Los mesoneros
Viejas necesidades, nuevas formas
Grecia, Roma, Egipto, y no sé si los hititas, ya conocieron establecimientos donde el viajero, el forastero, el carente de casa propia, encontraba acomodo, mesa y lecho, donde reparar sus fuerzas.
Los que hemos llegado a eso que Jorge Manrique llamaba "el arrabal de senectud" recordamos las diferencias existentes que durante décadas, si no centurias, el común de la clientela era capaz de detectar entre unos y otros modelos de establecimientos donde podías matar el hambre a cambio de un dinero, poco o mucho, dependiendo dónde decidieras sentarte y qué quisieras comer.
- Mesones, casas de comidas, restaurantes de barrio, locales de postín, eran categorías sin una definición precisa pero que todos sabíamos identificar. Límites imprescindibles para elegir, si es que de eso se trataba, dónde y qué comer y cuánto pagar por ello. Y antes de sentarnos a la mesa elegida, sabíamos, más o menos, qué esperábamos encontrar.
- La década de los 60, también "prodigiosa" en este terreno, alumbró la nouvelle cuisine, enseguida transportada a España de la mano de Juan Mari Arzac y sus epígonos. Y más o menos por entonces, empezamos a ver por nuestras ciudades establecimientos franceses, alemanes, italianos, chinos, los primeros japoneses, y las primeras hamburgueserías, versión transatlántica de lo que por aquellos pagos igual pensaban que era cocina.
- Redondeaba el cuadro, el quehacer de un selecto grupo de críticos gastronómicos, algunos de ellos aún supervivientes, que ejercían su oficio bajo la doble premisa de saber de qué hablaban e informar al lector sobre calidades, precios e instalaciones. Los locales criticados iban del tres estrellas Michelin al chiringuito de playa y los platos comentados, del caviar al boquerón.
Variedad que, no obstante, permitía rastrear características comunes
- El comensal sabía de antemano qué podía esperar del sitio elegido y obraba en consecuencia: si optaba por casas de comidas, sabía dónde catar los mejores callos, la más suculenta paletilla de cordero, el cocido más recomendable Y elegías en consecuencia, hablo de Madrid, entre San Mamés, La Fuencisla o La Tasca Suprema. Nadie esperaba encontrar cartas parecidas, en el otro extremo del abanico, en Horcher que en Zalacaín, en Jockey que en el Club 31.
- En consecuencia, cada establecimiento se afanaba en establecer diferencias con la competencia, en especializarse en algo que le hiciera único, no en amalgamar un bodrio de carta en la que estuvieran al mismo tiempo la fabada y el arroz a banda.
- No importaba el sitio, el cliente sabía que para el mesonero, él, el cliente, estaba por encima del lugar al que acudía. Y si no lo estaba, se sentía tratado como si lo estuviera. Así que elegía hora de sentarse a comer o a cenar y se levantaba de la mesa cuando le daba la gana.
- Lo habitual, por último, es que el propietario del lugar fuera el guisantín que oficiaba en cocina. Si necesitaba dinero para mantener o ampliar su negocio, lo buscaba por los medios tradicionales, pero rara vez podía encontrarse una Sociedad Anónima detrás del rótulo de un restaurante; menos aún lo que ahora se llama "un grupo inversor"
Y entonces, llegó el turismo de masas, y la crisis, y la modernidad
Quiero empezar rindiendo un homenaje a las excepciones que siguen fieles a los viejos principios: afán por la diferencia, dedicación al cliente, negocio en manos del que te ha de dar de comer, críticos atentos a su función.
Siguen existiendo, pero se han quedado en minoría. Ahora arrasan otros criterios. Nuevos modelos que proliferan allá donde vayas. Hay variantes según niveles, pero todos compartan características parecidas.
- La búsqueda de la rentabilidad, ha separado a propietarios y cocineros: sólo en algunos casos el segundo es, a la vez, el primero. No se trata de que el mentor del lugar deba estar mañana tarde y noche a pie de fogón, pero sí que el negocio sea controlado directamente por él. Y aún en estos casos, puede que terminen cayendo en lo mismo: descubrir una fórmula que le permita repetir el establecimiento una y otra vez, no importa en qué nivel de precios, calidades e imagen se mueva.
- Buscar el beneficio antes que la atención al cliente, fulmina la originalidad: si se encuentra una buena fórmula, se repite una y otra vez. Podrás encontrar calidad aceptable aunque un tanto ramplona, pero olvídate de tus viejos privilegios; ahora es "la política de la casa" la que va a decidir no sólo a qué hora tendrás el privilegio de pagar por comer, sino hasta qué hora podrás seguir disfrutando de tu mesa.
- El turismo de masas ha terminado con la búsqueda de la excelencia. Sencillamente, porque ya no es necesaria para la buena marcha, incluso para el buen nombre del establecimiento. Cuando uno recibe 83 millones de visitantes extranjeros ¿a quién le importa lo que opine un texano, un galés o un ruso de la calidad de unas patatas bravas? Ni lo sabe el cliente, ni le importa al dueño, porque hay media docena de japoneses esperando por esa misma mesa.
- Adiós a las diferencias. Lo que ahora se busca es componer una carta universal que contente a una mayoría tan variopinta que conduce al despropósito. Han oído hablar de "cocina de fusión" y no saben de qué se trata. No intentan tomar un par de características de un plato libanés y otro gallego y elaborar una ceación distinta a las dos precedentes. No, la mayoría están convencidos de que "fusión", consiste en meter en la misma carta cachopo asturiano, chepa de cebú a la mozambiqueña y gusanos de seda en salsa vietnamita. Ningún restaurante que hoy pretenda estar al día se resiste a incluir en su oferta el sushi, el humus y el ceviche, junto a la paella, desde luego. Todos malos, por descontado.
- ¿Qué fue de los viejos camareros? aquellos cincuentones, sesentones, incluso, que, te hablaban de usted, y eran capaces de retener en la memoria la comanda de seis comensales mientras colocaban el servicio de mesa, con la sonrisa en la cara. Profesionales que sabían de qué iba el plato que habías pedido o qué marcas de Ribera o de Rioja estaban disponibles. Suerte tendrás ahora, si el "camareta" que te atiende es capaz de pasar de "tinto o blanco" como posibles clases de vinos.
- No todos pero buena parte de los críticos parecen vivir en otro planeta. Lees sus recomendaciones y parecería que en el pueblo del que escriben, hay arroyos por donde fluye leche y miel y atan a los perros con longanizas. Así que les lees y te asombra la frecuencia con que aparece el caviar en los platos que han merecido su elogio, lo bien que logra el punto de la gamba roja el belga que regenta ese restaurante donde tan bien les sale el risotto a la trufa blanca, lo gratificante que resulta maridar un buen foie con el sauternes que le recomendó la sommeliere y qué bien se remata el almuerzo con una lágrima de Ardbeg en vaso bajo y sin hielo, como corresponde a un malta tan exclusivo. Alguien puede plantearse dónde desayuna, come y cena el crítico a diario y quién paga todo eso.
De nada vale lamentarse
- El tiempo no da marcha atrás. Aprendamos a movernos en un mundo donde el comensal cuenta menos que el que cobra por darle de comer, donde la mayoría de los que comparten local con usted no van a disfrutar del paladar, sino a ver y a ser vistos, y donde el camarero no tiene la menor idea de por qué tendría que hablarle de usted a los clientes.
- Podría hablar de precios, pero sonaría a lamentos de viejo. Pese a todo, una cosa es que "todo haya subido, ya sabe, primero la crisis y ahora La Covid", y otra que este verano, en Marbella, no sólo era imposible evitar que cuando pidieras paella te llegara a la mesa un engrudo infumable de arroz con cosas, sino que el precio exigido podía superar los 25 € por persona.
- No haga demasiado caso de los críticos. Fíese, mejor, del boca a boca, de la información que pueda llegarle de amigos de cuyo sentido del gusto se fíe y, hágame el favor: cuidado con dar demasiada difusión a sus hallazgos, porque muchos de los mejores restaurantes de cualquier país, acaban muriendo de éxito. Busque lo bueno y deje lo mejor para quienes creen en su existencia.
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