Hasta la bandera
El acueducto de diciembre
Pasado el macropuente de diciembre, me parece buen momento para reflexionar sobre el fenómeno del turismo y sus efectos sobre la economía y la sociedad española.
Hemos asistido, un año más, a millones de desplazamientos, a ciudades atestadas, a agentes municipales tratando de ordenar, incluso, el tránsito de peatones por calles congestionadas que han llegado a convertirse en vías de un único sentido de circulación para los viandantes.
¿Para ver, qué? Estructuras metálicas de forma piramidal que se insiste en llamar "árboles de navidad", mercadillos invadidos por mercancías made in China, restaurantes atestados de gente gritona a la que se le ha concedido un tiempo tasado para comer lo que salga de unas cocinas escasamente preocupadas por la calidad de los platos que han de servir a una clientela que ,con toda probabilidad, no han de volver a ver.
Mientras tanto, muchos de los habitantes de las ciudades anfitrionas han huido a una casa rural, también llena a rebosar, a una estación de esquí pare ver, pisar y tratar de utilizar pistas de nieve artificial, cuando la aglomeración de visitantes les conceda una oportunidad de hacer algo más que esperar.
¡Y las colas! El más desconcertante de todos los enigmas de este modo de ir de un lado para otro: tres horas para alcanzar un sitio en una mesa al aire libre donde degustar una ración de bacalao rebozado, más de seis para comprar un billete de lotería, como si el que pudieras comprar frente a tu casa fuera de un número que no entrara en el sorteo. Parece una locura, pero oí decir a un matrimonio que llevaba horas de cola en sus pies, que cuando se puso en una fila que daba la vuelta a la manzana no sabía que había al final, pero que, por si acaso…
A todo este muestrario, una locutora bienpensante lo llamaba "espíritu navideño".
Corresponsales locales de no importa qué programa informativo, nos cuentan entusiasmados, que pese al incremento de precios, gracias al fantástico buen tiempo reinante, los hoteles están al límite de su capacidad, las terrazas están a reventar y que se han superado con creces "las cifras de antes de su pandemia". Algún dueño de hotel, mesón, taberna o chiringuito osa justificar la subida de sus precios en un 28% por el incremento de sus costes, pese a que al IPC esté en cifras inferiores al 4%. Alguien debería decirle que la cosa funciona al revés: el IPC sube porque hay mucha gente subiendo los precios.
El turismo en el siglo XXI
El fenómeno no es exclusivo de España. No somos sino uno más de los países que compiten por atraer cada año a una proporción creciente de los cientos de millones de terráqueos que cifran una parte de su felicidad en soportar cualquier tortura con tal, no de ir a este a aquél lugar, sino de poder hacerse allí unos cuantos selfies y colgarlos en las redes sociales para que se enteren sus conocidos. El gregarismo sublimado en que se ha convertido el turismo, concepto por completo diferente al de "viajar", alcanza al planeta en su conjunto.
Y así, en virtud de este absurdo tributo a la manía de poner por delante el parecer que el ser, se banaliza el disfrute de la Capilla Sixtina, el paseo por las avenidas de Luxor o la ascensión al Everest y lo pones al mismo nivel de verte estrujado por multitudes heterogéneas en Times Square, o, en nuestro caso, deambular entre codazos por el Paseo Marítimo de Marbella, procurando no pisar las pésimas falsificaciones de artículos de marcas conocidas, expuesta en no menos de un centenar de mantas, atendidas por otros tantos subsaharianos, o someterse a la aventura de ingerir una creación próxima a lo delictivo que el restaurador de turno insiste en llamar "paella" y cobrarla como si fuera una delicia.
Nuestra evidente dependencia el turismo
Cuando termine el año, es más que probable que hayamos superado la cifra de 85 millones de visitantes. ¿Recuerdan aquella canción, "El turista 1.999.999"? Si la afluencia hubiera sido constante, el de 2023 habría aterrizado, desembarcado o bajado de su coche a primera hora de la tarde del 8 de enero.
No estoy en contra del turismo, no vayan a pensar. Sería una necedad cuando esa actividad supone el 12’3 % del PIB y el 12’7 % del empleo español. Al contrario, creo que es un fenómeno que hay que tomar muy en serio, analizarlo a fondo, descubrir sus puntos débiles y tratar de corregir lo que proceda. Porque lo cierto es que necesitaremos de él para que nos cuadren las cuentas durante bastantes años. Pero no es menos cierto que entre el turismo que visita los Hamptons o las Seychelles y el de Magaluf, hay diferencias abismales. De concepción y de resultados.
¿Apostamos por la cantidad o por la calidad? Mejor aún: dando por supuesto que ambos términos podrían resultar convenientes ¿por la cantidad de qué? España, de unos años a esta parte, parece que se inclina por batir récords no siempre sensatos: lo interesante no es tanto ser el primer país del mundo en número de visitantes, sino en gasto diario por visitante. En ese sentido, con franquicias que suministran tapas infectas a 1 € o con Ayuntamientos que favorecen la proliferación de los pisos de alquiler turístico en cuchitriles inverosímiles, vamos en la dirección equivocada. ¿Creen que no? Pregunten a cualquier director de hotel de tres estrella en adelante
Una pequeña e incompleta lista de cuestiones a tomar en cuenta si examinamos el modelo actual:
- Influencia perturbadora en el urbanismo. El auge de los aljamientos turísticos no sólo está distorsionando los precios de los alquileres, sino influyendo en la distribución de la población en las ciudades: barriadas enteras están reconfigurándose como "territorio turístico". En algunos casos las políticas municipales han llegado a ensayar prohibiciones insólitas tratando de vetar la posibilidad de que los nacionales compren o alquilen viviendas en zonas que se definen como de carácter turístico. En un futuro distópico, imagino una ciudad elegante, mimada por el Ayuntamiento de turno, rodeada de suburbios habitados por un ejército de servidores, nacionales e inmigrantes al servicio de los visitantes, únicos que, dede luego tendrían derecho a plantar su toalla en la arena de las playas.
- La estacionalidad favorece la masificación, desbarajusta los precios e impide un empleo de calidad. Depender en exceso del sol, acarrea además empleos precarios y mal pagados e impide la profesionalización de una actividad que es inexistente durante bastantes meses al año.
- La volatilidad de los destinos turísticos. El modelo actual depende, sobretodo, de los precios, de modas y de factores que, como la inestabilidad social de nuestros potenciales competidores, están fuera de nuestro control.
- Ahora bien, competir en precios nos lleva a optar por el visitante con menor capacidad de gasto, es decir, conduce a agudizar el riesgo de masificación sin incremento paralelo de ingresos. Por descontado, el mantenimiento por los siglos de los siglos de las modas, es una quimera, una contradicción en sus propios términos: la moda es voluble y manipulable. Jugar, por último, a que la ribera sur del Mediterráneo vaya a seguir siendo insegura por siempre jamás, es un riesgo evidente.
- Añádese a lo dicho los efectos del cambio climático sobre el atractivo de un destino en el que el buen tiempo asegurado era un factor determinante que ahora puede convertir las playas en hornos. En este aspecto, cada uno es muy libre de asumir o negar el cambio climático, pero si las cosas no cambian en diez, quince, veinte años ¿qué creen ustedes que habrá sido del privilegiado clima español?
¿Hay alternativas?
Desde luego. España, su clase política, el empresariado, la comunidad científica, todos, deberíamos abrir un debate sobre este punto.
Hay dos evidencias históricas: los modelos económicos se agotan y son sustituidos por otros y, por otra parte, ese hecho puede ser percibido como una catástrofe o como una oportunidad; depende de si la sociedad que se enfrenta a él, estaba o no preparada para el cambio.
En ese sentido, insisto: por una parte no se trata de olvidarse de una realidad no tan perniciosa, hoy por hoy, como es asumir que nos han (o nos hemos) convertido en la taberna de Europa sino de aprovechar los excedentes que genera nuestra actual coyuntura para "financiar", valga la expresión, la fase siguiente, que irremediablemente pasa por la reindustrialización el país.
Me faltan conocimientos para sugerir el cómo, aunque si de mí dependiera, apostaría, con todos los riesgos que comporta la planificación del futuro, por sectores que no hayan llegado aún a su fase de maduración: energías alternativas, tecnologías relacionadas con el conocimiento, industria de transformación alimentaria… y añadan las que se les ocurra.
La tarea es acuciante, porque tendrán que pasar años antes de que se vean sus frutos. Recuerdo haber leído, quizás en los Diarios de Manuel Azaña, la confrontación en el Parlamento de la II República entre el ponente que defendía la necesidad de acometer la repoblación forestal y su oponente que le preguntaba, irónico, si sabía que un monte tarda en crecer "a veces más de cuarenta años". "Por eso es importante empezar a plantar mañana mismo", contestó el primero.
Si esta aventura saliera bien, me gustaría llegar vivo al día en que España alcanzara algún primer puesto en tal o cual ranking que no fuera el de metros cuadrados de espacios públicos, terrazas y plazuelas, ocupado por terrazas.
Ciertamente depresivo
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