sábado, 9 de mayo de 2020

Entre la fase 0, o sea la I, y la I que es la II
(9 de mayo de 2020)

Un relato triste como corresponde al sábado en el que la Comunidad de Madrid, en términos golfísticos, "no pasó el corte".
Podría haber cambiado de registro y recordar que ayer fue el aniversario de la rendición de Alemania en la II Guerra, pero… eso pasó hace demasiado tiempo. Ahora estamos en otras.
Dije hace semanas que, de momento, no hablaría de política y no voy a hacerlo. Sólo unas preguntas de carácter más bien sociológico: ¿Es razonable, responsable, lógico, maduro, sensato el proceder de mucho más que una minoría de ciudadanos? ¿Perciben el riesgo o es que se creen inmortales? y, sobre todo ¿Quién les asegura que ustedes, lectores y yo lo somos?
  
Un sin techo

Perder la vida no es lo peor que puede pasarte. 
Es peor perder la razón de vivir. 
(Jo Nesbo)

Volví a ver a Marcos. Quería verificar por mí mismo si era cierto lo que me habían contado; necesitaba tener mis propios elementos de juicio para dar crédito a las noticias tan preocupantes que me habían llegado sobre él. Marcos, mi antiguo colega, el más brillante de todos nosotros, el hombre que hace algunos años era considerado como el más prometedor funcionario de la Fiscalía, el Don Juan a su pesar, capaz de llevarse prendidas en su estela a tantas mujeres deslumbradas por su mera forma de mirar, de estar sobre el mundo, pedía limosna a la puerta de la Catedral.
   Ajado, con la mirada cansada resbalando distraída sobre cuanto había a su alrededor, ajeno, incluso, a quienes podrían socorrerle, vestido con ropas inverosímiles de origen incierto, viejos pantalones de dril rotos por varios sitios sujetos a la cintura con una cuerda de esparto; una camiseta gris con el logotipo de cierta marca de electrodomésticos, sucia, descolorida, tres tallas más grande de lo debido; un incongruente pañuelo multicolor de gasa al cuello por más que la época del año lo hiciera innecesario; cachucha roja en la cabeza bajo la cual se escapaban greñas grises, también grasientas como la pequeña mochila que llevaba al hombro. Parecía, quizás lo era, la representación más acabada del vagabundo, del sin techo que pudiera haber compuesto un experto en maquillar secundarios para una película sobre los bajos fondos.
    No me vio, o me vio pero no hizo nada que demostrara que me había reconocido. Llevaba un vaso de plástico con algunas monedas en la mano derecha, que hacía sonar con perezosos movimientos verticales para llamar la atención de los fieles que entraban o salían del templo. Era su forma de pedir limosna. Estuve observándole durante algunos minutos. No parecía importarle si alguien le hacía caso o no. Me di cuenta de que ni miraba a sus posibles benefactores, ni agradecía los donativos cuando los recibía. No parecía importarle nada, ni una cosa ni su contraria. Siempre me había llamado la atención la personalísima manera que Marcos había tenido de mirarnos a los demás. De frente, con una mirada curiosa, luminosa, cordial pero inquisitiva, interesada en cuanto pudiera ver en ti. Una mirada que era como una pregunta que te animaba a hablar, a hacerle partícipe de confidencias que jamás solicitaba. Sus ojos ahora no es que estuvieran apagados, pero parecían perdidos, vagaban sin control, o, al menos, sin prestar atención aparente por cuanto pudieran observar. Estos ojos que yo estaba viendo habían perdido el interés por lo que ocurriera más allá del cerebro de su dueño.
    Minutos después, sentado ante una cerveza, acompañado por otro de los compañeros de aquel tiempo en el que Marcos era nuestro más conspicuo colega, conocí muchos de las peripecias que le habían llevado hasta el estado que acababa de comprobar. El relato nos llevó el tiempo suficiente como para prolongar el encuentro durante el almuerzo y buena parte de la tarde. Fascinado por la historia que estaba escuchando, fui incapaz de separarme de mi colega y de su mujer hasta bien entrada la tarde.
—Siempre fue diferente a todos nosotros, y, ahora que ha pasado todo lo que estás oyendo, uno llega a la conclusión de que quizás había algo en su cerebro que no funcionaba como el de los demás. 
—Sí, era más inteligente, y más culto y más sensible. Tanto que podía llorar ante un poema o enfurecerse ante cualquier amago de injusticia que a los demás nos dejaba fríos.  
    El Marcos que yo recordaba había leído más que nadie, conocía autores de los que sólo los expertos habían oído hablar mucho antes de que llegaran al gran público. Recuerdo, por ejemplo, que cuando Elytis recibió el Nobel, año 79, no sólo sabía quién era sino que fue capaz de recitar uno de sus poemas, excusándose porque no recordaba con exactitud alguna que otra palabra. Y había visto más teatro que ninguno, y escuchado más conciertos que los demás, y visitado museos de los que muchos ni siquiera habíamos oído hablar. Era, además, la fuente del conocimiento profesional más fiable de que disponíamos a nuestro alcance; no sólo acumulaba conocimientos jurídicos enciclopédicos, sino que tenía criterio necesario para interpretar lo que su memoria guardaba de la forma más conveniente para aplicarlos al asunto que nos trajéramos entre manos. Tenía, en resumen, una inteligencia, un bagaje y una capacidad de trabajo muy por encima de la media. 
   Por lo que a mí respecta, disfruté de su amistad y de una cierta complicidad indulgente cuando se trataba de enjuiciar las no siempre correctas conductas de algunos otros colegas. Recuerdo una tarde en la que yo estaba despotricando contra cierto conocido común cuyo comportamiento nos había complicado a todos la vida, no por maldad, ni siquiera por negligencia, sino, nada más, por falta de inteligencia. Me puso la mano en el hombro y me dijo algo así como que “con frecuencia el sentido del humor es la única puerta de escape para hacer llevadera la estupidez ajena. No todos tienen el privilegio de disponer de tu inteligencia. El verdadero problema es que si no consigues ponerte a su altura, jamás te comprenderán, y eso, rebajar tu propio nivel para nivelarte con él, no siempre es fácil”. Y se encogió de hombros como si, por otra parte, dudara de que la fórmula que me proponía valiera para algo. 
    Dejé de verle hace ahora algo más de diez años. ¡Diez años! sólo eso, diez años y le encontraba hecho una ruina. 
—Todo empezó cuando se enamoró de la que luego fue su mujer. Tú no llegaste a conocerla ¿verdad?
—No, no la conocí. Recuerda que yo me marché a Bristol en el 84. Lo que sí recuerdo es que hasta entonces el Marcos que yo conocía vivía siempre con alguna mujer al lado. Mujeres bellísimas y, por añadidura, interesantes.
—Cierto, y tampoco pueda decirse que fuera un predador sexual, ni mucho menos.  Al contrario; sería más correcto que fue presa sucesiva de más de una coleccionista de amantes. Simplemente, tomaba lo que se le daba como un regalo no pedido; siempre había alguna mujer hermosa a su lado, con la que luego, cuando todo terminaba, continuaba una buena relación. Marcos no necesitaba hacer nada; se limitaba a dejarse querer y a ser amable con quien estuviera cerca. Bien, eso cambió cuando apareció Estela.   
   Me decían que esa mujer estaba en las antípodas de las habituales acompañantes de Marcos. Era fea, gruesa, ordinaria y desapacible. Vestía con un gusto deplorable, faldas estrechas demasiado cortas para sus volúmenes, combinaciones imposibles de colores, cabellera mal teñida de rubio barato, componían una imagen nada atractiva. No se salvaba ni el timbre de su voz, ni su acento provinciano, ni su vocabulario. Acababa de llegar a la ciudad, procedente de… De lejos, ¿que más da? Nadie sabe cómo pero encontró trabajo en la Fiscalía. Se decía que su padre, por extraño que pudiera parecer, tenía influencias en el Departamento de Justicia y que alguien le hizo el favor de colocar a su hija en un puesto que, por otra parte, tampoco tenía demasiados aspirantes. Servir cafés, hacer fotocopias, atender minucias varias e ir de un lado para otro contoneando su orondo trasero era lo único que se le veía hacer durante la jornada, mientras se quejaba, o se pavoneaba de lo atareada que estaba, de la descomunal carga de trabajo que descansaba sobre sus espaldas y de lo mal retribuidos que estaban sus desvelos.
    En menos de seis meses, Marcos pasó de ser visto de vez en cuando con ella tomando una cerveza al salir del despacho, a ser su asiduo acompañante y, al fin, su marido. Se casaron en el verano del 87. No aquí sino el lugar de donde ella era oriunda, que nadie me supo concretar con exactitud. Fue una sorpresa mayúscula. Ninguno de los que yo conocía fueron a la boda, no por desprecio o por desconsideración, sino porque no fueron invitados, pero después, cuando la pareja volvió, todos fueron pasando por la casa de los recién casados. Almuerzos o cenas que dejaron a los asistentes con el ánimo contrito y la convicción de que Marcos, por razones inexplicables, se había metido en una trampa de la que le iba a resultar muy difícil salir. Por primera vez se enfrentaba a un problema cuya solución no se vislumbraba por parte alguna.
   Desde el primer momento Estela empezó a comportarse como la dominadora absoluta de la voluntad de Marcos. No sólo consiguiendo cuanto quería, sino, por añadidura, alardeando del poder que ejercía sobre su marido. Las veladas se convertían, así, en espectáculos grotescos en los que las salidas de tono de su mujer dejaban en evidencia, humillaban, incluso, a Marcos. Él, paciente, refugiándose en su sentido del humor procuraba salir como podía de las cada vez más desagradables situaciones en las que se veía inmerso. Los colegas, poco a poco, dejaron de acudir a sus invitaciones, así que fuera de las paredes de la Fiscalía, él se fue convirtiendo en el mero apéndice de Estela, en el ejecutor de sus caprichos.
—Lo asombroso es que no se le alteró el carácter. Pasara lo que pasara en su casa, Marcos, entre nosotros, siguió siendo el de siempre. Inteligente, erudito, afable, magnífico compañero, aunque si estabas atento, empezó a mostrar una cierta tristeza. Por momentos se quedaba callado, absorto, con la mirada perdida. Luego, sacudía la cabeza, sonreía y todo volvía a la normalidad. “Cosas mías -decía-. No pasa nada”. 
—…
—Tardamos algún tiempo en darnos cuenta de que había empezado un nuevo capítulo, el penúltimo del drama. Había olvidado decirte que, como era de esperar conociéndola, Estela había dejado de trabajar en cuanto se casó. El día que se marchó, recorrió hasta el último rincón de la Fiscalía presumiendo de su suerte con todo el personal. A partir de ahí, supimos que empezó a dedicar una parte cada vez mayor de su tiempo al juego. Primero fue el bingo, después se aficionó al casino, ruleta y sobre todo Black Jack. Podría decirse que eso, la afición al juego de Estela y sus desastrosas consecuencias para la economía familiar, fueron el principio del fin.
    Muy pronto, cuestión de meses, las reservas económicas del matrimonio pasaron de las cuentas corrientes de la pareja a las mesas de juego. Un día, Marcos solicitó en la Fiscalía, por primera vez en su vida, un anticipo sobre su sueldo. Causó una cierta extrañeza pero se le concedió, no faltaría más. El dinero se esfumó unas cuantas horas después, y ésa fue también la primera vez que se vio borracho a Marcos. La sensación de ser incapaz de controlar la situación, de poder revertirla le fue llevando a refugiarse en el alcohol, cada vez con mayor frecuencia. Meses después, se supo más tarde, hipotecó su casa, esa mansión de la que tan orgulloso se había sentido siempre. El respiro también duró poco, porque Estela iba incrementando sus pérdidas en la misma medida en la que podía disponer de dinero fresco. Y en la misma medida fueron aumentando las borracheras de Marcos en frecuencia y en intensidad. Algunos le vieron ebrio, tambaleante, buscando un taxi, incapaz de manejar su vehículo. Fue una decadencia rápida que al cabo de poco tiempo empezó a repercutir en el quehacer profesional del que había sido la estrella rutilante de la Fiscalía.
    El capítulo de la vida profesional de Marcos se cerró el día en el que él mismo confesó el desfalco del que había sido autor cuando Estela le amenazó con abandonarlo si no cubría la deuda que había contraído unos días antes con uno de tantos buitres que merodean por los aledaños del juego. El prestamista la asediaba cada vez más amenazador y ella encontró inexplicable, o más bien juzgó intolerable que Marcos no hiciera lo que fuera preciso para sacarla del atolladero (“Pues atraca un banco, roba, mata, haz lo que sea, pero líbrame de esta sanguijuela, que para eso eres mi marido”). Podría haberla puesto en la calle o tirarla por la ventana, pero no hizo nada parecido. Tiempo después seguía diciendo que la quería. Abandonó la Fiscalía, renunció a su puesto para evitar el deshonor de una expulsión infamante, no sin antes haber liquidado su fondo de pensiones y saldar el percance. Dos meses después, agotadas las reservas familiares hasta el último céntimo, Estela le abandonó, como se deja un juguete inservible en el cubo de la basura. El banco ejecutó la hipoteca y Marcos, sin trabajo, sin casa, medio alcoholizado, entró en el infierno en el que yo lo había encontrado. Ella, sencillamente, desapareció. Ninguno de quienes les conocían hizo el menor esfuerzo por averiguar qué podía haber sido de ella. Importaba tan poco en el mundo de Marcos que tanto habría dado que volviera a su tierra, como que se hubiera mudado de barrio o descendido a los infiernos.
    Fue una conmoción. Marcos era el más apreciado de cuantos trabajaban en la Fiscalía. No era sólo su inteligencia, sino su permanente disposición a ayudar a quien lo necesitara, su carisma, su endiablada habilidad para llevarse bien con todo el mundo, ya fuera El Gran Jefe o el más humilde de los becarios recién contratado. Se habló de cómo ayudarle y durante meses, sus colegas se fueron turnando de manera que cada domingo, alguien se hacía el encontradizo con él, le invitaba a su casa, lo sentaba a su mesa después de haberle proporcionado la ocasión de asearse y hasta de dejar en casa de su anfitrión los harapos que llevara puestos y saliera de nuevo bien vestido. Al principio dicen que durante los almuerzos volvía a hacer gala de su ingenio, de sus dotes de conversador excepcional. De nada valió. El alcohol siguió haciendo estragos crecientes en su organismo. Perdió poco a poco su legendaria agudeza, su capacidad ilimitada para las citas literarias, las réplicas fulgurantes, las metáforas imposibles, las argumentaciones insólitas, sus análisis políticos legendarios, los que hacían de él un contertulio inigualable y se fue hundiendo en el silencio, el abandono, la tristeza, la irascibilidad, incluso.
   Un domingo se negó a aceptar la invitación de quien aquella semana se hubiera encargado de remediarle. No dio explicaciones; nada más se negó. Durante un tiempo faltó a su cita con las limosnas piadosas, dejó de ser visto en los lugares habituales, bajó, podría decirse el penúltimo escalón de la jerarquía social. Cuando creyó que sus antiguos colegas podrían haberse cansado de sus caridades, volvió a su puesto junto a la puerta de la Catedral. Como había supuesto, los viejos amigos dejaron de ocuparse de él. Unos a otros se tranquilizarían diciéndose que era un caso perdido, que era él quien así lo quería, que nada se podía hacer si era Marcos quien los rechazaba, que, por incomprensible que a ellos les pareciera, había que respetar su modo de vida. Es tan fácil tranquilizar la propia conciencia… Supongo que habría quien dijera que él se lo había buscado, que siempre fue algo raro; encontrarían quién sabe qué disculpas para mirar para otro lado y dejarlo solo en su propio abismo.
    Para mí, todo aquello era nuevo, de manera que me sentí obligado a buscarle, hablar con él y ver qué podía hacer para remediar lo que los demás juzgaban ya un caso sin solución. Volvían a mi memoria tantos recuerdos de nuestras andanzas profesionales que no alcanzaba a entender cómo los demás colegas se habían olvidado tan pronto de él. Marcos había sido mi maestro, aunque fuera dos años más joven que yo. Me condujo por los vericuetos del Departamento de Justicia, me enseñó mucho de lo que él sabía, me ayudó a preparar docenas de casos, aquellos en los que yo dudaba por dónde empezar, me salvó en media docena de ocasiones de fracasos que de no haber sido por él habrían puesto en riesgo hasta mi continuidad en la Fiscalía, fue testigo en mi boda, y de haber seguido juntos habría apadrinado a mi primer hijo. No hubo caso porque para entonces yo ya no estaba allí, pero, en todo caso, siempre fue alguien a quien el término “amigo” le venía estrecho.
  Lo encontré, desde luego. Ni siquiera fue difícil. Media docena de preguntas en los sitios adecuados, Policía Municipal, organismos de asistencia social, algunas monedas gastadas con indigentes, y di con el lugar donde pasaba las noches. Nuestra sociedad tiene una especial habilidad para hacer invisibles sus propios deshechos; necesita ocultar a aquellos individuos que, por las razones que sean y no importa cuál haya sido su historial, han dejado de ser productivos, o nunca van a serlo. Marcos había pasado de ser eso que en algunos países llaman “un pilar de la sociedad”, a ocupar un espacio insignificante en el inframundo que tenemos bajo nuestros pies e ignoramos sin el menor atisbo de malestar. Uno más de los que sobreviven agarrados a la desesperanza como único sustento. Seres invisibles, sin identidad, sin presencia en los cientos de miles de registros que vertebran la sociedad actual, sin cuentas corrientes, sin documentación, sin domicilio, sin tarjetas de crédito, sin presencia en las redes sociales, sin teléfono inteligente, sin dirección electrónica, sin más pertenencias que las que caben en el carro de un supermercado, en una mochila, en una bolsa de basura. Asiduos, muchos de ellos, a los comedores sociales, a las instalaciones de las organizaciones que se ocupan de paliar la marginación social, a los albergues temporales para los deseherados, los homeless, como ahora insisten en llamarles quienes prefieren utilizar un término foráneo cuyo significado desconocen. 
    Aún podría decirse que dentro de ese último peldaño de la sociedad existen clases, la última de las cuales la conforman quienes han rechazado ya la posibilidad de pernoctar en refugios para indigentes o de acudir a los refectorios de la beneficencia pública o privada; la clase de los que de grado o por fuerza se han desencarnado de tantas necesidades superfluas que viven instalados en el filo de la muerte.
    Allí, en el silente mundo de los que nada tienen y nada necesitan, ni bienes ni afectos, se había acomodado Marcos. En el semisótano de una antigua empresa abandonada, un taller de lencería, en concreto. Un lugar siniestro en un barrio marginal. Ventanas sin cristales, paredes a medio derruir, puertas desvencijadas, suelos destripados, fuegos encendidos en bidones o sobre el suelo, que daban algo de luz y hasta servían como insólita cocina. Y, lo que de verdad me impresionó, un espacio ocupado por una asombrosa colección de despojos humanos que me veían pasar apenas con un atisbo de curiosidad en sus rostros vacíos. Olores nauseabundos a orines, a efluvios de pulmones alcohólicos, a excrementos humanos, a materia orgánica en descomposición. Había algún que otro chucho escuálido merodeando entre los que se recostaban contra las paredes o yacían entre cajas de cartón tapados por ropajes indescriptibles, junto a algunos carritos de autoservicios, o a cajas de cartón, con ratas trotando sin ningún temor, escurriéndose hasta la oscuridad. Me llamó la atención el frecuente movimiento de protección de las misérrimas pertenencias de los desheredados a mi paso entre ellos. Nadie es tan pobre que no tenga algo que guardar y defender de los demás, porque el atavismo del sentido de la propiedad no es, por fuerza, un privilegio reservado a quienes lo tienen todo.
    Allí, en el último nivel de aquel infierno, en un rincón oscuro, lejos de cualquier ventana, estaba mi amigo Marcos. Me vio llegar, me reconoció, lo sé, pero no hizo ademán ni gesto alguno de salutación, de bienvenida. Resbaló su mirada sobre mí y la perdió mucho más allá, lejos, quién sabe dónde. No contestó mi saludo, ni se inmutó, ni hizo demostración alguna de que mi presencia le provocara alguna emoción. Sólo, cuando le sugerí que podríamos almorzar algo juntos, se levantó sin mirarme, revolvió entre las tres cajas de cartón que le servían de fronteras de su mísero territorio y se quedó en pie, silencioso, esperando, supongo, que yo marcara el rumbo.
   Le llevé a un restaurante modesto de los alrededores donde me había asegurado la víspera de que sabían cocinar y de que la presencia de Marcos sería tolerada sin problemas. Una vez dentro, fue él quien escogió la mesa, la más alejada de la puerta de entrada, lejos de los demás, y se sentó de espaldas a la sala. Tuve la impresión de que no era vergüenza sino desagrado lo que le alejaba de los demás. Se sentó ante mí y por primera vez me miró a la cara. Siguió callado. Sus ojos, tan azules como yo los recordaba, eran dos simas de las que no se veía el fondo. Me pareció que mi antiguo colega había muerto en algún momento, que quien ahora ocupaba su envoltura carnal era un extraño, y que el cerebro que se asomaba a esos ojos azules era el de un desconocido. No porque no me hablara, sino porque presentí que ya nada teníamos en común. Le ofrecí una cerveza, asintió con la cabeza y cuando llegó el camarero la bebió de un trago. Pedí otra y esta vez la dejó sobre la mesa. Le ofrecí un cigarrillo, lo encendió, pero cuando le puse a su alcance el resto del paquete y le insinué que lo guardara, lo apartó con la mano. Ya estaba fumando y no parecía tener interés por quedarse con los restantes cigarrillos. Fue un almuerzo extraño. Le pregunté alguna cosa, nimiedades, ¿cómo te encuentras? ¿Puedo hacer algo por ti? No me contestó. Estaba muy lejos, sólo su apariencia, su presencia corpórea me acompañaba, pero el verdadero Marcos andaba por alguna otra parte.
    Lo intenté hasta el último  momento. Tomamos café y una copa, un brandy en concreto y cuando me convencí de que no había ninguna cosa que yo pudiera hacer por él, levantamos de la mesa. A punto ya de volver a la calle le dije algo así como “está bien, Marcos, no insistiré más, pero quiero que sepas que sigo siendo tu amigo. Si me necesitas, búscame. Siempre podrás contar contigo”. Se paró en seco, giró la cabeza, me miró, su mirada se endureció al borde de la ira. Luego vi que los ojos se le llenaron de lágrimas. Giró sobre sí mismo y, sin volver a la vista atrás, sin decir nada, emprendió un trotecillo trastabillante hasta perderse entre los transeúntes. 
 Y fue entonces cuando creo que le entendí. Marcos había llegado al final. Se había desprendido de tantas cosas, primero las materiales, después los afectos, que había alcanzado el estadio en el que ni necesitaba nada, ni quería nada. Había dejado de temer al futuro, porque esperaba la muerte en silencio, sereno, seguro de que nada de lo que le rodeaba tenía la menor importancia. Ni siquiera él mismo. No es lo mismo no temer a la muerte que dejarla llegar sin curiosidad siquiera. Desconozco cuál había sido el camino, pero Marcos había logrado evadirse de la práctica totalidad de las necesidades que nos agobian a los demás. Había alcanzado un nihilismo vital más próximo a las desencarnaciones místicas orientales que al ascetismo religioso occidental. Mi única duda es hasta qué punto había sido un proceso reflexivo, aunque ¿qué importaba eso? Mientras me alejaba, de vuelta a mis supuestas comodidades, pensé que acababa de perder de vista a un hombre libre; a alguien que ya estaba por encima de todas las cosas porque había dejado de ser su prisionero. Ni las posesiones materiales, ni las convenciones sociales, ni las obligaciones legales iban con él. Había prescindido de todo y esas postreras lágrimas que le vi derramar bien pudieran haber sido el último extemporáneo signo de debilidades pasadas. Por eso corrió para alejarse de mí, porque temía que alguna emoción residual le conmoviera hasta el punto de hacerle vacilar. No sé si puedo calificarlo de privilegio o de infortunio, pero es posible que yo le hubiera provocado una de sus últimas emociones convencionales.
     Volví a verle alguna otra vez. Había cambiado su “plaza” de pedigüeño. Dejó la puerta de la Catedral y se apostó junto a la del cementerio, como si quisiera estar más cerca de su próxima residencia, si es que eso le importaba, cosa que dudo. 
   Cuando me dijeron que había muerto ya era tarde para acompañarle en su último recorrido por este mundo que tan mal le trató.













        




  

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