miércoles, 9 de mayo de 2018

Ante la disolución de ETA

Origen, actores y complicidades

El racismo retrógrado, casposo y provinciano del Papa Sabino Arana

Hace años publiqué un post poniendo de manifiesto el sorprendente paralelismo entre las tesis de Sabino Arana y la ideología de Adolfo Hitler expuesta en “Mein Kampf”. Permitidme el uso de material reciclado:
  • "El veneno de las razas extrañas, corroía el organismo de nuestra nacionalidad". (A. Hitler, Mein Kampf, Parte 1ª, Cap. I).
  • "Es preciso aislarnos de los maketos, de otro modo, en esta tierra que pisamos no es posible trabajar por la gloria de Dios". (S. Arana, Bizcaitarra nº 19).
  • "Los pecados contra la sangre y la raza, constituyen el pecado original de este mundo y el ocaso de la Humanidad vencida". (A. Hitler, op.cit. Parte 1ª, Cap. X)
  • "Les aterra oír que a los maketos se les debe despachar de los pueblos a pedradas. ¡Ah, la gente amiga de la paz! Es la más digna del odio de los patriotas". (S. Arana, Bizkaitarra 21)
  • "Así creo ahora actuar conforme a la voluntad del Supremo Creador: al defenderme del judío, lucho por la obra del Señor". (A. Hitler, op. cit. Parte 1ª, Cap. II)
  • "Gran número de ellos (los maketos) parecen testimonio irrecusable de la teoría de Darwin, pues más que a hombres semejan simios poco menos bestias que el gorila: no busquéis en sus rostros la expresión de la inteligencia humana, ni de virtud alguna; su mirada sólo revela idiotismo y brutalidad". (S. Arana, Bizcaitarra 27)
  • "Un Estado racista deberá consagrar el matrimonio como institución destinada a crear seres a imagen y semejanza del Señor y no monstruos mitad hombre, mitad mono". (A. Hitler, op. cit. Parte 2ª Cap. II)
  • "El bizkaino degenera en carácter si roza con el extraño; el español necesita de cuando en cuando una invasión extranjera que lo civilice". (S. Arana Bizcaitarra 29)
  • "La mezcla de sangres y la decadencia racial son las únicas causas de la desaparición de viejas culturas". (A. Hitler, op. cit. Parte 1ª Cap. XI)
  • "De ese roce del maketo con el bizkaino, sólo brotan en este país irreligiosidad e inmoralidad. Eso lo demuestran los hechos y se explica perfectamente". (S. Arana. Bizkaitrra 6)
  • "Toda mezcla de sangre aria con la de pueblos inferiores, tuvo como resultado, la ruina de la raza superior “.(Ídem).
La empanada ideológica de la izquierda radical vasca

A partir de los años 60 la izquierda radical vasca se vuelve provinciana. Desdeña, olvida y maldice una de las señas de identidad de la izquierda histórica: el internacionalismo. La vieja y poco discutible idea de la unidad de clase es sustituida por las tesis estalinistas plasmadas en “El papel del nacionalismo en la lucha de clases”, descontextualiza las ya de por si más que discutibles sentencias de su autor y se convierte en una fuerza que nace siendo ya anacrónica. Un elemento retardatario de todo posible progreso que empieza reclamando derechos inexistentes y termina en postulados de limpieza étnica.

Ha pasado medio Siglo y personajes siniestros como Arnaldo Otegui, ahora jaleado por lo más granado del secesionismo catalán, siguen sin ver contradicción alguna entre verse a sí mismos como paladines de la izquierda revolucionaria y pretender ser profetas del independentismo.

Complicidades que estaban a la vista.

El Partido Nacionalista Vasco, miembro de la Internacional Demócrata Cristiana, se instaló en la ambigüedad durante lustros. 
Lo cierto es que cuando quien movía los hilos del Partido era el Sr. Arzallus, habría sido quedarse muy corto hablar de “ambigüedad”. Era un reparto calculado de papeles con la banda. Él mismo lo dijo: “Unos mueven el árbol y otros recogemos las nueces”.
En el mejor de los casos, para las bienpensantes y acomodadas clases sociales vascas que votaban sistemáticamente PNV, los etarras eran “esos chicos” que con su mejor buena voluntad a veces se pasaban de la raya. ¡Cosas de la edad, decían! 
Hubo quien llegó a decir que entre un Guardia Civil andaluz asesinado y un joven vasco matarife, había que estar siempre de parte del chico, porque era eso, “uno de los nuestros”.
Guste o no a quien se sienta aludido, para la cúpula del PNV durante largos, largos años, ETA era un aliado objetivo a la hora de lograr la independencia de su territorio.

Los santuarios internacionales.

La actitud de algunos Gobiernos europeos, Francia y Bélgica, y también Irlanda y en menor medida Reino Unido, fue sencillamente repugnante.

Ni siquiera la coartada de que el franquismo mantenía a España alejada de los estándares democráticos puede justificar dar cobijo a una manada de asesinos que utilizan tu territorio como refugio seguro en el que descansar tranquilos después de haber acabado con la vida de un semejante.

Continuó durante muchos años esa escandalosa tolerancia (aún hoy habría bastantes cosas que reprochar a Bélgica e Irlanda). Mientras Europa miró hacia otro lado, la lucha contra ETA fue una tarea difícil, ingrata y de alto riesgo. 

El error de diagnóstico de la oposición al franquismo.

Los acontecimientos fueron los que fueron. Dejar de contarlos ahora no va a ayudar a entender qué pasó y por qué pasó. Sé que lo que voy a decir no va a aumentar mi popularidad en ciertos ambientes. Me trae sin cuidado. Me debo fidelidad a mí mismo, a mi memoria y a mi forma de ver las cosas, así que guste o no, creo que la oposición al franquismo, en su conjunto, cayó en un gravísimo error de diagnóstico cuando se posicionó frente a ETA.

Fui de los que corrió delante de los Guardias coreando aquello de “Libertad, amnistía y Estatut de Autonomía”, así que no estoy echando nada en cara a otros que no pueda aplicarme a mí mismo. Ni mi edad era entonces una disculpa, ni deja de asombrarme la ausencia de autocrítica posterior que he percibido siempre sobre aquel fenómeno.

No es cierto que los enemigos de mis enemigos tengan que ser por fuerza mis amigos. No fue cierto, nunca lo fue, que la lucha de ETA fuera antifranquista: era antiespañola, fuera cual fuera el color del régimen. 

Así pasó. De hecho, muy pocos años después, ETA fue la mayor amenaza para la recién nacida democracia española. 1979, el año en el que el País Vasco dispuso de un estatuto con cuotas de autogobierno superiores a las de su homólogo de la II República, la banda batió su propio siniestro récord de asesinatos.

La ambigüedad, tolerancia y algo más de buena parte de la Iglesia Vasca.

Vaya por delante que la misma expresión “Iglesia Vasca”, salvo que sea una licencia periodística, no deja de ser una contradicción: la Iglesia de la que hablamos es la Católica, o sea, la Universal, luego, como en el caso de la izquierda (perdón por el paralelismo) Iglesia y localismo excluyente son términos opuestos.

Sin embargo, es un hecho que una parte del clero vasco estuvo en la génesis de ETA  y que notorios elementos de su jerarquía se posicionaron, cuando menos, en el resbaladizo terreno de la equidistancia. 

Mons. Setién proclamó desde el púlpito la legitimidad de la lucha del pueblo vasco por su independencia y negó la posibilidad de exequias de víctimas del terrorismo en “su” Catedral con el peregrino argumento que, llegado el caso, no podría negársela al funeral de un etarra muerto. Parece ser que él no veía la diferencia entre un militar asesinado de un tiro en la nuca y un etarra muerto al manipular un explosivo mortífero 


Y ETA nació y se desarrolló. 

829 muertos.

Creció la banda, se multiplicaron sus seguidores, pulverizaron la convivencia, instalaron la sospecha, la delación, la complicidad, el silencio y el miedo; familias partidas, amigos que se volvieron contra sus orígenes; nacieron como setas organizaciones sedicentemente populares que sirvieron a los criminales de apoyo; varias generaciones sucesivas se educaron en el odio en las ikastolas pagadas con el dinero de todos, crecieron en la algarada callejera y llegaron a la veintena con el torcido ideal de emular  a los que les habían dicho que eran sus héroes: “gudaris” intrépidos que luchaban a muerte por su futuro.

¿”Gudaris” intrépidos? ¿Héroes? Especialistas del tiro en la nuca, de la explosión activada por mando a distancia, de la extorsión por carta, por teléfono, valientes que siempre se presentaban ante el público con la cara tapada, esforzados paladines incapaces de controlar sus esfínteres cuando les sentaban en una sala de interrogatorios.

Sembraron el dolor, la muerte, el horror durante más de sesenta años. Robaron, secuestraron, torturaron, asesinaron cuanto pudieron y mientras pudieron.

829 muertes según su propia contabilidad. Les concedo el beneficio de la duda en el que pudo haber sido su primer asesinato y en sucesos tales como el incendio del “Corona de Aragón”. Al fin y al cabo es práctica universal admitir lo absurdo cuando se trata de terroristas: si ellos dicen que no fueron, es que no fueron, porque, ¿de qué vale matar si no saben que has sido tú? Así de perversa es su presencia en el mundo.

829 muertes. Desde un Presidente de Gobierno hasta una docena de niños (¿serían también agentes opresores del capitalismo madrileño?). Magistrados, Concejales, Militares de alta o baja graduación, funcionarios civiles, Guardias Civiles, Policías Nacionales y Municipales, empresarios, amas de casa, niños, civiles que estaban en el mundo de la política o que, nada más, estaban en el sitio inadecuado en el momento equivocado.

Hasta sus propios militantes eran asesinados si se desviaban de la línea marcada por el Sanedrín de la banda. Ése era el modelo de democracia que aspiraban a implantar en lo que creían que era su patria.

829. Murieron de un tiro en la nuca, con una mina lapa adherida a los bajos de su coche, por los efectos de la explosión de una carga activada a distancia. Murieron cuando iban a trabajar, cuando salían de sus casas, cuando se disponían a tomarse unos vinos con amigos, cuando estaban comprando, cuando paseaban. 

Murieron ante los espantados ojos de sus hijos, de sus mujeres, de sus amigos. Murieron de cualquiera de las formas en las que un terrorista puede acabar con la vida de un semejante, sin poner en peligro la suya propia.

Y mientras todo esto estaba pasando, una ramificación de la siniestra organización que mataba, robaba, secuestraba, una formación política acogida a la legalidad con la que pretendía terminar, intentaba hacernos creer que su lucha era legítima. 

Llamaron “conflicto” a la barbarie, al delito y reclamaron la presencia de mediadores internacionales, porque el Estado Español (y en un momento dado también el francés) padecía cerrazón mental y era incapaz de entender las justas reivindicaciones de los únicos ungidos como representantes legítimos del pueblo vasco.

Enfrente, por fortuna, sucesivos Gobiernos que a unos gustaron más y a otros menos,  salidos todos de las urnas, mostraron una sólida unidad de criterio. Podía discreparse de todo lo demás, pero había que estar unidos ante el terrorismo y debía de ser el Gobierno de turno quien marcara el paso.

A partir del asesinato de Miguel Ángel Blanco, la respuesta popular a uno de los más alucinantes casos de crueldad criminal, de desprecio por el sentir ciudadano, que ha conocido el Occidente Cristiano desde tal vez el final de la II Guerra Mundial, ETA tuvo la partida perdida. Nunca podría haber ganado, pero podría haber prolongado el dolor por mucho más tiempo. Porque ese día, el pueblo real, no el que ETA decía defender, salió a la calle y se quitó el miedo y la mordaza.


La mente del terrorista.

Cabe preguntarse cómo es posible que un ser humano que hasta un día determinado ha tenido un comportamiento más o menos normal, se integre en una organización como ETA y se comporte como una máquina de causar daño y dolor. 

Cabe preguntarse cómo es posible vivir así, levantarse cada mañana, y, como quien va a la Oficina del Catastro, echarse la pistola al cinto, acudir a la taberna que lleva días observando, entrar y, sin mediar palabra, sacar su pistola y descerrajarle un tiro en la cabeza a un parroquiano cuyo único delito es no pensar como él.

El fenómeno, a estas alturas, está bastante estudiado. Un temible cóctel en el que se mezclan una ideología tóxica (tanto da que sea política, filosófica o religiosa) actuando sobre un más que probable complejo de inferioridad individual o colectivo; la acuciante búsqueda de una puerta de salida de la situación que te angustia; el consabido mecanismo de identificación de un enemigo exterior, de un chivo expiatorio al que cargar las culpas de lo que te hace sufrir, ya sean los judíos, los infieles o “los miembros de las fuerzas de ocupación de nuestro pueblo”.

A partir de ahí, todo se reduce a un mecanismo sencillo que parte de la deshumanización de tus víctimas, lo que evita compadecerte por su suerte y te libera de la incómoda tarea del arrepentimiento. “El otro”, “ése”, es tan diferente a ti que no es siquiera humano. Y eso, la verdad, da un poco de miedo.

Viene después el proceso de trasmutación del miedo en odio y, habida cuenta de que no se trata de semejantes, sino de bestias peligrosas, se explica la carencia de cualquier sentimiento de angustia, la falta de conciencia de haber hecho el mal, cuando uno sigue las consignas de la secta y acaba con la vida de alguien que ya tienes catalogado como un enemigo objetivo. 

De esta manera, uno puede, después de matar a un semejante que para el asesino no lo es, lavarse las manos si te salpicó la sangre de tu víctima e irte a tomar unas copas con tus colegas de muerte y odio y brindar por la victoria final.


Y ETA perdió la partida.

Perdió la partida en el exterior de España y en el interior de su propio territorio. La tardía colaboración de Francia y de Estados Unidos fue cada día más eficaz. ETA se quedó sin cuarteles de invierno y, aunque tardó en hacerlo, dejó de matar.

Qua nadie se engañe: ETA dejó de matar porque no podía seguir haciéndolo en las favorables condiciones en las que había venido haciéndolo durante décadas, no porque hubiera recapacitado y hubiera llegado a algo parecido al reconocimiento de su actividad criminal.

Los asesinos eran capturados cada vez más rápidamente. Una tras otra las cúspides de la organización eran desmanteladas y encarceladas, los zulos de armas descubiertos, los pisos francos desmantelados, los ordenadores escudriñados.

Así que se disolvió

Primero dejó de matar y luego se disolvió. Lo dio a conocer en un montaje teatral con el que pretende comenzar un nuevo capítulo de sus supercherías: el capítulo tendente a reescribir la Historia. 

Se disolvió. Podía haber elegido otro verbo, pero eligió ése.

(Disolver.
1. Mezclar de forma homogénea las moléculas o iones de un sólido, un líquido o un gas en el seno de otro líquido, llamado disolvente. 
2. Separar, desunir lo que estaba unido de cualquier modo. 
3. Deshacer, destruir, aniquilar.)

Ellos han dicho que ETA nació del pueblo y se disuelve en él, lo que no deja de implicar un riesgo. Si disolvemos cianuro en agua potable ¿cuánto veneno se requiere para convertir el agua en un producto tóxico?

De hecho, hay ya síntomas evidentes de las intenciones póstumas de la banda: reescribir la Historia, como decía. Apropiarse del discurso, imponer su terminología, buscar el olvido, una Ley de punto final, pasar página, la equidistancia, ni vencedores ni vencidos,  alcanzar la paz, etc.

¿Buscar el olvido? “Perdona a tus enemigos, pero no olvides jamás sus nombres”, decía J. F. Kenneddy. Es una humorada, desde luego. Me quedo con lo de no olvidar jamás sus nombres, que es una forma obvia de poner en cuestión el perdón. 

¿Olvidar? En absoluto. Olvidar es propiciar la repetición del error. ¿Perdonar? Que perdone quien quiera a título personal. Creo que serían actitudes admirables, pero muy lejos de los postulados políticos por los que debe regirse un Estado de Derecho. ¿Qué hay que olvidar? ¿Que quedan más de 300 muertes sin aclarar?

No, desde luego que no. Aquí no cabe hablar de Ley de punto final, de puntos y aparte, de pasar página y de otras aparentes simplezas. No hay punto final: la vida sigue, las pesquisas para poner a los criminales aún desconocidos en el banquillo de los acusados no pueden detenerse, las penas establecidas por sentencias firmes han de cumplirse en sus propios términos.

Imaginad que una banda de asaltantes de bancos, docenas de asaltos y de muertos a sus espaldas, con la mayor parte de sus miembros en la cárcel anuncia un día que va a dejar de matar de robar y que se disuelve. ¿Sacaríamos en hombros de la cárcel a sus presos? ¿Olvidaríamos los robos aún no investigados? ¿No? Claro que no. 

Eso es lo que los etarras y lo más florido de la izquierda podemita está pidiendo ahora y la flor y nata del secesionismo catalán está jaleando a diario. No nos toman por buenos, nos toman por tontos.

Como el traído y llevado latiguillo de buscar que no haya vencedores ni vencidos. Al contrario: tiene que haberlos porque lo contrario sería poner en pie de igualdad al asesino y a su víctima, a la organización terrorista y a la sociedad a la que martirizó, así que hacer visible que ETA ha perdido la partida es una exigencia terapéutica en términos de salud cívica. 


¿Es imprescindible reclamar que ETA pida perdón?

Tranquilos que ya casi termino. Escucho estos días que la condición para hacer tal o cual cosa a favor de la banda es que pidan perdón y ayuden a esclarecer los delitos pendientes de atribución.

Vamos por partes. Creo que se trata de dos condiciones distintas en su naturaleza y en sus efectos.

Por lo que se refiere a la exigencia de pedir perdón, tengo mis serias dudas de que terroristas curtidos en el crimen, convencidos del porqué de sus actuaciones, tengan la menor posibilidad de plantearse pedir perdón, sencillamente porque no creen que hayan dado lugar a ello. 

Tendrían que pasar primero por las manos de un siquiatra experimentado que fuera capaz de enfrentarlos al horror desnudo de cuanto han provocado. Tendrían que admitir que sus víctimas eran ejemplares de su misma especie.

Por otra parte “tenemos la superstición de que a los muertos les importa que se castigue a quienes los mataron”. La frase que Javier Marías escribe en “Berta” me parece significativa. Los muertos, los verdaderos sujetos pacientes de la vesania homicida de ETA están al margen de esta cuestión, más moral que política.

Por lo que a mí se refiere que los etarras hagan lo que quieran, porque pidan o no perdón, una buena parte del mal causado sigue vivo entre nosotros, porque, aunque quisieran no está en su mano reparar el daño causado.

La sociedad vasca sigue dividida y así seguirá durante una o dos generaciones. Ellos son los causantes ¿Cómo pueden arreglarlo? Las cosas han cambiado, es cierto, ya no se mata ¿Hay acaso que estarles agradecidos por su magnánimo gesto? 

Y no lo olvidemos: no sólo han dejado tras de ellos a viudas y huérfanos; han dejado, además, a una sociedad entera, España y en especial el País Vasco, llagada y doliente con heridas que tardarán generaciones en cicatrizar.

Así que yo creo que han cambiado, pero no del todo. ¿Los sucesos de Alsasua tienen o no algo que ver con las ramificaciones de ETA? ¿O también vamos a mirar para otro lado cuando por aplicación de los mismos postulados, otra recua de matones apandillados dejen malheridos a otros dos guardias civiles y a sus parejas que han cometido el delito de intentar beber unas cervezas en territorio que alguien (¿quién y qué relación puede tener con ETA?) ha declarado prohibido para las fuerzas del orden?

Porque de lo que se trata, creo yo, es que con o sin petición de perdón lo que no cabe es dejar de aplicarles la Ley. Vuelvo al ejemplo anterior ¿Alguien vería normal perdonar a un ladrón porque disolviera su banda y pidiera perdón? Pues ahora hablamos de asesinos múltiples.

Cuestión distinta, a la que tampoco hay que darle demasiadas vueltas, es a las eventuales consecuencias para los ex etarras (si es que son ex, que tampoco lo tengo tan claro) que colaboren con la Justicia para esclarecer los más de 300 asesinatos sin paternidad conocida. Para eso está las Leyes: si lo hacen tendrán derecho a que se les apliquen tales o cuales beneficios, pero no por ser etarras arrepentidos sino porque entran dentro de las previsiones de la legislación vigente.

Mi última reflexión

Y ésta, de carácter personal. Hay algo que jamás perdonaré a ETA. Siempre fui y sigo siendo contrario a la pena de muerte. En cualquier caso, en cualquier circunstancia y sin excepción alguna.

Creí que estaba seguro de que la muerte de un ser humano siempre me causaría, al menos, un desasosiego interior parecido al dolor.

Un mal día me descubrí horrorizado alegrándome por la muerte de un etarra mientras manipulaba un explosivo. No es que pensara que peor hubiera sido que le hubiera dado tiempo a colocarlo y hacerlo explosionar. Era más que eso: me alegré de su muerte.

Ese día comprendí hasta qué punto los malos nos hacen peores. ¿Habré sido capaz de superar aquel sentimiento o seguirá latente esperando la próxima muerte violenta de un desalmado?

En resumen, no perdono a ETA haber hecho de mí, al menos en una ocasión, un odiador.




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