sábado, 12 de marzo de 2022

 El Rey que rabió

Una vida agitada

El 7 de marzo, el Rey Emérito ha informado por carta a Felipe VI de que piensa continuar residiendo en Abu Dabi, pero que no descarta visitar España de vez en cuando.

Nacido en Roma el 5 de enero del 38, treinta y siete años, diez meses y diecisiete días después accedió al trono de España con el nombre de Juan Carlos I. Treinta y nueve años más tarde, semana más, semana menos, abdicó la corona en su hijo, Felipe VI. Apenas transcurridos seis años abandonó España y se instaló en Abu Dabi.

Peregrino oficio el de Rey. Es condición que suele heredarse, aunque no siempre. Los Visigodos elegían a sus Reyes y, a falta de mecanismos más sutiles para establecer criterios sucesorios, acudían con frecuencia al puñal o al filtro mortal para acelerar los procesos de sustitución.

En el caso de Juan Carlos I, un espadón victorioso decidió por sí y ante sí, quién había de sucederle a su muerte, ni un segundo antes: el nieto del que había sido el último Rey de España. Se saltó un escalón en el orden sucesorio, aunque acaso pensara que la huida del abuelo y la personalidad del padre avalaban sus caprichos.

De Estoril al Emirato de Abu Dabi 

  • Juan Carlos I pisó España por primera vez a los diez años de edad, procedente de Estoril donde vivía con su padre, cuando éste cedió a las exigencias del General.
  • Durante años fue un juguete en manos de El Pardo. Hasta los amigos se los eligieron, estudió donde lo mandaron e incluso, para coronarse, tuvo que jurar fidelidad a los Principios del Régimen que le había elegido sucesor de su abuelo.
  • Luego… Impulsó la normalización de España, ayudó a consolidar la democracia, juró la Constitución, y, llegado el momento, desautorizó a quienes estaban dispuesto a dar marcha atrás al reloj de la Historia. Hay quien dice en su favor que durante años ha sido el más eficaz agente comercial del Reino y nuestro mejor embajador. 

Las aguas fuera de su cauce

Todo iba bien, el republicanismo se batía en retirada, la popularidad de la pareja real seguía creciendo y el porvenir del trono parecía asegurado, salvo que la propia institución, es decir, su máximo representante, se empeñara en lo contrario.

  • Somos un pueblo mediterráneo heredero de viejas culturas que oraban a diosas y dioses rijosos, promiscuos, libertinos; así es que no debería haber sido este flanco el que deteriorara el prestigio de un monarca que, según las malas lenguas, tan aficionado era a compartir sus afectos con más de una dama. De hecho, oíamos comentarios, movíamos la cabeza, encogíamos los hombros y, como mucho, añadíamos su nombre a la larga lista de antepasados que caminaron alegres por las sendas de la infidelidad conyugal. No era nuestro problema, eso era todo.
  • Luego el runrún callejero empezó a recorrer sendas más arriesgadas. Episodios grotescos situaban al Rey matando elefantes en la sabana africana mientras la ciudadanía padecía los efectos de una agónica crisis económica. Pidió disculpas, pero dejó el regusto amargo de una actuación deplorable. Mas aún cuando empezó a sospecharse que la financiación la cacería podría tener ribetes embarazosos.
  • Peor fue cuando la voz del pueblo empezó a barruntar que su Rey  andaba en manejos turbios de dinero. Extraños amigos que regalan fortunas, gastos que no se explican, tributos que hay que regularizar, y una mujer intrigante salida de quién sabe dónde, que parece haber secuestrado la capacidad de raciocinio del Jefe del Estado. El descrédito aumentaba día a día, las murmuraciones se convertían en clamores, sus defensores se veían incapaces de parar la bola de nieve. 
  • Y Juan Carlos I, se fue. No como su abuelo, pero casi: al menos dejó a su hijo instalado en el trono. No huyó, ni se exilió, ni se refugió, porque nadie cuestionaba su derecho a seguir en su casa. Simplemente, se marchó. Al cabo, supimos dónde estaba: en un Emirato que nada en petróleo, rodeado de jeques del desierto.

 Y ahora dice que volverá

Cuando quiera y como quiera, porque nadie se lo impide. No está en busca y captura, así que puede volver, de la misma manera que podría no haberse ido. Dice, no obstante, que sólo vendrá de visita. No consta que haya cambiado de credo, pero podemos aventurar que sí lo ha hecho de amigos.

El problema es que a muchos el relato les parece insuficiente. No es lo mismo tener derecho a algo, que ser alabado por el uso de ese derecho, así que, como mínimo, faltan explicaciones.

  • Primero la justicia suiza y ahora la Fiscalía española no encuentran motivos para proceder contra él. No importan las razones que justifiquen esa opinión, el pueblo llano no lo entiende, quizás porque no está al tanto de las sutilezas que explican lo que le cuentan.
  • Lo peor es que los que sí estamos en condiciones de valorarlo sabemos que si Juan Carlos I está a cubierto de investigaciones digamos "molestas" no lo está por la pulcritud de sus actos sino porque o bien el paso del tiempo ha borrado sus efectos, (la prescripción, tan difícil de entender por el común de los mortales) o bien le protegía la excepcional prerrogativa de la inviolabilidad de su persona consagrada en la Constitución.
  • Y lo que entiende la ciudadanía, una buena parte de ella, es que ni una ni otra circunstancia desvirtúan la deleznable condición de unos hechos que por tratarse del Rey Emérito no pueden ser juzgados. ¿Cómo extrañarse de que haya quien dude de que la Ley es igual para todos?
  • Para colmo del absurdo, resulta que ahora los más acérrimos defensores del Emérito y de sus méritos, son los herederos directos de quienes llamaban traidor a su abuelo, borracho a su padre y tonto a él. Si yo estuviera en el lugar de Felipe VI recelaría de tan extraños paladines: más que defenderlo, tratan de apropiárselo.

Hora de pensar

Creo que ha llegado el momento de que la clase política, las cabezas pensantes del país, la ciudadanía, y antes que nadie la Casa Real, se pongan manos a la obra y, si quieren  mantener el statu quo actual, si creen que España debe seguir teniendo la Monarquía como forma de Gobierno del Estado, acometan cuanto antes algunos cambios imprescindibles

  • La impecabilidad del soberano, es decir, el principio de inviolabilidad del Rey, tal como la establece el punto 3 del Art. 56 de la Constitución debe ser reformulado, acotado y acomodado a los tiempos que corren. Tal como está redactada es una antigualla medieval.
  • Hay que seguir afinando las normas que regulan el principio de transparencia en relación con cualquier actuación de la familia real. Se han dado pasos, pero es preciso seguir el camino: las sombras, cualquier sombra en este terreno, son un riesgo para la Monarquía. Por lo que a mí respecta, estoy convencido de que no es el actual Monarca quien se opondría a estas dos medidas.
  • Hay una tercera de la que se habla mucho, que no admite discusión y que sigo sin saber a qué se espera para darla por resuelta: el orden sucesorio no puede admitir prelación alguna por razón de sexo. Lo sensato sería resolver esta cuestión al tiempo que  las otras dos.

El verdadero problema

El quid de la cuestión es el temor a que cualquier reforma constitucional relacionada con la Monarquía que no someta a referendum "la mayor", es decir, la disyuntiva entre Monarquía o República, dejara insatisfecha a una enorme masa de ciudadanos. 

No sé si son mayoría los monárquicos o los republicanos. No lo sé yo y no lo sabe nadie, porque nunca se nos ha preguntado en estos términos.

Es cierto que abrir ese debate podría llevarnos a un territorio incierto pero…

  • ¿Tenemos derecho a decidirlo o no?
  • ¿Es correcto esconder la cabeza bajo el ala por miedo a fantasmas históricos?
  • Ni Monarquía equivale a dictadura, ni República a democracia, luego se trata de salvaguardar otros principios, los que nos hacen iguales al resto de occidente, sea cual sea, al final, la forma política del Estado.
  • ¿Cabría esperar, en este punto tan importante algún género de acuerdo entre los grandes Partidos, o sacar la cuestión equivaldría a afilar las navajas? ¿Tan mala opinión tenemos de nosotros mismos?
  • ¿O tendremos que esperar la próxima hecatombe histórica para replantearnos algo que podría resolverse en paz y concordia, fuera cual fuera el resultado de la consulta?
  • Porque acaso sea cierto que posponer lo conveniente a quien daña sin lugar a dudas es a la institución monárquica.






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