sábado, 11 de diciembre de 2021

 Carta abierta a un político sin nombre

      Mi muy respetado y anónimo representante:

    Permítame que no escriba su nombre. No es falta de respeto, ni siquiera síntoma de mala educación; es que mi intención es tratarle a usted como arquetipo de todo un enjambre de profesionales de la cosa pública; comparten tantas características que resultaría indiferente en manos de quién de ustedes pudieran caer estos párrafos, si es que eso llega a ocurrir, cosa que dudo.

    Se acercan las Navidades. Si uno echa cuenta de cuándo encendieron ustedes las luminarias públicas, parecería que serán el próximo fin de semana; no es así, pero las citadas Fiestas, vaya si se acercan. Desde tiempos inmemoriales se relaciona esta época del año con una amalgama de sentimientos que van de lo familiar a lo amistoso, de lo poético a lo cursi, de lo religioso a lo jaranero; aunque, cada vez más, yo veo las Navidades como una trampa para ceder a los hábitos desbocados del consumismo más irracional. No me hagan caso: ya sé que vivimos en un sistema económico que necesita de una aceleración creciente, so pena de nuevas crisis o sea que disculpen mi extravío.

   Así que, dando por buena la tradición de desearnos felicidad unos a otros, constantemente y venga o no a cuento, me atrevo a sugerirle, a usted y a sus congéneres, sea cual fuere el Partido al que pertenezcan, que se tomen un respiro y que, al menos hasta el 7 de enero, hagan como todo hijo de vecino, tómense una copita con quien tengan más a mano y dejen de agobiarnos con sus quejas jeremíacas, con sus pronósticos agoreros, con sus profecías apocalípticas.

    Verá usted, don Político: muchos de nosotros, la mayoría, leemos uno o más periódicos, escuchamos alguna emisora, vemos tal o cual noticiero y, además, hablamos con nuestros amigos y recibimos información por las consabidas redes sociales. Vaya, que estamos informados de los resultados de la erupción volcánica que sufre la isla de La Palma, de los perniciosos efectos de nevadas y aguaceros y de los avatares de nuestra economía. 

   Puede extrañarle, pero le aseguro que estamos que al cabo de la calle de la preocupante evolución de las sexta ola de la Covid en España, aunque todo indica que esos países que siempre nos ponen de ejemplo lo llevan peor. Casi todos lamentamos las altas tasas de paro, pero, aunque las cifras sean las mismas, ¿por qué insisten en decir que 35 de cada cien jóvenes no tienen trabajo, en vez de contarnos que 65 de cada cien han encontrado ocupación? Ya sé que son los mismos, pero ¿a que suena mejor? ¿Y qué decirle del incremento de los precios? Claro que nos preocupa, aunque seamos sólo los sextos de Europa en la lista de los que mayores incrementos soportan. Y el precio de la energía, y los problemas de nuestra agricultura…, y… ¡Un desastre! ¿O no es para tanto?

Cuando sus ocupaciones se lo permitan, salga de su casa y verá lo que encuentra: calles abarrotadas, tiendas llenas, restaurantes con listas de espera, hoteles a rebosar ¿Cómo se explica? ¿Estaremos todos todos tan desesperados que hemos decididos reventar antes de que todo acabe? ¿Y si nada más fuera la manifestación de un estado de ánimo que tan mal casa con lo que escuchamos a ustedes cada vez que les ponen un micro o una cámara delante?

    Hace unos días me llegó por una de las habituales redes sociales un espléndido artículo de Manuel Vicent en el que después de listar la impresionante relación de logros de los que podemos enorgullecernos los españoles dejaba en el aire la evidencia de que, por extraño que les parezca a ustedes, (él, muy benévolo, los llama "líderes") fuera de nuestras fronteras nos quieren y nos admiran más que dentro.

       Y a eso iba: ustedes han hecho del lamento una estrategia, de la queja un arma, de la tergiversación una costumbre. Tal parece que en vez de alegrarnos la vida, levantarnos el ánimo y convencernos de que somos capaces de lo mejor porque ya lo hemos hecho otras veces, se dedican a mantenernos al borde del pánico.

      Barrunto que ustedes tratan de conseguir un pueblo asustado, porque así es más fácil de gobernar. Déjeme que le diga que el miedo es la antesala del odio, y que cuando éste se instala en la sociedad ni usted, ni sus amigos, ni la suma de ustedes con sus adversarios serían capaces de controlar los resultados. En vez de tantas profecías siniestras, repasen la historia y comprobarán cuántas veces enloquecer al pueblo ha traído la desgracia, no sólo aquí sino en cualquier rincón del mundo. Y cuántas, por el contrario, España, ésta España, ha asombrado al mundo, no importa quién estuviera al frente.

      En fin, señor político. Ni quiero aburrirle, ni sé si valdría para algo; por si acaso, vuelvo a repetirle un par de cosas. Sólo dos para que le resulte fácil recordarlas:

    Primera: Estamos mejor de lo que ustedes quieren hacernos creer; no lo digo yo: lo dice el resto del mundo, así que no sea cenizo y alégrese con sus rrepresentados.

     Segunda: Si me ha hecho caso, dedíquese desde ahora a pregonar la buena nueva, y háganos partícipes de su alegría, que para penas, con las de cada uno tenemos de sobra.




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