sábado, 11 de abril de 2020


Terminando el primer mes
(Sábado, 11 de abril de 2020)

Pasadas ya cuatro semanas de reclusión, cundo la mayoría estamos hechos a la idea de que ni siquiera vale la pena de apostar por la fecha en que la pesadilla quede atrás, sigo pensando que es mejor mantener silencio sobre el desastre que nos agobia.

Reproduzco hoy un relato nacido de la mera observación de lo que pasaba a mi alrededor una calurosa mañana madrileña en el lugar preciso que escribo. No sabría precisar la fecha: entonces, desde luego, el Registro de la Propiedad Intelectual estaba donde indico. 

Espero que la lectura de mis ocurrencias sirva para ocupar una pequeña parte de vuestro tiempo. 

Hasta pronto. Tened por seguro que me gustaría que éste fuera el último cuento que subo al blog, aunque ya sé que al menos habrá dos más. 

Salud, amigos.   


II.- El sueño imposible del amor efímero


“De ti alzaron las alas
 los pájaros del canto”.
(Pablo Neruda).

    El calor africano de aquel 5 de julio, había convertido Madrid en una urbe despoblada de viandantes. A las dos de la tarde, los rayos del sol caían verticales, achatando la estatura de los pocos ciudadanos que por un motivo o por otro no habían tenido más remedio que deambular sudorosos por unas calles recalentadas que transmitían el fuego del asfalto a través de las suelas del calzado. Esos escasos peatones caminaban pegados a las paredes, buscando el somero alivio de aleros y tejadillos de locales comerciales o las escuálidas sombras de los escasos árboles que encontraban a su paso.
  Ese día y a esa hora, Arturo, Arturo Gil Arevalillo, treinta y ocho años, abogado en ejercicio, empleado de un cierto postín en el seno de uno de los bufetes de relumbrón de la capital, cruzó como pudo la calle de Alcalá, acera de los impares, hasta su contraria, a la altura de los números treinta. Se movía bajo el dilema de cada mañana: si caminaba despacio, prolongaba la tortura del sol; si aceleraba el paso, la energía generada lo empapaba de sudor. Salía del Registro de la Propiedad Intelectual, donde acababa de verificar ciertos datos referentes a un caso que se le había encomendado. Llevaba una cartera de piel negra en su mano derecha y caminaba mirando a su izquierda y a su derecha los vehículos detenidos en el semáforo, cuyos motores contribuían a aumentar más aún la temperatura ambiente. Anduvo un corto trecho y cruzó por el paso de peatones a escasos treinta metros de la intersección con la Gran Vía. 
  Maldecía en su mente a los anónimos cretinos que se empeñaban en mantener en verano, como norma de cortesía y elegancia, cierto tipo de vestimenta para los varones de su clase y posición social. Arturo vestía esa mañana un traje de lana fría, gris antracita, sobre una camisa azul pálido de puños dobles, con sus correspondientes gemelos y lucía una corbata de un llamativo color naranja que le oprimía el gaznate como si fuera un dogal. El brillante abogado envidiaba en días como ése la sabiduría de otros pueblos, las Bermudas, por ejemplo, que habían convertido el pantalón corto en prenda tan admisible y elegante como la armadura que lo atormentaba a diario durante los meses estivales.
  Buscó el refugio de la amplia marquesina que, mal que bien, medio protegía del sol a los usuarios de las varias líneas de autobuses urbanos, no menos de ocho, que se detenían en esa parada. El horno madrileño amenazaba con derretir la cubierta y las paredes de vidrio y plástico del toldillo, con ablandar el armazón metálico y dejar convertido todo aquel ingenioso artilugio en un amasijo de restos humeantes, fundidos en un montoncito informe. Por un momento pasó por su cabeza la idea absurda de que el amasijo reblandecido de metal y metacrilato reptaba hasta él, lo atrapaba y lo dejaba allí mismo, inerme bajo el sol, hundido hasta la cintura en el asqueroso magma hirviente hasta que él mismo se fundía y desaparecía derretido sin remedio. 
  No era Arturo el primero que había buscado la parca protección del mobiliario urbano. Para cuando depositó el portafolio en uno de los dos bancos de la parada, había ya media docena de personas esperando el autobús. Sin demasiada base científica, tal vez por la manera de mirarse unos a otros, supuso que el decano de la cola debía ser un hombrecillo con aspecto de jubilado que, según las apariencias, no nadaba en la abundancia. Vestía un pantalón de invierno de color marrón (-“Medio traje nada más, y comprado en rebajas”-, diagnosticó el abogado), sujeto por un cinturón de cuero gastado de un color difícil de precisar, una camisa de cuadros de manga corta y unos zapatos negros de cordones que habían conocido mejores tiempos. El jubilado, si es que lo era, llevaba en su mano derecha uno de esos diarios gratuitos al que daba de tanto en tanto un vistazo; a continuación escudriñaba la calle en dirección a la Puerta del Sol, anhelando columbrar de una vez por todas el autobús que esperaba, y volvía al diario.
   Un matrimonio de mediana edad cuchicheaba en voz baja comentarios a propósito del calor y, según la señora, del escaso cuidado con el que el marido llevaba un par de bolsas que parecían contener algún producto de pastelería.
  Dos inmigrantes, que bien pudieran ser dominicanas, parloteaban animadas ajenas al bochorno. Se veía que ellas no consideraban insoportable el calor reinante, ni mucho menos. Iban felices porque, de lo que se deducía de su cháchara, ambas, ¡por fin!, “ya tenían papeles”, de manera que, a no tardar, tendrían con ellas a sus hombres, si es que en el entretanto ambos no habían encontrado allá en la isla alternativas satisfactorias para sus ausentes parejas. Ellas comentaron esa posibilidad que no serían las primeras en haber sufrido, pero las dos tendían a creer que sus hombres era de buena ley y volverían a sus brazos antes de Navidades.
   Estaba, por último, un imberbe quinceañero. Un zangolotino ataviado con un holgadísimo pantalón lleno de bolsillos y cremalleras que le llegaba a media pierna, con la cintura por las nalgas, mostrando la tira elástica de los calzoncillos; llevaba una camiseta calada, sin mangas con el número 17 en el pecho y en la espalda, y unas zapatillas deportivas sin cordones en las que, al igual que en sus calzones, bien pudiera haber cabido sin agobios el campeón mundial de los pesos pesados. El badulaque llevaba un teléfono móvil colgado al cuello y un transmisor de música prendido al cinto que debía hacer llegar algún ritmo violento hasta los auriculares, porque el muchacho se contorsionaba como si en vez de estar escuchando una canción estuviera siendo sometido a una serie cadenciosa de descargas eléctricas de medio voltaje.
    Arturo sacó su pañuelo, se secó el sudor de la frente, recuperó la cartera y miró el reloj. Pura rutina porque sabía muy bien qué hora era y daba por seguro que tendría tiempo más que suficiente para llegar a casa, aligerarse de ropa, almorzar y disfrutar, por el resto de la tarde, de los privilegios de la jornada intensiva, a la suave temperatura que el aparato de aire acondicionado le había de proporcionar. Giró su cabeza a la derecha sin ningún motivo en concreto, y fue entonces cuando la vio. ¿De dónde había salido? ¿Cómo era posible que no hubiera advertido su llegada?
   Delante del menestral de la tercera edad, usurpándole su lugar de privilegio en la cola, se había materializado una mujer. Eso era lo que le parecía a Arturo, que había tomado cuerpo como por ensalmo, porque si no, ¿de dónde y por dónde y cuándo y cómo había venido? La recién llegada se había situado en el único sitio donde la somera sombra de una farola que pretendía ser isabelina proporcionaba algún alivio a los rayos del sol. Arturo contemplaba con un asomo de envidia la acera de enfrente donde aún sobrevivían algunos árboles, no como en ésta, en la que el furor arboricida de algún munícipe descerebrado, los dejaba a todos a merced de la solanera inclemente que calcinaba Madrid. El vejete miraba de arriba abajo a la recién llegada con un mal disimulado disgusto, como si le hubieran expoliado de algo a lo que él creía tener derecho, por su edad y por su veteranía en la cola.
    La mujer, aunque tal vez fuera más propio decir “la chica”, era una belleza, cosa que al jubilado parecía traer sin cuidado. Aurora Carrión de Guevara, estaba apunto de cumplir treinta años, no era muy alta (lo que no deja de ser un modo eufemístico de decir que la estatura aventajada no era uno de sus atributos: un metro y sesenta y un centímetros, para ser exactos), pero estaba tan proporcionada que sin puntos de referencia hubiera sido difícil calcular su estatura. Morena, con una melenita corta sujeta a un lado con un prendedor de nácar, tenía unos fantásticos ojos verdes rasgados, bajo unas cejas perfectas en un óvalo delicado en el que lucía una boca de labios finos apenas pintados que, en ocasiones, dejaban al descubierto unos dientes tan blancos y tan regulares que parecían artificiales. El crítico más exigente habría tenido serias dificultades para encontrar alguna objeción a su figura. Un busto firme, rotundo sin caer en la exageración; cintura y caderas dibujadas sin una sola imperfección, terminaban, por lo que Arturo pudo observar, en unas pantorrillas torneadas, sin rastro alguno de musculatura y en unos pies pequeños con las uñas pintadas. Aurora vestía esa mañana una camisa blanca sin mangas, entreabierta lo justo para dejar margen a la imaginación sin ningún dato cierto que permitiera verificar las suposiciones que el escote provocara. La falda de vuelo, también blanca, por encima de las rodillas, se sujetaba con un cinturón azul marino, como el bolso y las sandalias, del que pendían sobre el vientre liso unas cadenitas doradas terminadas en pequeños discos de metal imitando monedas. Calzaba por último unas sandalias, ya se ha dicho, de tacón altísimo, a juego con el cinturón y el bolso, anudadas al tobillo. Parecía incólume a la ola de calor que achicharraba Madrid. Podría pensarse que estaba recién salida del refrescante ambiente de un salón de belleza, o que se movía protegida por alguna especie de coraza aislante, refrigerada e invisible.
    Lo cierto es que Aurora tenía un fondo estoico y sufridor que le permitía sobrellevar con ánimo inmutable, no ya incomodidades como el calor excesivo, sino vicisitudes de mucho más calado. Pese a su deslumbrante apariencia, ésa no estaba siendo para ella una buena mañana. Ahora mismo terminaba de salir de su empresa, cierta pretenciosa compañía cuya sede social -mármol travertino, acero, cuero negro, vidrio, muebles firmados y pinturas abstractas en los muros- estaba a la vuelta de la esquina, en la calle Cedaceros. Apenas media hora antes la habían despedido. “Ajustes necesarios de plantilla, dolorosos pero imprescindibles” le habían dicho en Personal, aunque ella sospechaba que el motivo real bien pudiera ser su talante nada condescendiente con las manifiestas y continuas insinuaciones del Consejero Delegado, un baboso sesentón, calvo y barrigón, marido de una sufriente esposa, padre de tres hijos y abuelo de dos nietos, a propósito de cuánto y en qué poco tiempo podría cambiar su suerte en la empresa si se mostrara algo más complaciente con él. 
—¿Tampoco hoy te cuadra que cenemos juntos? Tú sabrás, pero creo que estás tirando por la ventana tu futuro en esta empresa.
—Sí, Don Arturo, es posible que tenga razón, pero, no, no voy a cenar con usted.
—¿Y mañana?
—Tampoco, Don Arturo. Perdóneme, pero tengo que volver a mi despacho. Tengo mucho trabajo.
—Veremos por cuánto tiempo. 
     Ahora esperaba el autobús para acudir al restaurante donde se había citado con un abogado, viejo amigo de cuando ambos eran niños en Arcos de la Frontera, para ver de sacar de todo ello lo que pudiera conseguirse.
       Y como las desgracias rara vez vienen solas, ese mismo fin de semana había roto de una vez por todas su vacilante historia de amor con Daniel, ese ingeniero petulante, donjuán de vía estrecha, más preocupado por su físico que por el cariño de su pareja, que la había venido martirizando durante los últimos dos años por obra y gracia de su total desconocimiento del concepto de lealtad. Se sentía sola, maltratada y desorientada, pero seguía inasequible al desaliento, porque en el fondo de su ser seguía creyendo que merecía la pena vivir. Cosas así le pasan a mucha gente, pensaba, y otras, además, eran feas y avinagradas.
    Llegó el autobús 20 y las dominicanas subieron, sin parar de hablar. El abuelo las miró con un cierto desprecio y murmuró algo así como “¡peste de negras! Ya se podían quedar en su tierra”. Que las chicas no fueran negras, no parecía ser algo que hiciera variar la opinión del jubilado, porque “negra” no siempre tiene que ver con el color de la piel, sino, a veces, con la condición social de quien recibe tan peculiar denominación de origen y con las circunvoluciones cerebrales de quien usa el término. Después paró el 52 y subió el mozalbete. Arturo le vio seguir son sus espasmódicos meneos hasta que se perdió de vista. Más tarde apareció el 51 y subió el matrimonio
—Ten cuidado, Fidel, fíjate dónde pones los pies, no te vayas a caer, que te pasas el día dando tumbos. Y ten cuidado con los pasteles, no vayan a llegar a casa hechos una plasta.
—Que sí mujer, que ya me fijo, no te preocupes tanto y mira tú por donde pisas, que está la acera perdida de chicles y luego me toca a mí quitártelos de las suelas de los zapatos.
    Dos muchachas veinteañeras llegaron a la carrera con el tiempo justo para subir de un salto al 53. El jubilado subió tras ellas refunfuñando porque a ninguna se le pasó por la cabeza cederle el paso. 
    Ya sólo quedaban ellos dos. Arturo estaba a menos de tres metros de la chica y un paso por detrás de ella, así que había podido evaluarla de pies a cabeza, seguro, eso creía él, de que no estaba siendo observado. No le hubiera gustado pasar por un mirón impertinente de los que con toda probabilidad, ella abominaba. Le gustó tanto que, sin ser muy consciente de ello, se inventó una mujer a la medida de su imaginación. Laura. La desconocida se llamaba Laura, era de Santander, de Santillana del Mar, para ser más precisos, vivía sola en Madrid donde llevaba pocos meses y trabajaba como adjunta a la Dirección de Relaciones Públicas de uno de los grandes bancos que tenían su sede por los alrededores. Tendría que averiguar por qué, pero era evidente que Laura necesitaba ayuda y él se la iba a prestar.
    Aurora, que ya hemos dicho antes cuál era su nombre real, percibió enseguida que ese chico que esperaba el autobús la había estado mirando insistente pero discretamente en no menos de tres ocasiones. No sólo no le molestó sino que lo consideró un callado homenaje y, por tanto, y como tal, lo agradeció. Héteme tú aquí que en esa parada de autobús, un desconocido se había fijado en ella. O sea, que mientras hay vida hay esperanza, que un despido no es el fin del mundo, y que la mancha de la mora con otra verde se quita.  
—(Bueno, no como otros: éste no me está desnudando con los ojos, y además tiene muy buena planta).
    Aurora, o Laura, que tanto da, lo miró a hurtadillas, haciendo como que quería ver si llegaba el autobús, y lo calibró de un solo vistazo. 
—(Debe andar por los treinta y cinco, medirá cerca de un metro ochenta y viste muy bien. Seguro que es Director General en alguna empresa importante. ¡Rubio! Como a mí me gustan, pero es mucho más guapo que Daniel. Parece tristón. Debe tener algún problema sentimental. Igual se está separando. ¡Qué lástima! Te tropiezas con alguien que te gusta y aquí en Madrid no lo vuelves a ver. Debe de llamarse Alberto; tiene cara de llamarse Alberto. ¿De dónde será? Si no fuera por la forma de mirar, podría pasar por noruego, pero los nórdicos miran de otra forma).
   No sabía Aurora lo cerca que había estado de la verdad. Su discreto admirador no se llamaba Alberto, ni era Director General de nada, pero era cierto que Arturo estaba triste, malhumorado, con un nítido sentimiento de insatisfacción que lo acompañaba desde hacía algún tiempo como una costra molesta apegada a su piel. 
    Pudiera pensarse que el calor sahariano, la escasa atención que le habían prestado en el Registro, o la falta de consideración del socio director del bufete, podían ser la causa de su desazón, pero no: es que Arturo, por primera vez en años, se sentía solo. Al llegar la primavera, a finales de marzo, Cristina se le había marchado con un galán luxemburgués, un cliente de su despacho que él, para mayor escarnio, había tenido la mala fortuna de presentarle. Fue visto y no visto. Dos encuentros nada más (al menos eso pensaba él) y Cristina metió cuatro cosas en una bolsa de viaje y desapareció. Le dejó una nota plagada de tópicos en la que le pedía perdón por el dolor que le estaba causando y le anunciaba que se iba a Palermo “en busca de una felicidad que, si eres sincero contigo mismo, sabes que nunca habría de encontrar a tu lado”. ¿Qué importa que tuviera razón? ¿Qué más daba que su historia con Cristina hubiera terminado por ser una lánguida sucesión de desencuentros pequeños, de esos que en apariencia se olvidan pronto, pero que van socavando la pasión hasta dejarla convertida en una rutina estéril? Es cierto que los últimos tiempos juntos habían sido un rosario de pequeños dramas cotidianos. No, no llegaban a dramas. Ni siquiera eran eso. Discutían hasta cuando estaban de acuerdo, porque el terreno común se había limitado a un dormitorio cada noche más tedioso, menos estimulante.
   Si al menos la decisión hubiera partido de él, tal vez se sintiera de otra forma. Pero no, él había dejado pasar no menos de seis u ocho ocasiones propicias para la ruptura, y ahora se encontraba con que ella había decidido por los dos. (“¿Qué importa que mi amor no supiera guardarla? La noche está estrellada y ella no está conmigo” -pensó-. Sí, ya, la noche y las estrellas. ¡Las dos de la tarde y 40º a la sombra! ¿Por qué tendré que recordar ahora a Neruda?).
    Desde entonces, llegaba cada tarde a su casa y se encontraba con las cosas de Cristina, que eran todas las que no le habían cabido en la bolsa y que él no había querido tocar, como si el conjuro  de su mera presencia pudiera hacerla regresar. (“Para que tú al volver, no encuentres nada extraño”- Eso: y ahora, “Maná”-). Ni ella las había reclamado, ni él tenía arrestos para deshacerse de ellas, de manera que se encontraba rodeado por mil recuerdos de aquel tiempo que había dejado de ser apasionante y en el que no cabían sorpresas porque cada día era tan predecible como el anterior (“Es tan corto el amor y es tan largo el olvido” - ¡Y dale con Neruda!-). 
    Y lo cierto es que en las escasas ocasiones en las que había reflexionado sobre la marcha de Cristina había terminado por aceptar que la ruptura era algo inevitable. Vino luego, después de su marcha, el tiempo de las tardes vacías en bares de moda, embalsando alcohol por mera rutina, no por trágica desesperación, ni siquiera por lúcida autodestrucción. No, por aburrimiento, que es la peor de las razones para terminar medio borracho, rodeado de gentes banales que remataban las jornadas cenando en restaurantes donde importaba más ver y ser visto que los platos de nombres rebuscados traídos a la mesa por camareros confianzudos que te tratan como a un colega y se embolsan las propinas como truhanes. Y las compañías ocasionales, pieles de una sola noche, menos bellas cuando llega el alba, sin ningún atisbo de compromiso ni de esperanza. 
    Hasta que buscó refugio en aquella colega que llevaba meses gritándole con los ojos lo que las convenciones sociales del despacho hubieran considerado improcedente verbalizar.
    Aquellos amores duraron lo que tardó en pasar la primavera. Virginia, la asturiana de los ojos tristes, creyó que había tocado el cielo con las manos cuando se perdió entre los brazos de Arturo. Salió de su cama como quien vuelve del cielo. Habían concluido para ella las interminables jornadas, espiando ansiosa la puerta de su despacho, nada más que por el placer de verlo una vez más, enfrascado con los papeles que atiborraban su mesa. Ahora sabía que cada tarde, al final de su labor, llegaba el momento de encontrarse los dos en su casa y dedicarse a él por entero. Mientras Arturo dejaba pasar el tiempo tomando un par de güisquis en su barra favorita, ella preparaba la cena y procuraba que cada noche fuera una fiesta. Vivía pendiente de los menores deseos, y hasta de los caprichos más extravagantes de Arturo, maravillada de que todo eso pudiera estar pasándole a ella. Cuando los primeros calores acabaron con todo, Virginia dio en pensar que tal vez, con su afán por agasajar, por mimar a su amor, por no discutirle nunca nada, había terminado por hastiarlo. Ella sabía que tanta dedicación estaba repercutiendo incluso en su trabajo en el despacho, pero era incapaz de modificar ni una línea su conducta. 
    Arturo vivió esos meses, esas semanas, en realidad, como lo que habían sido para él desde el primer día: un regalo no pedido que actuaba como el tratamiento relajante que habría de ayudarle a olvidar a Cristina. Una muleta en la que apoyarse en tanto soldaba la fractura que el abandono de su pareja había supuesto para él. Aceptó con naturalidad y una buena dosis de egoísmo el gratuito homenaje de su colega, sin que en ningún momento llegara a pensar que había encontrado la mujer de su vida. Vio con creciente inquietud cómo cada día aumentaba el número de cosas que la asturiana llevaba a su casa y cuando ella habló de desmontar su apartamento y de venirse a vivir con él con toda su impedimenta, la que aún faltaba, zanjó la desequilibrada situación y terminó con Virginia. 
    No es que se sintiera orgulloso de su modo de actuar, aunque estaba seguro de haber hecho lo correcto, o, mejor, lo único que podía hacer, por más que ella, deshecha por el prematuro final de su sueño, se sintiera tan mal que hasta habría abandonado el despacho, de no haberlo impedido el socio director. Estaba seguro de haber resuelto mal lo que nunca debió comenzar. 
    La soledad había vuelto a saludarlo como a un viejo conocido. Ahora comprobaba que ni había olvidado por completo a Cristina ni tenía, siquiera, el arrullo amable de la muchacha de los ojos tristes. De manera que sí: Arturo tampoco estaba esa mañana en su mejor momento. Miró una vez más a la desconocida a quien había bautizado como Laura y la encontró frente a frente, con sus ojos verdes interminables, fijos en él. Laura soportó el encuentro durante los poquísimos segundos que Arturo fue capaz de mantener el reto, antes de volver una vez más la cabeza para escudriñar el principio de la calle de Alcalá, como si la llegada del autobús fuera para él una cuestión de vida o muerte.
    Aurora pensó que le quedaba ya muy poco tiempo. Había dejado pasar varios taxis con el cartelito de “Libre” a la vista. Los veía pasar y pensó que si el 150 se demoraba demasiado, tendría que tomar uno. Volvió a consultar el reloj y se dijo que si en tres minutos no llegaba el autobús, no tendría más remedio que parar un taxi, porque ya no podía esperar más.
—(¡Lástima! Seguro que si tomáramos los dos el autobús, nos sentaríamos juntos. En esta parada el 150 suele llegar medio vacío. Subiré antes que él, me sentaré junto a la ventana y lo miraré. El resto debe hacerlo él. Se sentará a mi lado y dirá que hace mucho calor. Como si lo viera. Tendré que darle pie para que siga hablando. Le diré que sí, que hace calor, pero que en mi tierra esto no es nada. El tiene que preguntarme de dónde soy. Le dejaré que lo averigüe. El resto debería ser fácil, como siempre. En cuanto me dé ocasión le haré saber que tengo la tarde libre. ¿Se animará a pedirme que nos veamos? ¡Es guapísimo!, y parece educado; un tanto tímido, pero se ve enseguida que tiene buenas maneras. Y si por fin hablamos y…  Luego ¿qué? Ya veremos. Creo que estoy fantaseando demasiado; igual está casado y ahora va a su casa a almorzar con su mujer; igual ese aire tristón es por que el niño pequeño está enfermo y no saben qué tiene; paperas o escarlatina o cualquiera de esas cosas que les pasan a los críos. ¡Otra vez me está mirando! No, seguro que está solo; yo creo que debe estar separado y desde hace poco tiempo. No lleva alianza ¿cómo no me había dado cuenta? Debo hacer que él sepa que yo tampoco la llevo).
—(¡Cielos, qué ojos! ¡Qué manera de mirar! Tengo que hablar con ella como sea. A poco que ponga de su parte, me sentaré a su lado. Tengo que hablarle. Nunca he ligado en un autobús, incluso me reía de los que lo hacían, pero tengo que saber quién es. Ya veré. Le diré que hace un calor infernal; no es muy original, pero por algún sitio hay que empezar. Puedo quejarme de que a mí aún me espera un almuerzo de trabajo y una tarde de trabajo, aunque sea mentira, pero que luego, a partir de las ocho, ya no tengo nada que hacer. Hay que dar la impresión de que soy un buen profesional, que estoy muy atareado, que soy… ¿Y si la invito a tomar una copa? Tendré que esperar a ver cómo se desarrolla la conversación).
   Había reparado, alarmado, en el modo en el que ella veía pasar los taxis como quien pierde la oportunidad de su vida.  Volvió a mirarla; en ese momento su Laura se pasaba la mano derecha por el brazo izquierdo y fingía no darse cuenta de que Arturo estaba pendiente de ella. 
—(No lleva alianza. Soltera o separada, o lo que sea, ¿qué más da? Sería fenomenal si viniera a cenar conmigo a casa. ¿Por qué no? Quizás pueda proponérselo mientras tomamos la copa. O sea, que tengo que organizarme, no sea que acepte y luego no sepa qué hacer. Me sobra tiempo; después de comer iré al mercado de Chamartín y… ¡No! mejor al Rincón del Gourmet de “El Corte Inglés”. Una tarrina de caviar iraní, unos espárragos navarros y un bloque de foie. Sencillo, excelente y sin más trabajo que el de poner la mesa y preparar la mahonesa. La haré a mano y luego presumiré de ello. Otras veces me ha dado buenos resultados. Pondré una botella de champán en el frigorífico, el Dom Perignon que me reglaron los venezolanos el mes pasado. Espero que le guste. Claro que le gustará, tiene aspecto de adorar el buen champán. Durante la copa me enteraré de qué tipo de música le gusta. Tiene prisa, no deja de mirar el reloj. ¿Dónde irá?).
    Sin ser consciente de ello, Arturo se había ido acercando centímetro a centímetro, hasta situarse apenas a un metro de Aurora. Ella miró una vez más el reloj. 
—(Se me acabó el tiempo: el primer taxi que pase, lo paro. ¡Lástima!).
   Y miró después a Arturo de una manera que él interpretó como una despedida, cuando en realidad era una invitación a hacer algo, cualquier cosa que alterara el curso del destino. En ese preciso instante, se acercaba otro taxi más a marcha lenta, como siempre van cuando no llevan clientes; Aurora levantó la mano, paró el taxista, ella bajó a la calzada y abrió la portezuela trasera.
—(¡Se va! La voy a perder. Tengo que hacer algo ahora mismo, o no volveré a verla nunca).
 Arturo no lo pensó dos veces:
—Perdón señorita ¿Puedo preguntarle dónde va?
—(Bonita voz, como suponía). A La Castellana a la altura del 179, ¿Por qué?
—Es que, bueno, tengo mucha prisa ¿Sabe? Voy en la misma dirección. ¿Le importaría si compartimos el taxi?
—En absoluto. Por mí no hay ningún inconveniente. Adelante.

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    Arturo se despertó al alba. Una luz incipiente entraba por la ventana que había permanecido abierta de par en par durante toda la noche. Entre las brumas del sueño, oyó filtrarse a través de la puerta entreabierta del dormitorio las notas del Nocturno nº 2 de Chopin, interpretado por Arthur Rubinstein. El CD que pusiera pasadas las doce, debió de quedarse girando en la pletina del equipo y llevaría varias horas repitiendo uno tras otro todos los cortes del disco. El recuerdo le hizo deslizar su mano derecha hasta que percibió la piel caliente y seca de Aurora, que aún dormía a su lado, apenas cubierta por un extremo de la sábana.
—Nunca se sabe cómo puede terminar un día por mal que empiece.
    Con toda la delicadeza de la que fue capaz, se pegó a su espalda, le apartó el pelo y la besó en la nuca. Aurora se despertó, giró sobre sí misma y buscó su boca.

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    Eso es lo que Arturo pensó que podría haber pasado si hubiera estado más despierto. Lo pensaba, mientras acomodado en el primer asiento del 150, veía perderse en lontananza, a la altura del Banco de España, el taxi con Laura a bordo, camino de quién sabe dónde. Le pareció que Aurora volvía su cabeza y le miraba desde cada vez más lejos. Ni siquiera eso pudo asegurarlo.

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