Carta abierta a S.M. Felipe VI
Excmº Sr. Don Felipe de Borbón
Palacio de la Zarzuela Madrid, a 13 de junio de 2020
Majestad: Ruego perdonéis mi atrevimiento. Jamás hubiera osado distraerle de sus ocupaciones si no estuviera seguro de que estas líneas nunca llegarán a sus manos. No obstante, tiene sentido esta súplica porque, lea o no lo que estoy escribiendo, no deja de ser una osadía dirigirme a Su Majestad sin más razón que dar rienda suelta a cuatro ideas que rondan por mi cabeza desde hace algún tiempo.
Mis disculpas, Señor, si, además no siempre soy capaz de dar con la tecla de los tratamientos protocolarios exigibles a quien pretende establecer algún género de comunicación con el Jefe del Estado. Valga en mi descargo el que, hasta donde he podido averiguar, nadie de mi familia ni de mis amistades se ha visto hasta ahora en semejante trance. En todo caso, puedo asegurar a Su Majestad que cualquier error en esta materia es mero fruto de mi ignorancia.
Quiero empezar por decirle, Señor, que barrunto tiempos aciagos para la institución que representa. No, no se trata, al menos de momento, de advertirle sobre los riesgos del supuesto crecimiento del republicanismo en España. Tal vez más tarde lo haga; ahora prefiero ponerle al tanto de otros peligros más insidiosos. Lo cierto, Majestad, es que de un tiempo a esta parte veo expandirse por doquier una versión del monarquismo que me parece más letal para la institución que cualquiera de sus contrarias.
Crece y crece el número de ciudadanos que aprovechan cualquier ocasión para gritar "Viva el Rey" no como homenaje a su persona ni a la Casa Real, ni a la Monarquía como forma de Estado, sino como insulto a quien tienen en frente. Es, pues, un grito de combate, no de homenaje.
Pretendo, Señor, ponerle sobre aviso acerca de una clase de ciudadanos que se han empeñado en su aparente defensa incluso en momentos y situaciones en los que nadie intenta ataque alguno contra la Monarquía. Tal como yo los percibo, estos sedicentes defensores de su Real Casa tratan más de secuestrarlo que de protegerlo.
Son los mismos que están haciendo eso con la bandera. Se han apropiado de ella, quieren convertirla en símbolo de facción y hasta llegan a usarla como arma. No admiten que sea el símbolo de todos: la quieren para ellos y para quienes ellos decidan. Pretenden atribuirse la prerrogativa de distinguir quién puede portar nuestra enseña, la de todos, y quién no es digno de hacerlo. Más aún: osan atribuirse la condición excluyente de españoles y pretender calificar al resto, de enemigos de España. Mucho podría escribirse sobre la negligente responsabilidad de quienes han tolerado tal apropiación indebida, de los escasos esfuerzos que han hecho para evitarla, de la pasividad con que han consentido el abuso, pero eso queda fuera de los objetivos de esta misiva.
Estos peculiares monárquicos no han nacido ahora como por un sortilegio inesperado, ni mucho menos. Vienen de antiguo; de muy lejos. No hace falta remontarse a la prehistoria; limitándonos al pasado reciente los encontramos activos desde hace dos siglos.
Son los herederos de quienes en 1814 al grito de "Vivan las caenas" desengancharon los caballos que tiraban del carruaje donde viajaba Fernando VII (Mal antepasado, ¿No cree, Señor? Los republicanos lo tienen en muy alta estima; dicen, riendo, que hizo mucho por traer la República a España, aunque no tanto como Isabel II). Aquellos bizarros monárquicos animaron al pueblo llano a que prescindiera de las caballerías y tiraran ellos mismos, con sus brazos, de la carroza del Monarca felón. Recuerde, Señor: jaleaban al Rey, no por serlo sino porque acababa de pisotear la Constitución de 1812 que había jurado acatar.
Son los biznietos de quienes animaron al bisabuelo de Su Majestad para que abriera las puertas del Poder al General Primo de Rivera. Podrían haberle advertido de que apadrinar la dictadura era poner en peligro el Trono, pero volvieron a vitorearlo enfervorizados ¿Defendían a Alfonso XIII o al general que creían que iba a garantizar mejor que nadie sus intereses?
Son los nietos de los que aplaudían enfervorizados al General Francisco Franco, y decían que el abuelo de Su Majestad, Don Juan, era un borracho incorregible que mejor estaba en Estoril con una copa en la mano, que estorbando en Madrid la siniestra ejecutoria del innombrable.
Son los hijos de los que ponían en circulación chascarrillos mordaces sobre la figura de su padre cuando era rehén de su Caudillo. Se reían de él y ponían en duda su capacidad intelectual. ¿Le ha dicho alguien que hubo un tiempo en que "Borbón" era poco menos que un insulto?
Son los que llamaron traidor al Rey Emérito cuando rompió con el Régimen anterior, los mismos que murmuraban que el padre de Su Majestad no sólo estaba detrás de los golpistas del 23-f sino que, llegado el momento, los traicionó, como era de esperar.
Son los que hicieron circular infamias sobre usted, Señor, cuando era Príncipe de Asturias, maledicencias que me niego a repetir, pero que sin duda habrán llegado a los oídos de su Majestad; son, también, los que se niegan a admitir a Dª Leticia como Reina de España, porque… permítame que lo deje así.
Son los aficionados a pedir como leones libertad cuando la hay para todos, y a callar como conejos, cuando sólo ellos la disfrutan. Gente acostumbrada a confundir "Libertad", su libertad, con "Patente de corso".
Son quienes cada vez que se quedan sin armas legales para torcer la voluntad de cualquier gobernante que no participa de su credo, claman al cielo y se preguntan escandalizados "¿qué hace el Rey que no les pone en su sitio?"
¿Qué quieren de su Majestad estos conversos al credo libertario? Poner el Trono a sus órdenes, Señor, y conseguir que se les devuelva cuanto antes y no importa a qué precio lo que siempre, siempre, siempre han creído que es suyo porque Dios así lo quiso desde el comienzo de los tiempos: el Poder.
Estoy seguro, Señor, de que no se le ha pasado por la cabeza hacerles caso, pero, pese a todo, permítame que insista: no son de fiar. Se dicen monárquicos pero son meros manipuladores sin escrúplulos dispuestos a llevarse por delante a quien sea, persona o institución, que no se pliegue a sus designios.
Barrunto que tal vez lo único que les atrae de la institución monárquica es el probable prestigio del Rey sobre las Fuerzas Armadas. ¡Ah, lo que podría conseguir -sueñan- si Felipe VI diera un paso al frente y cumpliera hasta sus últimas consecuencias, con su papel de Jefe de nuestros Ejércitos… ! No dude, Señor, de que, si eso pasara, la lealtad de estos "patriotas" se entregaría envuelta en la bandera a los pies del General al que hubieran convencido. Como siempre han hecho.
Mal año para todos, Señor. También para la Corona que está viendo cómo la Fiscalía ha resuelto investigar la conducta de su señor padre. Estoy convencido, Señor, de que quienes han decidido tal cosa no son una mano de jacobinos a la busca de guillotinas vengadoras. No seré yo quien dicte sentencia que ni soy Juez ni conozco de la misa la media, pero creo que del modo en que su Majestad afronte la dura realidad que se le viene encima, puede depender no sólo el futuro inmediato del Rey Emérito, sino, siento decirlo, el mismísimo futuro de la Monarquía en España.
Su augusto padre, Su Majestad lo sabe mejor que yo, no siempre ha estado a la altura de las circunstancias; ha incurrido en frecuentes y muy graves errores; su conducta podría haberle valido serios descalabros de no estar protegida su figura por la Constitución. Todo eso es cierto y soy tan crítico con la conducta de Juan Carlos I que me gustaría ver eliminada de la Carta Magna la excesiva protección de que goza la Primera Magistratura del país. No obstante, si de algo puede vanagloriarse el Rey Emérito, si algún motivo tiene para esperar entrar con buen pie en la Historia es, precisamente, aquello por lo que quienes ahora dicen defender a Su Majestad, lo insultaron sin descanso.
Es más que posible que el Parlamento siga sin entrar a fondo en el examen de la conducta de Juan Carlos I. Sin embargo, esté muy atento, Señor, a entender lo que opine el pueblo, no vaya a ser que pierda en la calle lo que gane en los pasillos, y cuando eso ocurre, la Historia acostumbra a cerrar un capítulo y dar por comenzado el siguiente. Éste es el momento en el que los españoles necesitan saber si elRey viejo ha sido un Rey intachable, si faltó a los principios éticos exigibles al Jefe del Estado o si saltó los limites de la legalidad vigente. Tal como yo lo veo, el momento de otorgar confianzas ha pasado ya.
El crédito de su señor padre está más que agotado, sus méritos caducados, su abdicación amortizada, pero sigue siendo el eslabón imprescindible en la cadena dinástica, así que lo que pase con él, afecta al futuro de la institución; y por lo que ya he dicho, de poco va a servirle a la Casa Real la posible defensa de aquellos sobre los que antes ponía sobre aviso a Su Majestad.
Hay ocasiones en las que sólo queda dar un paso adelante y demostrar con los hechos que uno es quien dijo que era y está dispuesto a hacer lo que sea preciso para demostrarlo. En pocas palabras: póngase en cabeza por mucho que el corazón de hijo se le haga trizas. Nadie dijo que ser Jefe del Estado Español sea un camino de rosas.
Caigo ahora en la cuenta de que tanto escribir, tanto escribir y ni siquiera le he dicho por dónde respiro. Espero no sorprenderle demasiado, Señor, pero es lo cierto que no soy lo que podría denominarse un monárquico ferviente. Ni republicano convicto y confeso, no se alarme. Como tantos otros ciudadanos de mi tiempo soy accidentalista en esta materia: la Historia y el examen del presente me han enseñado que, al margen de argumentos racionales, cuentan los resultados.
Ni su Majestad ni yo necesitamos forzar nuestra mente para descubrir que agotar los fundamentos teóricos básicos de la democracia nos acercan más a la República que a la Monarquía, pero sabemos también que la lista de Monarquías que respetan y garantizan la democracia es, al menos, tan larga como la de repúblicas que cobijan dictaduras infames ¿verdad, Señor?
Y es al hilo de esta evidencia y de la no menor de que nunca se nos ha preguntado al pueblo español si preferimos que la Jefatura del Estado la ocupe el primogénito de la familia de Su Majestad o quien decidamos elegir cada cierto tiempo, por lo que se me ocurre que tal vez lo mejor para todos, incluso para su real familia, sea corregir esa anomalía y disponer las cosas de manera que se nos permita elegir.
Ya sé que la Constitución vigente, votada y aprobada por una abrumadora mayoría, estableció la Monarquía como forma de Gobierno; pero eso fue en un referéndum en el que se votaba un texto con 169 artículos y unas cuantas disposiciones finales, y adicionales. Se votaba en bloque, sí o no, al texto completo. Ninguno de nosotros pudo decidir, por ejemplo, sí al Rey y no al Estado de las Autonomías o al contrario.
Por tanto, ni su Majestad ni nadie sabemos cuál habría sido el resultado si antes o después de aprobada esa Constitución se nos hubiera preguntado si preferíamos Monarquía o República. Por eso creo que no sería mala idea salir de dudas. Una vez, solo una vez, que tampoco es cosa de sacar la cuestión a pasear cada vez que a los nostálgicos de un signo o del otro se les ocurra marearnos con sus prédicas.
Estoy seguro de que si Su Majestad creyera que lo que digo no es un disparate, tendría medios sobrados para hacer llegar sus deseos al Presidente del Gobierno que en ese momento ocupara el puesto, y no dudo de que su intención tendría adecuada respuesta.
Le digo todo esto, Señor, con el ánimo no de crearle problema alguno, ni mucho menos de dividir a la ciudadanía, sino de todo lo contrario: asegurar que terminado el escrutinio, aunque cada votante mantuviera intacta su ideología, no tuviera más remedio que aceptar el veredicto popular.
Termino, Señor, que temo haber abusado de su paciencia: reitero mis disculpas y, créame, ahora y en el futuro deseo lo mejor para Su Majestad, para su familia y para España.