sábado, 23 de mayo de 2020

Mientras el clima social se deteriora
    (23 de mayo de 2020)

Hace dos o quizás tres semanas tenía pensado cambiar de tercio este sábado, dar por concluido el paréntesis y retomar mi costumbre, no sé si buena o mala, de escribir sobre lo que veo a mi alrededor.
Sigo sin ánimo para ello. Recuerden que mi silencio obedece a mi intención de no aumentar las tribulaciones de mis lectores y no ser uno más de quienes pudieran calentarles la cabeza, así que, visto lo visto, ahí dejo otro relato más.
Historieta, si es que llega a ello, de algo que podría ser cierto y no haber ocurrido o haber ocurrido y no ser cierto. Pasan los años y la memoria, a veces, te devuelve episodios que igual nunca han pasado. ¿Qué más da? 


Después del velorio 

En realidad, nunca crecemos.
Sólo aprendemos a comportarnos en público. 
(Bryan White)

Ni soy el único, ni seré el último que ha incurrido en el mismo error. Ése que se te viene encima sin que puedas hacer nada para evitarlo, cuando inicias una frase que en sí misma no tiene la menor importancia de puro convencional, pero que en determinadas circunstancias es un despropósito monumental que ha de dejarte en pésimo lugar y sin capacidad alguna de enmendar el yerro. Esa incómoda situación en la que, justo cuando pronuncias la primera sílaba, te das cuenta de la barbaridad que apenas has empezado a decir; eres consciente del disparate, imaginas lo que está por venir, pero te resulta imposible detenerte, así que continuas hasta el final, horrorizado por tu torpeza, quizás con un mínimo titubeo, componiendo, incluso, un gesto entre apesadumbrado y asombrado de la estupidez que estás cometiendo. Presintiendo, en definitiva, el desastre que se avecina. Poniendo, en resumen, cara de conejo.
    Ésta es la breve historia de algo que me pasó cuando rondaba la veintena, hace, por tanto… ¡Dejémoslo estar!
   Me resultaría difícil precisar en qué año murió Don Severino. Hace tiempo, no importa demasiado cuánto. Era una época en la que las costumbres permanecían estables durante lustros, lejos aún del tiempo apresurado en el que las modas son ya tan fugaces que han sido sustituidas por las tendencias, porque ni siquiera la moda, la quintaesencia de lo efímero, cambia con la suficiente rapidez; la canción caduca cuando llega a los primeros oyentes; la novela va a la papelera al término de la presentación y la falda, cuando sale de la tienda, apenas sirve para llegar a casa; lejos, muy lejos, decía, del presente espasmódico que vive pendiente de la próxima novedad porque la última ya se hizo vieja en cuanto se dio a conocer, así es que tanto da fechar los hechos que quiero relatar como dejarlos en una vaga nebulosa que permita algún margen a la imaginación del lector.
  Retomaré el hilo. Como años anteriores, al llegar el otoño, fui a la Universidad. Es posible que fuera a empezar el tercer curso de Derecho, o quizás fuera el segundo. En cualquier caso, unas semanas después, comenzadas ya las clases, recibí una llamada de mi madre. Por entonces, utilizar el teléfono para comunicarse era todavía una rareza reservada para acontecimientos extraordinarios que lo justificaran. El suceso que motivaba la llamada, a juicio de mi madre, entraba dentro de lo poco común. Amén de informarme de cómo iban las cosas en casa, me dio cuenta del fallecimiento de Don Severino, (ése era el verdadero motivo de la llamada) y me encarecía que no dejara de llamar a su viuda y a sus hijos para darles el pésame, o, como mínimo, de escribirles una carta. A poco que se reflexione sobre lo que acabo de decir, se comprobará que es cierto: la muerte de la que se me daba noticia era un suceso no ya infrecuente, sino irrepetible.
    El finado Don Severino Martín de Vicente, maestro nacional, había muerto joven, apenas cincuenta años, de un infarto fulminante. Dejaba viuda, Doña Araceli, también maestra, y dos hijos, Julio, de mi edad, que cursaba, cómo no, estudios de Magisterio, y Angélica, un par de años menor que nosotros de la que no recuerdo si estudiaba o si estaba en su casa “ayudando a mamá”. Tiendo a pensar que se preparaba para ser ama de casa, en cuanto encontrara a quien meter en ella. La familia vivía a menos de cien metros de nosotros, y se les podría calificar a todos, padres e hijos, como buenos amigos nuestros. 
    El difunto era, como acabo de decir, maestro. Un maestro a la antigua, un vocacional enamorado de su profesión, puntilloso y cumplidor. Doy por supuesto que más preparado de lo habitual porque además de impartir sus enseñanzas en la Escuela Pública, desasnaba a una mano de bachilleres tarugos en su casa al caer la tarde. Decían que sabía más matemáticas que el correspondiente profesor del Instituto. Un hombre, Don Severino, apreciado por su dedicación al trabajo, aunque su ácido sentido del humor no siempre le hacía ser tan apreciado como su buen hacer le debería haber asegurado. Era uno más de los ejemplares de la profesión docente en la que pueden coincidir el modesto nivel que ocupan en la escala social, el orgullo de su profesión y una cierta tendencia a la altanería y a la arrogancia propias de quien se pasa la vida rodeado de especímenes que dependen de él para casi todo.  
    Su mujer, Doña Araceli era su contrapunto. Afable, cariñosa, dulce, considerada, gozaba del aprecio de cuantos la conocíamos. También maestra, como ya dije, desempeñaba su trabajo con los mismos horarios que Don Severino y se ocupaba de su casa, o sea que trabajaba bastante más que su marido, como suele ser habitual. Mi madre y ella formaban además parte del grupo de feligresas que ayudaban en la Parroquia en menesteres tales como adecentar la Iglesia cuando se acercaba alguna festividad, ayudar a montar “El Monumento” el día de Jueves Santo, impartir enseñanzas religiosas a las niñas de la feligresía o participar en rifas y cuestaciones para recaudar fondos con los que ayudar a las Misiones.
  Julio, mes arriba o abajo, era de mi edad. Durante años fuimos inseparables. Juntos correteamos por los alrededores de nuestras casas cuando éramos poco más que niños de pecho; juntos aprendimos a montar en bicicleta al precio de más de una costalada; juntos fumamos nuestro primer cigarrillo, un “Bisonte” compartido, recuerdo; juntos soportamos el primer castigo cuando ambos fuimos descubiertos en tamaña falta algunos intentos después. Hubo unos años en los que mientras él cursaba el Bachillerato en nuestra ciudad, a mí me internaron en un colegio lejano. Sólo nos veíamos en vacaciones, pero hasta que terminamos la Enseñanza Media, nuestra relación no cambió. Luego, desde que yo empecé a estudiar Derecho nos habíamos distanciado un tanto, pero seguíamos siendo amigos. No es que hubiera habido el menor desencuentro entre nosotros, sino que habíamos iniciado rumbos diferentes, y nuestras aficiones y nuestros pequeños mundos empezaban a ser distintos. 
    Habían quedado atrás las largas tardes de verano en las que cogíamos las bicicletas y nos íbamos al río a por ranas, a bañarnos o a remar durante un rato, o hasta el cercano villorrio donde nos gustaba pasar el rato viendo cómo se trillaba el trigo en la era, o, si a mano venía, hacernos con unos membrillos madurados en árbol ajeno, que, como todo el mundo sabe, son los más ricos. Mi entrada en la Universidad había coincidido, además, con mi recién estrenado interés por las chicas. De repente había descubierto el insondable misterio de la atracción sexual, el indescifrable mundo de las difíciles relaciones con aquellos otros seres absurdos, incomprensibles, que hasta hacía pocos tiempo eran sólo el objeto de nuestras burlas. Empecé, pues, a relacionarme con un grupo de gente también de nuestras mismas edades, con los que me sentía más identificado que con Julio que, por alguna razón, aún no había atisbado el enigmático universo al que yo ahora me acercaba curioso, inquieto y soliviantado.  
    De la  Angélica de aquel tiempo lejano, la hermana de Julio, sólo puedo decir que era una cría insignificante, más bien gordita, con unas trenzas siempre medio deshechas, que solía usar unos lacitos cursilísimos al final de las trenzas, bastante patosa porque siempre andaba cayéndose, a la que ni su hermano ni yo dedicábamos la menor atención. Lo mejor que se me ocurre decir de ella es que nunca nos molestó a ninguno de los dos, lo que para un par de adolescentes es mucho más de lo que cabe esperar de la hermana pequeña de uno de ellos.
    En cualquier caso, recibida la llamada de mi madre, me puse a la tarea, opté por la carta en vez de la llamada de teléfono y compuse un par de sentidos folios en los que expresaba a la madre y a los hijos mis más sinceras condolencias por la irreparable pérdida, les deseaba de corazón ánimo para sobrellevar la ausencia de Don Severino… etc., etc. Me temo que me salió una redacción plagada de tópicos. 
     Pasaron los meses. El otoño se fue perdiendo entre los atardeceres fríos del próximo invierno mientras yo intentaba sacarle a mi tiempo el máximo partido. El primer trimestre es, casi siempre, el más placentero del curso. Lejos, muy lejos aún de los exámenes finales, en tanto procuras obtener la información precisa sobre las manías de cada uno de los “Maestros” que te han tocado en suerte, es el momento de descubrir nuevas amistades, reencontrar las que se hicieron el curso anterior, perder el tiempo en las mil maravillosas actividades que una ciudad universitaria ofrece a un badulaque que aún no ha cumplido los veinte años. Yo dedicaba mi tiempo a asistir a algunas clases mañaneras, al tonteo con las chicas de Filosofía y Letras, tan próximas a nuestra Facultad, a los ensayos de la obra que habíamos seleccionado en mi grupo de teatro, “Mirando hacia atrás con ira”, de John Osborne, la más representativa, quizás, de la generación airada británica, a la preparación de originales para la revista escolar de cuya sección de crítica cinematográfica me ocupaba, ir de vinos y tapas al caer la tarde cuando mis no cuantiosos recursos me lo permitían, conseguir invitación para las sucesivas fiestas de principio de curso de Residencias y Colegios Mayores,  buscar a la chica de mis sueños, ese amor eterno que había de durarme por lo menos hasta Semana Santa, cuando llegan los agobios por la proximidad de los exámenes finales, y hasta los encantos de las chicas pasan a segundo plano. No creo que nadie se extrañe si digo que el recuerdo de la muerte de Don Severino se había ocultado pronto en la zona más recóndita de mi memoria.
   Me la recordó mi madre cuando llegué a casa, en la segunda quincena de diciembre para las vacaciones de Navidad.
—Ya sé que le diste el pésame a la familia de Don Severino. Me lo dijo Doña Araceli.
—Desde luego que sí. Les escribí una carta larguísima.
—Lo sé. Les gustó mucho. Ahora tendrás que ir a visitarlos. Se reúnen todas las tardes a rezar el Rosario.
—A rezar el Rosario. ¿Y no podría ir mañana por la mañana y así…?
—Hijo ¿qué te cuesta?  Ya sabes que siempre han sido muy religiosos. Te quería mucho Don Severino.
—No, si ya, pero el Rosario… 
—Que te aburre ¿verdad? 
—Desde siempre, madre. ¿Tú sabías que casi todas las religiones practican salmodias repetitivas, monótonas, como nuestras letanías y nuestro rosario? Creo que tiene su fundamento. Bueno, qué más da ¿Y qué tal están?
—Bien, dentro de lo que cabe, ya los verás. Doña Araceli es fuerte, pero ha sido un palo tremendo. Julio, a lo suyo, con sus estudios y eso, ya sabes. La que está muy cambiada es Angélica, tienes que verla. Ya me dirás.
—Que te diga qué.
—Pues eso, si Angélica está tan cambiada como a mí me parece.
    Pues claro que me aburría el Rosario y poco me importaba lo cambiada que estuviera la cría, que digo yo que tampoco se habría convertido de golpe en el doble de Rita Hayworth, pero fui ¡Qué remedio! Era ya de anochecida. Hacía frío; esa noche seguro que habría de caer una buena helada. Un sutil airecillo serrano cortaba el aliento, aunque vivíamos tan cerca que tampoco puedo decir que el paseo fuera insoportable. Estaban solos la madre, Julio y su hermana. Doña Araceli, de luto riguroso, se me abrazó sollozando, me recordó cuánto me quería Don Severino y se fue pasillo adelante mientras hablaba conmigo.
—Lo he sentido en el alma, doña Araceli, ya lo sabe usted.
—Claro que sí, hijo, claro que lo sé. Ya ves, el Señor se lo ha llevado tan joven…
—¿Qué edad tenía?
—Estaba en la flor de la vida. En febrero habría cumplido 53. ¡Qué le vamos a hacer! Ahora ya sólo nos queda rezar por él.
—Y su recuerdo, Doña Araceli, y su recuerdo, que eso siempre lo tendrán.
—Eso sí. ¡Qué guapo estás! ¿Qué curso estudias ya?
—Empezando tercero, Doña Araceli. (-Si es que era tercero, que, como dije, no podría asegurarlo, ni falta que hace-)
—¡En tercero! Hay que ver cómo pasa el tiempo. Cuando queramos darnos cuenta te tenemos hecho ya todo un abogado. Don Severino siempre dijo que tú valías mucho.
—Muchas gracias, es usted muy amable, Doña Araceli. 
    Luego le di un abrazo a mi amigo Julio, que por aquello del luto reciente lucía un botón forrado de crespón negro en el ojal de la americana, y un par de besos a su hermana Angélica que hipó un poco; lo justo, me pareció a mí para estar a tono con las circunstancias. Volvió Doña Araceli alisándose la falda y colocándose una horquilla en el moño.
—Mira, llegas justo a tiempo. Íbamos a rezar el Rosario, así que acompáñanos. Siéntate y empezamos.
    Debía de ser viernes, porque tocaban los Misterios Dolorosos, que, digo yo que ni escogidos adrede. Me senté, metí los pies bajo las faldillas de una mesa camilla en cuyo centro un brasero proporcionaba un calorcito muy de agradecer, y seguí la piadosa cantinela aparentando la debida atención. Lo cierto es que mi acompañamiento al rezo era mecánico, sin que me exigiera ningún esfuerzo mental, por lo que al cabo de unos minutos mi imaginación empezó a volar libre. No es que me aventurara por territorios exóticos, pero, desde luego, perdí por completo la noción de dónde y, sobre todo, por y para qué estaba allí. 
   Terminado el rezo, madre e hija intercambiaron una mirada, se levantaron y desaparecieron. Julio y yo aprovechamos para comentar nuestras respectivas aventuras del trimestre. Él no sólo se había aficionado también a las chicas sino que me dijo que tenía “medio novia”, curiosa expresión más fácil de entender que de explicar. Hasta me enseñó una fotografía en la que se veía a una chica redondita, sonriendo muy ufana vestida con el traje regional de alguna zona extremeña. A mí me pareció que tenía pinta de paleta pero le dije que tenía muy buen gusto.
—Estudia también Magisterio. Dos Cursos menos que yo. Es muy maja.
—¿De dónde es?
—De Jaraiz de la Vera. Dice que quiere venir a verme con su hermano en cuanto pase la Navidad. Ya te la presentaré. ¿Y tú?
—Yo ¿Qué?
—Que si no tienes novia todavía.
—Pues no, ya ves. Salgo con unas y con otras, pero novia, novia, lo que se dice novia, pues no.
—Pues a ver si te animas, hombre, que el tiempo pasa y cuando quieras darte cuenta eres un viejo.
—Bueno, ya sabes lo que dicen que buey suelto bien se lame. 
—Eso sí, pero… La que tampoco tiene novio es mi hermana. Está guapa ¿verdad?
—¿Eh? ¿Angélica? Sí, monísima.
—Siempre le has caído fenomenal y no te lo digo por nada en especial, pero es así.  ¿O no?
     Volvieron Doña Araceli y Angélica. La madre traía una bandeja sobre la que venía una jarra con chocolate y cuatro tazas, y Angélica, que se había cambiado la blusa y se había puesto zapatos de tacón y medias con costura, una fuente con perronillas y otra con mantecados.
—¡Hale, a merendar! Los dulces los he hecho yo, pero el chocolate ha sido cosa de Angélica. Vale mucho esta niña… ¡Bueno, niña! Está ya hecha una mujer ¿Verdad Angelito?
    La cosa empezaba a oler a encerrona. Entre los comentarios de Julio y las afirmaciones de Doña Araceli sobre las más que dudosas habilidades de la nena, y su conversión en mujer, aquello no terminaba de pintar del todo bien. Barruntaba una operación de acoso y derribo. Hasta tenía mis dudas de si mi madre no estaría en el ajo y anduviera celestineando mi futuro. Conociéndola, no me habría extrañado nada. Para colmo, la niña me sirvió la taza de chocolate y hasta se empeñó, quieras que no, en meterme ella misma una perronilla en la boca con sus deditos. Miré sus piernas y me di cuenta de que, con las prisas, la costura de ambas medias estaba ladeada. Falta de práctica, supuse. Sonreí y la “mujercita” me devolvió el gesto muy almibarada. 
    Y fue en ese preciso momento, cuando acababa de tragarme los restos polvorientos y un tanto terrosos de la perronilla, a punto de atorarme, cuando la lié. Como dije, yo había olvidado por completo qué estaba haciendo allí. Me veía en casa de un amigo de toda la vida, en una situación un tanto comprometida, con regusto a dulce casero en el paladar, acosado a tres bandas con probables fines matrimoniales, me atrevería a decir, y sin saber qué hacer. Así que terminé de tragar el dulce, bebí un sorbo de chocolate a riesgo de abrasarme y pensé que algo tenía que decir que no tuviera relación alguna con Angélica. Cuando quise darme cuenta, ya lo había dicho:
—¿Y qué es de Don Severino? ¿Qué tal sigue?
    Fue decir “Don” y ya era consciente del charco en el que me había metido, pero, seguí y seguí hasta que terminé la frase. 
    Nunca como aquel día he comprendí lo que quiere decir exactamente “tierra trágame”. Por supuesto, la tierra permaneció inmutable y no hizo nada por salvarme del ridículo. ¿Ridículo? Mucho peor. Madre, hermano y hermana se levantaron como movidos por resortes ocultos bajo sus sillas y se me quedaron mirando con unas expresiones tan transparentes, que me levanté a mi vez, farfullé una torpe excusa de mi incalificable exabrupto, me despedí como pude y me marché.
    Nunca más volvieron a dirigirme la palabra.

    



No hay comentarios:

Publicar un comentario

Comenta aquí lo que desees