viernes, 2 de junio de 2017

A propósito de la violencia

El despropósito de cada día.

Un telediario te informa de que un veinteañero, enfurecido porque un anciano le llama la atención sobre su forma de conducir, lo mata de un puñetazo.

Las televisiones de medio mundo muestran a un tenista descerebrado manoseando a una periodista mientras el presentador del noticiero aplaude alborozado. 

Dos británicos borrachos y drogados utilizan su todoterreno como arma y arremeten contra paseantes desprevenidos.

Pandillas de pelagatos adolescentes conciertan citas para pelearse ante las cámaras de sus teléfonos, porque eso, hacerse ver en las redes sociales, es el desideratum de sus existencias. Tanto que hasta vale la pena arriesgarte a que la Guardia Civil dé contigo, con tal de ser visto en facebook conduciendo tu propio vehículo a más de 200 km por hora.

Padres enloquecidos se enzarzan en riñas tumultuarias al hilo de las incidencias del juego en el que participan sus hijos en competiciones deportivas de categorías infantiles.

Escolares perseguidos, acosados, agredidos por pandillas de sus propios compañeros, en secuencias también luego visibles en los teléfonos de sus colegas, ante la más que frecuente pasividad o, al menos, inoperancia de quienes tendrían que impedirlo.

Una y otra y otra más mujeres van cayendo a manos de sus maridos, sus parejas o sus excompañeros. Delante o no de sus hijos que, a veces, también mueren víctimas de la vesania del macho de la casa. O son víctimas de abusos, de violaciones grupales también, cómo no, grabadas para su posterior difusión

Son noticias correspondientes a menos de una semana y referidas a un solo país. Es obvio que la relación de acontecimientos violentamente irracionales podríamos multiplicarlo por el dígito que mejor nos cuadrare, si ampliamos las categorías de espacio y tiempo.

Todas, o casi todas, tienen un elemento común: la violencia se ejerce sobre quienes tienen escasas posibilidades de defenderse. Es la violencia contra los débiles, la más repugnante de todas.

¿Qué está pasando? ¿Qué nos está pasando?

Hay quien piensa que siempre ha sido así o peor, y que el diferencial está en la frecuencia y en la globalización de la información. O sea, que lo que ocurre es que enciendes el televisor y ves en cinco minutos las desgracias ocurridas en todo el planeta.

Es posible, pero tiendo a pensar que hay algo más. Sostener que estamos viviendo una época en la que ha saltado por los aires la tradicional escala de valores, no es añadir nada nuevo. Sería, nada más, resumir en una frase cuanto he venido reseñando, más otro aluvión de acontecimientos desgraciados (agresiones al estamento docente, desprecio a cualquier forma de autoridad, sometimiento borreguil a modas y tendencias extrañas, etc. etc.)

Sin que el oden de la enumeración implique género alguno de orden de importancia, se me ocurren los siguientes apuntes apresurados, como causas o concausas de lo que comento:

Necesidad de hacerse visible. Es como si el anonimato fuera una desgracia tan grande que hay que romperlo al coste que sea ¿Y qué mejor manera de conseguirlo que ser visto por cientos, miles de personas, haciendo no importa qué barbaridad? Esa patética necesidad de reconocimiento público pone en evidencia, me parece a mí, una inseguridad en sí mismo cuyo origen habría que buscarla en la ineficiente dotación de elementos educativos tanto en la escuela como en la familia: nadie ha explicado dónde está el fundamento de tu persona, tú solo no lo encuentras y sales a buscarlo en la notoriedad a cualquier precio. Normalmente arropado por la seguridad de la cuadrilla a la que perteneces

La permisividad como regla. No es un fenómeno que padezcamos en exclusiva en España, pero tal vez entre nosotros sea más evidente. El tránsito de la dictadura a la democracia ha sido mal entendido por casi todos los ciudadanos. Creen que democracia es hacer solo y siempre lo que te apetezca, olvidando aquello de que "tu derecho a manotear termina donde empieza mi nariz". No se trata de cómo se legisla (creo, al contrario, que la normativa es no sólo excesiva sino, además, demasiado intervencionista) sino de cómo se administra, es decir, qué pasa cuando se infringe una norma -nada, normalmente- y cuáles son las pautas familiares a la hora de establecer reglas de comportamiento.

El halago como pauta. Llevamos dos generaciones al menos utilizando el halago como medio sistemático para granjearnos las simpatías de los colectivos que queremos atraer, supongo que con la vana esperanza de poder contarlos entre nuestros seguidores. Así, oímos hasta la saciedad que "estamos en presencia de la generación más formada de la Historia de España", afirmación que no casa con la nula presencia de nuestras Universidades en el ranking de Centros de Excelencia, del mundo occidental o con la evidencia de que nuestros jóvenes, los universitarios quiero decir, ni saben qué río pasa por Roma, ni han leído ninguna de las diez obras literarias claves, ni saben, siquiera, quién fue Adolfo Suárez.

Una sociedad de derechos. Creo que fue J. F. Kennedy quien dijo aquello de "no preguntes que pueden hacer los Estados Unidos por ti, sino qué puedes hacer tú por los Estados Unidos". No digo que lo mataran por ello, pero murió. Y, desde luego, lo que parece muerto y enterrado es el viejo principio de "ni un derecho sin deber, ni un deber sin derecho". Hoy sólo se habla de derechos. 

Todos, desde el niñato malcriado al inmigrante sin papeles, pasando por los líderes políticos (lo de líderes no es más que una forma de hablar), sean de derechas, de izquierdas, o mediopensionists, hablan de sus derechos, pero nadie parece tener deberes. 

Peor aún, el mero recordatorio de que pueden existir obligaciones, recoger lo que tu perrito va dejando por las calles, utilizar el carril bici en vez de la acera, respetar el caminar del peatón en paso de cebra, puede acarrearte el peligro de ser agredido por quien desconoce sus deberes y te toma por una especie de Inquisidor General.

Los efectos de la competitividad. Porque "nadie recuerda al número dos" y hay que ganar como sea y a lo que sea, ya sea un partido de fútbol infantil, un adelantamiento en carretera o el informal ranking de popularidad escolar. Así que hay que atropellar a los demás, si es preciso. Y si tu hijo suspende matemáticas, en vez de llamarlo al orden, se acude al centro escolar y se le parte la cara al Profesor, para que se vaya enterando de quién eres tú. Lo que importa es obtener cuanto antes el papel en el que se diga que el cebollo de tu niño es ya, lo que sea. ¿Los conocimientos, la formación? ¿A quién le importa? 

¿Hacia dónde vamos?

Hace ya bastantes meses publiqué una serie de comentarios en este blogg a propósito de la decadencia de la Civilización Cristiana Occidental. No he visto desde entonces nada que me haga variar mi punto de vista.

Las civilizaciones crecen y se hacen grandes por la asunción colectiva de deberes  y obligaciones para con el individuo en sí mismo, y para con el grupo. Así ha sido desde que el mundo es mundo. Los derechos son, entonces, el correlativo consecuente de un deber previo, no al revés.

Cuando comienza la decadencia, la molicie, la facilidad, la autocomplacencia, el egoísmo,  sustituyen al espíritu de trabajo, a la satisfacción por la obra bien hecha, al pundonor profesional. La soberbia reemplaza al orgullo y la envidia al sentido de la emulación. Se confunde disciplina con dictadura, autoridad con tiranía hasta que la sociedad entra en barrena. 

Es posible, casi seguro, que la generación que ahora está en las aulas no vea el final de nuestro mundo, porque el tiempo histórico y el personal avanzan a ritmos diferentes, pero, como ya he dicho en alguna otra ocasión, salvo cambio radical de rumbo, la civilización occidental, tan ufana de sus logros, está herida de muerte.

Mientras tanto, la mala educación, las explosiones de estúpida violencia, el olvido de normas elementales de convivencia nos hacen la vida un poco más desagradable cada día. Y  no faltan los que creen que lo que están destruyendo son los vestigios de regímenes autoritarios. ¡Pobres!


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