al Programa de Alfabetización, había anunciado su presencia en nuestra Unidad unos días después. No se me alcanzaba la justificación de la visita a un Cuartel de las dimensiones del nuestro y con sólo ocho beneficiarios del programa, pero, y eso es lo que importaba, el General venía a inspeccionarnos y eso era algo que podría traerme alguna complicación.
    El Capellán, el Maestro y yo, fuimos convocados por el Comandante. Había que preparar a los muchachos para dejar en buen lugar a nuestra Unidad, así que se nos encargó que seleccionáramos a los más espabilados para que contestaran a alguna pregunta que deberíamos preparar a conciencia  con el recluta que hubiéramos escogido. El Capellán eligió a Segundo, un pardillo de no recuerdo qué pueblo cercano de la Bañeza, buen muchacho que parecía ser el único que había prestado alguna atención a las disertaciones sobre moral e Historia Sagrada y que, según decían, tenía buena memoria. Creo recordar que el cura tenía pensado hacerle hablar del episodio de Abraham y el indultado sacrificio de su hijo Isaac que era fácil de recordar y siempre podría dar juego. El Maestro, como era de suponer, optó por Germán. Buena elección. El rapaz era el más apto para dejarle en buen lugar. Por lo que a mí respecta, hablé con Abelardo, un bracero de Peñalva de Santiago con el que estuve repasando el pasaje referido al descubrimiento de América, que era de los que más habían gustado a la concurrencia. Desde luego, no sabíamos ni cuándo vendría el General, ni a quién de los tres enseñantes le iba a corresponder el discutible honor de demostrarle nuestra eficacia.
    El día de marras, mientras estaba dando mi clase -hablaba de Carlos III, para ser precisos- oí los brillantes tonos del cornetín de órdenes. “El Chato”, Cabo Primero de la banda, anunciaba la presencia del General en el cuartel. Pensé que iba a ser yo el conejillo de indias con el que se probara el éxito global de la aplicación del programa en nuestra Unidad. ¡Qué le vamos a hacer! Diez minutos antes o treinta después y el General se habría encontrado en el aula con el Capellán o con el Maestro, pero no: me había correspondido a mí el dudoso honor de recibir la inspección. Unos minutos más tarde se abrió la puerta del aula y a la voz de ¡Fiiiirm….es! nos levantamos todos y nos quedamos tiesos como palos. Media docena de sillas cayeron al suelo, y allí se quedaron.
    Entró el General, seguido de un Comandante de Estado Mayor, un capullo estirado, que miraba a todo el mundo con la barbilla levantada perdonándonos la vida, del Coronel del Regimiento y de mi Comandante. Éste, nada más entrar me miró como diciéndome “en tus manos encomendamos el honor del Cuartel. Lúcete”
—Mande descanso.
—¡Descansen! 
—Dígales que recojan las sillas y que vuelvan a sentarse. Quiero que la clase continúe como si no estuviéramos.
    Así lo hice. Por fortuna, no soy muy dado a impresionarme, así que continué desgranando las virtudes de Carlos III, y el porqué de que se le conociera como El Mejor Alcalde de Madrid. Como es de suponer, al cabo de cinco minutos, el General me interrumpió con un gesto. No parecía mal tipo el General. Por su aspecto, podría asegurar que había cumplido con creces los sesenta, más bien bajito y algo barrigón, presentaba un rostro afable y se le veía curioso ante lo que podía suceder. Vestía de uniforme, desde luego, pero daba la impresión de que se habría sentido más cómodo en traje de paisano.
—¿Cómo te llamas, muchacho?
—Rendales, mi General, Cabo Aurelio Rendales a sus órdenes.
—Bien, bien, bien. Y por lo que he escuchado eres el que se encarga de enseñarles Historia a tus camaradas ¿Verdad?
—Así es, mi General.
—Historia de España, nada más, supongo.
—En efecto, mi General. Historia de España, desde los Iberos a la Gloriosa Cruzada, mi General.
—Perfecto. Y, dime ¿Han aprendido algo?
—Eso creo, mi General.
—Vamos a verlo.
—¡A la orden! ¡A ver, Conrado! Explícale al General…
—¡No, no, no!, Déjame a mí. A ver… tú (-y señaló con el dedo a Roque-)
    Se me abrieron las carnes. Roque era, con diferencia el más obtuso de la clase, del Cuartel y hasta es posible que de la suma de los Ejércitos de Tierra, Mar y Aire de España y del total de los Ejércitos del Occidente Cristiano. Oriundo de los imprecisos límites entre León y Galicia, hasta su llamada a filas pastoreaba un rebaño de ovejas y había pasado las nueve décimas partes de su existencia en la soledad infinita de los breñales de los montes de León. Desde que llegó al Cuartel había acumulado más arrestos él solo que media Compañía, y no por mala voluntad. Incapaz de entender los rudimentos de la instrucción, sólo se le había descubierto una habilidad, si bien ésta era extraordinaria. Como ya he dicho, la Unidad formaba parte del Arma de Ingenieros. Cuando en instrucción de campo se le encargaba a su sección el sembrado de un campo de minas, él actuaba solo, al final del ejercicio, enmascarando la localización de las minas. Se sentaba en el suelo, sacaba del bolsillo una vieja navaja, se hacía con media docena de matojos, un puñado de piedrecitas y algún hierbajo suelto y, mientras canturreaba por lo bajo extrañas tonadas que nadie conocía, dejaba el terreno en unas condiciones de camuflaje tan perfectas que para localizar después las minas y desenterrarlas era preciso en todos los casos acudir al plano que el cabo, es decir, yo mismo, había levantado del campo. Doy fe de que siempre fue así, pero, váyase lo uno por lo otro, también puedo asegurar de que nada de lo que yo hubiera podido explicar en el aula había penetrado en su mollera.
—¿Cómo te llamas, soldado?
—Roque, mi General.
—Roque, qué mas, soldado.
—Roque García Pajuelo, para servir a Dios y a usted, mi General.
—Muy bien. Tranquilo, hijo. Así que el Cabo Rendales te ha enseñado Historia de España ¿Verdad?
—Sí, mi General.
—Muy bien, soldado. Vamos a ver qué has aprendido. Seguro que el Cabo te habrá explicado que en la noche de los tiempos, cuando lo que hoy llamamos Península Ibérica, o sea, España y nuestra vecina Portugal, ni siquiera tenía nombre, en algún impreciso momento, pueblos arios, originarios con toda probabilidad de las Islas Británicas, llegaron a esta bendita tierra por el Noroeste. Eran los celtas. Gentes rubias, de aventajada estatura, de tez pálida y ojos claros, que se aposentaron, como digo, en el extremo Noroccidental de la Península. Más o menos por el mismo tiempo, otros pueblos que venían del Norte de África, cruzaron el estrecho de Gibraltar (es obvio que entones no tenía nombre) y fueron ocupando lentamente el Sur de nuestras tierras. Pertenecían a una etnia bien diferente a los celtas. Los Iberos, que se así han sido llamados, eran de menor estatura, quizás más fornidos que los celtas, de tez oscura y cabello y ojos negros. Pasaron los años, quién sabe cuántos siglos, y los celtas fueron descendiendo hacia el Sur mientras los iberos, poco a poco, fueron desplazándose hacia el Norte. En algún momento, celtas e iberos entraron en contacto, guerrearon entre sí, hicieron las paces, volvieron a luchar y terminaron por fusionarse, dando lugar a quienes podrían considerarse con toda razón como nuestros auténticos antepasados. Bien, ésta es la pregunta soldado ¿Cómo se llamó el pueblo resultante de la fusión de celtas e iberos? 
    Silencio absoluto. Durante la larga y enrevesada perorata del General, Roque, el soldado Roque García Pajuelo había abierto unos ojos como platos y, aunque no los apartaba de la faz del General, bien a las claras se percibía no ya que no conociera la respuesta, sino que no había entendido más allá de media docena de palabras sueltas del discurso. El General se dio cuenta y reformó la pregunta.
—Tranquilo soldado. Te lo preguntaré con otras palabras. Hace un montón de años, cuando aquí no había nadie, llegaron los celtas. Entraron por Galicia. Eran altos, rubios y con los ojos azules. Al mismo tiempo, por Andalucía vinieron los iberos que eran bajitos y morenos. Los celtas bajaron, los iberos subieron, se encontraron, se casaron unos con otros y sus descendientes se llamaron… ¿Cómo se llamaron, soldado?
    El mismo silencio. Un amago de sudor empezó a recorrerme la espalda. Faltaba lo peor. Germán, el más listo de la clase como ya he dicho, y no precisamente el más benovolente, que estaba sentado justo detrás de Roque, se levantó un cuarto de su asiento y le sopló la respuesta.
—¿Cómo se llamaron, soldado? Haz memoria: los celtas… los iberos…
¡¡¡Los mamíferos, mi General!!!  
    Ya dije que el General era una buena persona (¿o no lo había dicho?) Se me quedó mirando, se encogió de hombros, me dio una palmada de ánimo en la espalda y se marchó sin más.









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