sábado, 18 de abril de 2020

 Sin demasiados cambios
18 de abril 2020
  Quinta semana. Ninguna razón para retomar mis viejas costumbres y volver a otear el panorama político, ya sea el más próximo o el que se desenvuelve mas allá de nuestras hoy cerradas fronteras.
  Seguimos confinados sin fecha anunciada para recuperar algo parecido a la normalidad, así es que ahí tenéis un relato que pudiera guardar alguna relación con historias de las que estuve cerca cuando yo mismo era un alumno que acudía a las aulas de la Facultad de Derecho.
  He cambiado nombres, fechas y lugares y he añadido de mi cosecha lo que me ha parecido oportuno para convertir un indicio en una historia.  


El corte de traje
     
Ella, por volverlo a ver, 
corrió presta al mirador.   
Él volvió… con su mujer.
Ella se murió de amor 
(José Martí)

    Otra limpia mañana de noviembre. Alba, asomada al balcón, resbala su mirada sobre las copas ya amarillas de las acacias buscando el confín del mar. Quiere recorrer la línea del horizonte para ser la primera en divisar allá lejos el mercante que le devolverá a Vittorio. Ya es tiempo. Tiene que volver, va a volver. 
    Como cada mañana que salía a esperar a su marido, los edificios del otro lado de la plaza le impedían ver el mar. Ella culpaba al Casino de obstaculizar sus diarios intentos, y a las plantas altas del edificio de viviendas que construyeron el año pasado frente a su balcón, y a las galerías superiores de ese pretencioso Centro Comercial que ha jurado no pisar jamás. Alba se negaba a admitir que aunque un genio benéfico, o el diablo, o Dios, a ella le daba igual, hicieran desaparecer las macizas construcciones situadas frente a su lugar de observación, seguiría siendo imposible ver el mar, observar la llegada de los navíos, descubrir la primera a Vittorio bajando a tierra, porque el puerto más cercano estaba a 180 kilómetros de su residencia.
    Aferrada a la balaustrada, Alba, bellísima, impecable, arreglada como cada día, esperando la llegada del ausente que podía producirse cualquier mañana, seguía intentando penetrar las sólidas fachadas que tenía ante ella. Se miró en los cristales del balcón, se arregló el mechón rubio que se deslizaba por su frente, alisó su blusa, desabrochó coqueta otro botón y volvió mirar su pequeño reloj. Era un regalo de Vittorio, una delicada joya que ella llevaba prendida como un dije en la blusa encima de su corazón. Lo cierto es que el reloj no era más que una baratija que su marido había comprado quién sabe dónde para hacerse perdonar quién sabe qué. (“¡Jesús, las 11 y media! ¿Será posible que tampoco llegue hoy?”) Sintió una palmada festiva en sus nalgas y, sin solución de continuidad, los brazos de Enrique rodearon su cintura y recibió, como tantas mañanas, el beso de su hijo en la  mejilla.
—¡Buenos días, bonita!
—Sí, bonita. ¡Qué más quisiera! Tu padre tampoco creo que venga hoy. Anda, vamos para adentro.
—¿Estás bien mamá? ¿Has desayunado ya o quieres que te prepare algo? 
—¿Que si he desayunado? ¡Estás tú bueno! ¡Y no vuelvas a hacer eso! Sabes que no me gusta que me des esos azotes. No está bien, eres mi hijo, deberías tenerme más respeto. ¿Qué le habría parecido a papá si te viera tocándome el… ya sabes?
—¿La señora se ha ofendido? ¡Vamos mamá, que soy yo! ¿Has desayunado o no?
—¿Desayunado? ¿Sabes qué hora es? Anda, zalamero, vamos para adentro que ya te prepararé yo el tuyo. Y no te hagas el tonto que sé muy bien a qué horas llegaste ayer. ¡A saber por dónde habrás andado!
    Y entró canturreando una viejísima canción que ya había pasado de moda cuando ella empezaba a vivir. No podía, ni quería remediarlo: la mera presencia de su hijo pequeño tenía la rara virtud de ponerla de buen humor y de alejar de su mente las brumas que la envolvían cuando se quedaba sola. Enrique dejó pasar a su madre y siguió tras ella. Iba a medio vestir porque, pese a la hora de la mañana, acababa de levantarse. Privilegio de ser el hijo pequeño de una madre abandonada por su marido hacía ya… ¿Doce años? Tal vez once o quizás trece. Podría preguntárselo a su madre y se lo habría precisado añadiendo meses y días. ¿Qué más daba? Él y su hermano Andrés sabían que nunca volverían a verlo, pero su madre… ¡Ah, su madre! Cuando Vittorio desapareció, se llevó con él el amor de Alba y algún tiempo después su razón. Los muchachos, tan distintos el uno y el otro, habían crecido solos sabiendo desde hacía tiempo que nunca más podrían contar con la ayuda de aquel marino mercante tan seductor, tan extravertido por el que su madre suspiraba a cada momento de cada día.
    Ambos sabían de memoria la historia de la familia. Alba se la recordaba en los cumpleaños de cualquiera de los dos, cada Nochebuena, cada vez que, por las razones que fueran se juntaban los tres y celebraban cualquier cosa. Conocían como si hubieran estado en ella la terraza frente al puerto de Málaga en la que Alba y Vittorio se vieron por primera vez. Un verano, de eso hacía ya casi un cuarto de siglo, Alba había ido a conocer Málaga con dos amigas. Esa mañana, mientras sus amigas curioseaban un escaparate en Calle Larios, Alba las esperó sentada en una terraza frente al puerto. 
    “Y entonces llegó Vittorio, y yo me enamoré de él. Era el hombre más gentil que había visto en mi vida. Nadie me ha mirado nunca como él. Nadie me ha dicho las cosas que él me susurraba al oído. Nadie canta como él. Nadie… bueno, nadie es como él. Él también se enamoró de mí. Fueron dos noches y tres días maravillosos. Cuando vuelva tengo que conseguir que os cuente las cosas extraordinarias que le han pasado. Ha estado en tantos sitios…”. 
    Al llegar a ese punto, Alba solía mirar a Andrés de una forma indescifrable, una mirada hecha de reproche y cariño, de añoranza y de fastidio. “Luego naciste tú, y todo cambió. Nos casamos en primavera, aquí, para escándalo de mi familia porque yo ya estaba embarazada y se me notaba, y aquí me quedé, como sabéis, porque Vittorio ama la mar y jamás pensé en atarlo a mi falda”. 
  Volvía a cambiar la expresión y el timbre de voz. “Fue un tiempo maravilloso. Nadie en el mundo se ha querido como lo hacíamos nosotros. Naciste tú, Enrique, y Vittorio, tu padre, te comía a besos. Cuando recalaba en puerto, yo te llevaba conmigo; tú, Andrés, te quedabas aquí con la abuela porque eras muy chico y no podíamos ir todos, así que allá que nos íbamos a esperar que bajara del barco. Nos saludaba desde la borda y bajaba por la escalera agitando la mano con algún regalo para cada uno. Luego comíamos en alguna taberna cercana al puerto que él conocía y, por la tarde, alquilaba un coche y nos veníamos para acá. ¿Os acordáis? ¡Alquilaba un coche, y llegábamos como señores! Este reloj me lo regaló papá”.
   Los años se fueron sucediendo unos a otros. No llegaron más hijos. Vittorio se descubrió las primeras canas y le dio por decir que estaba haciéndose viejo. Tonterías de macho presumido, pero así lo veía él. Le pareció que se le terminaba el tiempo, que la vida se le iba entre los dedos. Espació poco a poco sus llegadas a puerto. Hubo una ocasión en que pasaron dos años sin hacer acto de presencia, y fue entonces la primera vez en la que la salud mental de Alba dejó traslucir los primeros síntomas de su fragilidad. Volvió su hombre y todo retornó a la normalidad. 
    Aquel año, Vittorio permaneció con ellos un trimestre después de la larga ausencia. Andrés cumplía 14 años y Enrique iba camino de los 13. Para entonces ya eran evidentes las diferencias entre ambos que siempre les distinguirían. Andrés era concienzudo; Enrique, desenfadado. Andrés acudía al Instituto cada mañana y terminaba sus cursos sin ninguna dificultad; Enrique siempre encontraba alguna razón para quedarse en casa o para hacer cualquier cosa menos “perder el tiempo aprendiendo tonterías”. Andrés era poco agraciado; Enrique parecía un Dios joven. Andrés era serio, a veces taciturno; Enrique el más divertido de sus amigos. 
    Fueron tres meses en los que Vittorio habló mucho con ellos. Durante aquel tiempo que Vittorio pasó en su casa hablaba cada día con sus hijos. Visto ahora en la distancia, parecía como si estuviera despidiéndose de ellos, o como si quisiera prepararlos para vivir en el mundo valiéndose por sí mismos. Cuando Andrés volvía de sus clases, se los llevaba a la terraza de un café cercano y, mientras Alba preparaba la cena, hablaba con ellos. Él habría querido que Andrés se hiciera marino, como él. (“Eres formal, inteligente y trabajador, pero te falta mundo. El mar te cambiará. Has de salir de aquí y hacerte hombre. Tienes lo necesario para hacerte marino, no cualquiera puede serlo, pero tú sí. Es la mejor profesión del mundo. La única digna para un hombre libre”). Jamás se tomó la molestia de averiguar qué le parecía a su hijo todo eso; daba por hecho que haría lo que él creyera que era lo mejor para su futuro. Su hijo, callaba. Enrique, por el contrario, según su padre no tendría que preocuparse por nada. Con su cara y su carácter las mujeres le abrirían todas las puertas que fuera encontrándose; bastaría con que se dejara querer. Enrique lo miraba y reía.
    Después, Vittorio desapareció sin dejar rastro. Pasó un año y luego otro, y después un tercero y otro más. Alba perdió la cordura y así como la loca del Muelle de San Blas acudía a diario al embarcadero a esperar a su hombre, ella cada mañana se asomaba a su balcón desde el que aseguraba que sería la primera en ver volver a Vittorio. Enrique y Andrés pensaban ahora, pasado el tiempo, que debió haberles extrañado la negativa de Vittorio a que su familia se hubiera ido a vivir a Málaga, en vez de quedarse tan lejos del mar. Era como decirles que no quería tenerlos cerca, que prefería saberlos a buen recaudo tierra adentro. 
    Los dos hermanos llegaron a un acuerdo. Andrés iría a Granada y se haría Médico. Cuando terminara la carrera se encargaría de Alba y hasta de Enrique si fuera preciso. Éste estuvo conforme pero sonrió cuando escuchó que su hermano podría tener que hacerse cargo de él algún día. En absoluto: él se quedaría con su madre, la cuidaría y la haría reír cada día del resto de su vida. Después… él, pese a la edad, pensaba que otras mujeres habría que le resolverían su futuro. Y así se hizo, y cada uno de los hermanos, fiel a sus formas de ser, empezaron sus caminos respectivos.
    No eran ricos, ni mucho menos, y ambos lo sabían. Sabían que necesitarían ciertas dosis de prudencia y austeridad si querían costear los estudios de Andrés y asegurar la supervivencia de Alba y de Enrique. Pero, una vez más, cada uno seguía sus propias pautas de conducta. Andrés se alojó en una pensión en las afueras de Granada desde la que acudía cada mañana andando a la Facultad, almorzaba en los comedores universitarios y escatimaba cuanto podía en todo lo demás. De hecho, a partir de Tercer Curso, empezó a ganar algún dinero dando clases a alumnos de Primero cuyos cortos entendimientos lo exigían, trabajaba los sábados lavando platos en un restaurante y hasta en alguna ocasión se hizo contratar como hombre anuncio. Todo lo iba guardando y cada vez que volvía al pueblo, se encargaba de hacer un recorrido por tiendas y comercios para ir saldando las pequeñas deudas de su madre y de su hermano. 
    Alba nunca supo nada de todo lo que hacía su hijo mayor para no gravar la precaria economía familiar. Hasta es dudoso que llegara a saber que sus propias compras había que pagarlas. Enrique había advertido que le dieran crédito que ya vendría su hermano mayor a pagar. Él mismo, cuando Andrés llegaba, aprovechaba la ocasión y obtenía de su hermano el dinero necesario para saldar las cuentas dejadas pendientes en los bares que frecuentaba. 
   Aquél verano el hermano mayor le contó al pequeño que había hecho las averiguaciones precisas y sabía que su padre vivía en La Coruña con una inglesa. 
—Papá vive en La Coruña con otra mujer. Es extranjera y tiene mucho dinero. Viven en una casa con jardín.
—¿De verdad? ¿Desde cuándo lo sabes?
—Desde hace un par de meses. No hay ninguna duda. La información me la ha dado el Armador para el que trabajaba.
—Pero no puede estar casado, mamá sigue viva. Tenemos que hablar con él. Hay que hacer que vuelva.
—¿Y qué si no están casados? ¿Qué quieres, ir a La Coruña? ¿Y hacer qué? Déjalo estar. Ya ves cómo está mamá. Prefiero que piense que su Vittorio de su alma puede volver cualquier día a que se entere de que nos abandonó y que vive con otra.
—¿Y no vamos a hacer nada? Podía ayudar algo, digo yo, que falta nos hace.
—No. No voy a ir a pedirle dinero y tú tampoco. Ya nos arreglaremos.
   Y así se hizo, muy a pesar de Enrique que nunca llegó a saber a costa de qué esfuerzos, su hermano, el estudiante de Medicina peor vestido de Granada, estaba siendo capaz de pagar su carrera, saldar las caprichosas cuentas de su madre y sus propias juergas. A Andrés, en el fondo, hasta le hacía gracia. Llegaba en vacaciones a su casa y veía a Alba tan guapa tan elegante, tan fuera de este mundo (“¿Te gusta este vestidito? ¿A que es precioso, verdad? Un regalo de tu hermano. Tiene tan buen gusto… A ver si aprendes de él que siempre va hecho un pincel, no como tú que pareces un pordiosero, que no sé ni cómo te dejan entrar en la Facultad. Bueno, sí, pensarán que vas a arreglar las calderas o a dar algún recado”) y veía también a su hermano tan divertido, tan alegre, tan compenetrados ambos que daba por bien empleados los sinsabores de los meses granadinos.
    El año que terminaba la carrera, tres meses antes de acabar el curso, justo antes de la Semana Santa, uno de sus maestros le brindó la ocasión de ganar una cierta cantidad de dinero. Habría sido insignificante para cualquier otro, pero que a él le parecía una fortuna. Mecanografió y corrigió la tesis doctoral de un protegido de su maestro y cobró por ello. Se acercaba el final de sus estudios y creyó que era el momento de hacer algo para mejorar su aspecto, así que habló con unos y con otros y, al fin, consiguió hacerse con un corte de traje de lana de la mejor calidad, azul marino, digno, pensaba, de un Doctor (Aspirante a Doctor habría sido más exacto, que aún le faltaba el MIR, pero conveniente, en todo caso, para su nueva etapa) cuya vida social poco habría de tener en común con la de su época de estudiante. Pensaba, cuando llegara el momento, hacerse con unos buenos zapatos, un par de camisas y una o quizás dos corbatas. Con estos planes en la cabeza, llegó a su casa guardó el corte en su armario y decidió ir al sastre a la mañana siguiente. Ahorrativo por costumbre y por convicción, daba por hecho que la confección del terno le iba a salir más barata en su pueblo que en Granada.
    Eso pensaba, pero no pudo ser, porque, ya fue casualidad, el día siguiente lo tuvo ocupado de la mañana a la noche en cien cosas que le fue encargando su madre. Y al otro día tampoco tuvo tiempo, que hubo de acompañar a Enrique a la consabida ronda por los bares de los que su hermano era deudor. Pasó el fin de semana, volvió a Granada y la confección de su flamante traje quedó pospuesta para los primeros días del verano. (-“Es igual, -se decía-. En lo que falta de Curso no voy a necesitarlo. No, igual, no: es mejor, porque así no lo tengo en la pensión. Mira que si se me mancha…”-)
    Finalizado el último Curso, Andrés, camino de su pueblo, no cabía en sí de gozo. Había terminado la carrera. Cierto que aún faltaba el MIR, pero ahora ya estaba seguro de que no iba a tener ningún problema. Su expediente, según le dijo su Maestro, el todopoderoso Catedrático de Patología Médica, quizás el docente más influyente no ya de la Facultad, sino de toda la Universidad, era de los más brillantes de la Historia de la Facultad y, por descontado, el mejor de su promoción. (-“Elegirás tú, cosa que sólo está al alcance de los privilegiados”-) 
    Lo cierto es que él, en esos momentos, sentado en el primer asiento del coche de línea, con la carretera desapareciendo bajo sus pies, pensaba en otras cosas. En su padre huido sin dar ni una sola explicación, su padre que ahora estaría en La Coruña viviendo de la fortuna de la inglesa con la que se había unido. (”Algún día, cuando esté bien establecido, tengo que ir a La Coruña, plantarme ante él y decirle lo que pienso. Tiene que saber el daño que nos ha hecho. Ha de saber que volvió loca a mi madre y, si le queda un resto de conciencia, le haré llorar por ello”). En su hermano, tan divertido, tan guapo, con tantas mujeres siempre a su alrededor (-“Debería enseñarme cómo lo hace. Ahora que he terminado Medicina ha llegado el momento de pensar en esas cosas y no sería bueno que no supiera ni por dónde empezar”). Y pensaba, sobre todo y más que en nadie, en Alba, su gran pasión. Alba, la hermosa Alba, la elegante Alba, la dulce Alba, la que le había hecho llevaderos tantos afanes porque un día él se comprometió a cuidar de ella y él siempre cumplía sus promesas, y cada vez que estaba a punto de mandar a hacer puñetas al que le pagaba cuatro cuartos por fregar platos, recordaba a Alba, se ponía a cantar y seguía fregando con más brío. 
    Alba, que, pese a todo cuanto hacía por ella, siempre había preferido a su hermano. No sentía ninguna envidia, no era eso, era la tristeza, la vaga melancolía de tener que admitir que su madre era injusta con él. Que anteponía la simpatía y los arrumacos de Enrique a los esfuerzos diarios que durante años había estado haciendo para que a ella no le faltara nada. Que, incluso, cuando llegaba en vacaciones, ni siquiera preguntaba por sus notas porque daba por descontado que habrían sido excelentes, como era su obligación, y, al revés, le echaba en cara su desaliño, mientras lo miraba de arriba a abajo con evidentes muestras de desagrado. Era igual. Él la quería y sabía que de haber estado en sus cabales las cosas habrían sido de otra manera. (-“Si papá hubiera vivido con nosotros habría sido él el que no estaría conforme conmigo. ¡Hacerme marino mercante! ¡Qué ocurrencia!”)
    El autobús se acercaba ya a su destino cuando recordó el corte de traje que guardaba en su armario. (-“Mañana sin falta tengo que ir al sastre. He de apremiarle para que me lo tenga listo para la Fiesta Mayor. Lo estrenaré el día de La Virgen para ir en la Procesión con mamá. Esta vez estará orgullosa. Soy Médico, iré hecho un caballero y la llevaré del brazo”)
—¿Ya estás aquí? Hazme el favor, hijo, sal a la calle y busca a Enrique que quiero que luego me lleve al sastre con él.
—¿Al sastre? ¿Te estás haciendo algo para la fiesta?
—No, hijo, yo no. Yo estrenaré un traje de chaqueta monísimo que me ha comprado tu hermano, que está en todo. Voy a acompañarle para la última prueba del traje que se está haciendo él.
—…
—Sí, hombre, no pongas esa cara. Es que Enrique encontró un corte de traje azul marino en tu armario, me lo enseñó y decidí que se hiciera él el traje porque, además de sentarle mejor que a ti, ¡Es tan guapo…! es con él con quien quiero que me vean en la Procesión. Hacemos tan buena pareja… Como somos los dos rubios…Tú ponte cualquier cosa de las que Enrique tiene en su armario. Sois casi de la misma estatura, así que no es necesario que gastes dinero en tonterías. ¡Bueno! ¿Vas a ir a buscar a tu hermano o qué?
    Siempre lo había sospechado, pero aquella mañana fue cuando Andrés asumió que la vida es injusta.




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