viernes, 22 de junio de 2018

La tumba del Mediterráneo.

El traidor Mare Nostrum

Dos mil años de leyendas, de literatura, de arte, nos hacen pensar a veces que hemos tenido la inmensa fortuna de nacer y crecer junto al más extraordinario y amable mar del planeta. Vemos el Mapa Mundi y resulta asombroso que esta pequeña ensenada a cuya vera escribo este post, haya sido testigo de tanta Historia.

Hubo un momento en el que la Pax Romana, cuando Octavio llegó al Poder, parecía haber convertido este mar interior en un remanso de paz, en el Mare Nostrum. Es una forma de verlo. Tranquilizadora, eurocéntrica, ambigua en el mejor de los casos.

Porque desde otro punto de vista, pocas riberas han contemplado tanta muerte sobre las aguas como éstas que mueren en sus playas. Cretenses, aqueos, normandos, otomanos… Atenienses contra persas; fenicios contra griegos; piratas contra romanos; romanos contra egipcios; aragoneses contra genoveses; genoveses contra venecianos; berberiscos contra castellanos; turcos contra cristianos; británicos contra españoles y franceses. 

Todos contra todos, siempre tiñendo de rojo las aguas del Mare Nostrum, mientras los poetas cantaban la excelencia de las civilizaciones que crecieron en sus costas.

Han pasado los años, miles de años, y el Mediterráneo sigue ávido de sangre. Ahora no son naves guerreras las que ahora le ofrendan su tributo. Al menos no en el sentido tradicional del término “guerra”. 

Ahora mueren, mueren a miles, los que lo cruzan, pura paradoja, para huir de la muerte. Muerte de hambre, de miseria, de violencia, de enfermedades que la ciencia podría evitar si quienes las padecen fueran tan ricos como quienes controlan la salud del mundo.

Vienen del infierno, son los mejores de cada familia, los más dotados de la tribu, del clan, los que, pese a todo, han tenido arrestos suficientes para intentar llegar a donde alguien les ha dicho que por los ríos corre leche y miel y el oro mana de las fuentes.

Son carne de cañón en manos de desalmados que se enriquecen con su sangre, materia prima imprescindible para que se hagan ricos quienes, al menos en apariencia, son sus semejantes.

Son los migrantes. Llegan a miles. Son la avanzadilla de un ejército de desesperados que suma millones de seres humanos. La marabunta humana que en cualquier momento podría empezar a moverse. Y nosotros, los de la rivera Norte del Mediterráneo, y los que están más al Norte que nosotros no sabemos qué hacer.

Las grandes contradicciones.

Vienen, ellos, los migrantes, de la injusticia absoluta, la que les condena a morir al parir o por parir, a morir de hambre antes de los cinco años, a no llegar a viejos, salvo que se entienda como viejo el que supera los cuarenta años. 

Conocen todas las plagas, la lepra, el cólera, el tifus, la peste, la malaria, el dengue, el tracoma, el ébola, y docenas de hermanas mortales de las que ni siquiera conocemos el hombre. No saben lo que es una escuela; desconocen lo que es vivir sin plantearse cómo y qué podrá comerse al día siguiente. Mitigan la sed caminando horas hasta llegar a un manantial que a veces ya se ha secado. 

Ellas, las mujeres, como siempre, aún lo tienen peor: habrán sido mutildadas porque su goce es un pecado diabólico del que deben huir, y después, durante la pavorosa aventura del viaje supuestamente salvador, violadas, porque no son más que carne de segunda al servicio de los caprichos de sus verdugos.

Algunos se rebelan contra sus explotadores. Quedan al borde del camino para que sus huesos blanqueados por el sol del Sahel, para aviso de navegantes. 

Vienen, y ponen nuestro egoísmo ante nuestra propia incómoda mirada, porque hacen que nos veamos en ellos como en un espejo. 

Nosotros, los cultos, los civilizados, los misericordiosos, los que blasonamos de nuestros valores, libertad, igualdad, fraternidad, Estados Sociales de Derecho, ufanos defensores de los derechos humanos, no es que miremos para otro lado, es que empezamos a estar hartos de tanto negro harapiento, que ni siquiera es cristiano y queremos que nos dejen en paz, que nos permitan disfrutar el postre en paz, que llega ya la hora de la siesta y no es cosa de arruinarla con la contemplación de tanta mugre.

Nos decimos los unos a los otros que están poniendo nuestra cultura en peligro, que nos están invadiendo, que ni siquiera son cristianos, que se vayan a otra parte porque su religión es un riesgo para nuestra civilización. Lo dicen gentes que no creen en el Dios que invocan, pero se escudan en El, cuando El, dicen, habló de otras cosas. De cosas que le costaron la vida. 

Truenan incluso contra quienes dedican una parte de sus vidas a ayudar a tanto desgraciado. Oímos decir que no se entiende por que hay que ir tan lejos a ayudar a los menesterosos cuando hay tantos necesitados tan cerca. 

¿Es que a esos, a los que tenemos al lado, los están ayudando quienes tanto protestan?  En absoluto. Es otra forma de hipocresía, muchas veces subconsciente. Nos molesta a veces lo que hacen las ONG porque es una forma de ponernos ante nuestro descarnado egoísmo.

Y acabamos sintiendo miedo ante el diferente, ante el desconocido. Miedo que termina convirtiéndose en odio que justifica cualquier cosa, el encarcelamiento, la separación de los hijos de sus madres, todo, con tal de evitar que esa chusma hambrienta nos estropee nuestra maravillosa mediocridad. 

Son pobres, irremisiblemente pobres, pero inventaremos el delito y les llamaremos delincuentes. No hay por qué tener demasiados miramientos, ya se sabe, con quienes no respetan las Leyes, nuestras Leyes, tan democráticamente elaboradas.

Hemos perdido la memoria, justo ahora ¡Qué casualidad!

¿Es que nadie quiere recordarlo? ¿Tan lejos están los años en los que la hambruna echó de sus chozas a millones de irlandeses y de escandinavos? ¿Ya hemos olvidado a los cientos de miles de europeos que huyeron despavoridos ante el horror de la Segunda Guerra Mundial? Unos y otros encontraron segundas oportunidades en países lejanos. Pero, hace tanto tiempo…

Y nosotros, los españoles, los hijos, o nietos, o biznietos de quienes cruzaron los Pirineos huyendo de la derrota para encontrarse con despiadados Campos de Concentración en la cultísima Francia; los hijos o los nietos de los más de tres millones de emigrantes que engrasaron la economía de los grandes de Europa durmiendo en barracones, ahorrando hasta el último céntimo para mandarlos a sus familias aquí en España ¿tampoco nos acordamos de nada?

¡Es tan sencillo de entender! ¿Por qué emigraban nuestros abuelos a las brumas alemanas, a la aséptica Suiza? Tenían hambre y no había ni pan ni trabajo para ellos. Así que España exportó desempleo e importó divisas. Magnífico negocio patrio. Uno de los pilares sobre los que se sustentó la bonanza de las décadas posteriores. Millones de compatriotas lo hicieron posible a costa de sus penurias. 

Antes emigrábamos nosotros, porque no teníamos donde caernos muertos. Cambiaron las cosas, mejoramos de fortuna y ahora nos llegan emigrantes. Así es que, como todos saben o deberían saber, si tanto negro harapiento tuviera trabajo en su aldea, escuelas para sus hijos, hospitales para sus mujeres y sus abuelos, alimentos en sus despensas, seguramente no vendrían aquí, encima ¡sin papeles!



Patera abandonada en las playas de Estepona hace unos días.
(Fotografía que me manda mi buena amiga Concha Ruiz Salinas Berreteaga)

¿Y si lo sabemos, por qué no lo hacemos?

Porque es evidente que una cosa es evitar que una mano de desgraciados abandonados por todos en medio de nuestro precioso Mar mueran de hambre y de sed, y otra pretender que uno, dos, tres de los países ribereños estén en condiciones de zanjar el problema.

No, no se trata de acordar cómo evitar verlos. No se trata de pactar con terceros países un poco menos pobres que los que nos mandan los emigrantes, y un poco menos escrupulosos que quienes tanto nos molesta ver la miseria ajena, para que sean ellos quienes se encarguen de guardar a buen recaudo a los menesterosos. (¡Oh, bueno! pagando nosotros el gasto, of course).

Oigo hablar de esta propuesta y lo que se me viene a la cabeza no es Guantánamo, aunque también, sino el desechado proyecto nazi de deportar en masa a los judíos de Europa a Madagascar. Al final se optó por eliminarlos porque era mucho menos complicado.

Se trata, sólo eso, de no olvidar que son nuestros semejantes y que tenemos la posibilidad y la obligación ética de evitar el horror de sus muertes tempranas.

El único camino es tan sencillo… Hay que invertir en los países de origen y generar allí la riqueza y las condiciones que hagan innecesaria la emigración. Oigo ya a quienes dirán, inmediatamente, que soy un tanto ingenuo porque olvido que la mayoría de esos países están en manos de minorías corruptas que serían las únicas beneficiarias de las ayudas ¿verdad?

¡Claro que son corruptos! Pero yo no hablo de ayudas, hablo de inversiones productivas, por una parte. Por otra ¿Quiénes les corrompen, quiénes están interesados en mantener esas élites corruptas? ¿Tendrá algo que ver con el control a bajo precio de las inmensas riquezas naturales de África? 

Oro, estaño, zinc, diamantes, bauxita, manganeso, níquel, cobalto, uranio, litio, titanio. Y, por supuesto, petróleo y coltan. Demasiados tesoros para dejarlos en manos de unos cuanto millones de analfabetos. 

Quienes de verdad deciden, al menos no nos creamos nuestros propios cuentos, están satisfechos con el actual estado de las cosas ¿O somos tan ingenuos que pensamos que el mundo occidental, nuestro preciado pequeño universo confortable, está controlado por los ciudadanos, por el mero hecho de que nos dejen votar de tanto en tanto?

Así es que…

  • Aplaudo gestos como el de nuestro Gobierno zanjando la angustiosa situación de los pasajeros del Acuarius.
  • Me indignan decisiones que separan a los hijos de sus padres porque han entrado en un territorio prohibido.
  • Se me abren las carnes cuando oigo que la solución de la migración masiva es confinar a los que intentar llegar en algún lugar lejos de nuestra vista.
  • Es poco, muy poco, lo que puedo hacer. Al menos seguiré hablando del problema, porque sé que quienes pueden arreglarlo no dejarán, por las buenas, que disminuyan sus beneficios. 

  













lunes, 18 de junio de 2018

Prebendas de ex Ministros. Mito y realidad.

¿Sueldos y pensiones vitalicias?

Usted, amigo lector, igual que yo, habrá oído o leído en algún mensaje que alguien le haya hecho llegar indignado, que en este país de nuestros amores y sinsabores basta haber sido Ministro alguna vez para tener derecho a seguir cobrando el sueldo por los siglos de los siglos amén.

La información suele acompañarse con expresiones que ponen de manifiesto que en ese punto “todos los políticos son iguales”. Suelen arreciar las críticas contra quienes antes de ser Ministros decían ser blancos y luego resultaron tan negros com los demás. 

Por supuesto, dependiendo de quién sea quien hable, los términos “blanco” y “negro”, gozan de la sorprendente facultad de cambiar de tonalidad a gusto del ciudadano mayormente indignado.

En esta ocasión, por excepción, más que “editorializar”, prefiero informar. Cuatro consultas a la Srª Google (¿o será señor?)  y empiezo a tener las ideas bastante más claras que ayer por la tarde, última ocasión en la que me esforcé en tratar de convencer a  quien tenía delante, de que las cosas no son, necesariamente, como dicen tus informantes de whatsapp.

Ni una cosa, ni, en cierto modo, otra, aunque sigan disfrutando de prebendas un tanto asombrosas.

La Historia reciente de las compensaciones a Ministros que dejan de serlo arranca de la L.74/1980 (Como veremos, el precedente verdadero es catorce años anterior, pero de eso hablaremos luego) Sin entrar en demasiados detalles y lejos de tecnicismos propios de expertos juristas, los beneficios que la Ley de 1980 otorga a ex Presidentes de Gobierno y ex Ministros, son los siguientes:

  • 80% del último sueldo, a percibir por un tiempo igual al que se ha desempeñado el cargo, con un límite máximo de 24 mensualidades.
    
Es evidente que se está muy lejos de la creencia que habla de un sueldo vitalicio, pero es igualmente cierto que esa indemnización es, casi siempre, superior a aquella a la que puede aspirar cualquier trabajador que pierda su puesto de trabajo.

Cierto, también, que el cesado, aunque sea por dimisión, está incapacitado de trabajar durante los dos años siguientes a su mandato en entidades privadas que puedan haber tenido alguna relación con el cometido propio de su cargo. 

Quizás por ello es tan frecuente el ver reaparecer a un ex Ministro en alguna entidad no exactamente privada en cuyas decisiones puede influir el Gobierno: las famosas “puertas giratorias”.

  • En cuanto a la pensión, lo cierto es que el ex Ministro, cuando alcanza la edad de la jubilación tiene derecho al cobro de una pensión que por aplicación de la eufemística fórmula que incorpora le Ley, equivale en el 100 % de los casos a la cuantía máxima de la Seguridad Social.

El derecho a esta pensión ni exige haber cotizado los plazos y períodos que se le piden al resto de los pensionistas, ni es incompatible con la percepción de cualquiera otra pensión pública a la que pudiera tener derecho, lo que es, sin duda, una excepción lindante con lo escandaloso.

¿Qué se estila fuera de nuestras fronteras?

No he investigado a fondo, pero sí lo suficiente como para llegar a la conclusión de que, por extraño que nos parezca, no somos tan raros, ni tan despilfarradores como alguien pudiera suponer. Por ejemplo:

  • En cuanto a las retribuciones que les pagamos a nuestros Ministros y a nuestro Presidente de Gobierno, sólo Grecia y Portugal se muestran más cicateros. El resto pagan mucho mejor que nosotros.

Sé que no todos comparten mi punto de vista pero creo y sostengo que pagar menos de 80.000 € al año a un Ministro es una miseria impropia de las responsabilidades que se le deben exigir. Cualquiera que trabaje en una empresa privada de 1.000 empleados, por ejemplo, que compare con lo que gana un directivo de segundo nivel.

El problema, pienso, no es cuánto debemos pagarle a un político sino cuántos políticos podemos permitirnos el lujo de tener en nómina y qué podemos hacer con ellos no ya si roban (eso, ni  lo hacen tantos, ni, por lo que vemos, están yéndose de rositas), sino, simplemente, si demuestran su ineficacia.

  • Y en cuanto a compensaciones post cese, valgan como meras referencias, algunas cifras que he encontrado referidos casi siempre a Presidentes o Primeros Ministros: 

USA: Según publica el propio Congreso de los Estados Unidos, en 2014 los cuatro Presidentes  que seguían vivos, estaban costando en pensiones y “otros beneficios”, sin contar el coste de la seguridad, 3.517.000 $. En cabeza, George W. Bush, cuyas compensaciones ascendieron a 1.277.000 $.

Francia: Giscard D’Estaign costó 2’5 millones de €, Georges Chirac 1’5. Sarkozy, 2’2 millones. Ignoro el porqué unos les salen más caros que otros a los contribuyentes y el desglose de estas cantidades que superan con mucho los sueldos de los mismos personajes en activo.

Italia: En términos medios, los costes sobre los que venimos haciendo nuestros comentarios, referidos en este caso a Presidentes de República y Presidentes de Gobierno, se mueven en el entorno de los 30/31.000 € al mes.

En resumen: Aunque la mayoría de los países desarrollados no dan trato especial a sus ex Ministros, no se puede decir que los españoles seamos los únicos que lo hacemos.


¿De dónde y desde cuándo viene todo esto?

Del régimen anterior, o, si lo prefieren sin eufemismos ni paños calientes, del franquismo. Tal como suena.

Para ser precisos,  del Decreto 1120/1966, de 21 de abril, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley de Derechos Pasivos de los Funcionarios de la Administración Civil del Estado.

Esta Ley, en su Art. 41 otorga a cualquier ex Ministro, al margen del tiempo que haya permanecido en el cargo, el derecho a la percepción vitalicia (repito: vitalicia, y desde el día del cese, y aunque hubiera permanecido en el cargo más o menos tiempo) del 80 % del sueldo, compatible con cualquier otro genero de ingreso público o privado.

A la muerte del beneficiario, sus herederos, si eran padres o cónyuge, mantenían el 25 % del sueldo también con carácter vitalicio, y en cuanto a los huérfanos, en según que casos, también.

Años después, en el 74, el sistema se amplió a ex Presidentes de las Cortes, del Tribunal Supremo, del Consejo de Estado, del Tribunal de Cuentas del Reino y del Consejo de Economía Nacional.

Así que, de hecho, y aunque muchos, yo entre ellos, creamos que la disminución de prerrogativas debió de haber sido mucho más drástica, es lo cierto que la Ley de 1980 supuso recortar derechos exorbitantes a ciertos Altos Cargos de la Administración. Esta Ley no sólo cambió el futuro de los ex Ministros por venir, sino que eliminó privilegios a los que lo habían sido.

No me resisto en este punto a dar cuenta de un suceso de índole judicial referido a la materia que he venido contando.

En 1987 diecinueve ex Ministros de Franco demandaron al Estado pidiendo que se les mantuviera el sistema que se les había venido aplicando por la normativa del 66. Perdieron el juicio y si alguien quiere conocer los nombres de los demandantes, puede tomarse la molestia de consultar la hemeroteca (El País, 10 de abril de 1987)

En resumen.

Ni es como nos cuentan, ni está justificado tanto dispendio; más aún en tiempos de penurias.

Ni somos los únicos, ni los más derrochadores. Lo que ocurre, creo yo,  es que quienes lo hacen bien son los que no les pagan nada.

El invento data de los tiempos del General Franco. Resulta significativo que esta regulación, precisamente ésta, no haya seguido la suerte de tanta Ley preconstitucional. Será que se les ha olvidado.










   

lunes, 11 de junio de 2018

Chácharas de viejos

La teoría y la realidad.

Uno de los pilares básicos de la democracia representativa es la alternancia de los Partidos en el ejercicio del Poder.

¿Estamos de acuerdo en esto? ¿Seguro? Sigamos. Si eso es así, si la alternancia es consustancial con la democracia, el hecho de que un Partido suceda a otro en el Gobierno de la Nación debería ser valorado como un síntoma de la buena salud política del país.

¿Voy bien hasta ahora? No necesariamente. Para que las cosas sean como digo, falta una condición: que el relevo en el Gobierno se produzca de acuerdo con las previsiones constitucionales y no mediante un golpe de Estado.

Por descontado, hay una alternativa global a lo que estoy describiendo: el rechazo frontal de la democracia. Tengo la impresión de que no es la forma de pensar dominante entre mis conciudadanos, así es que seguiré escribiendo.

Como mis avisados lectores habrán ya sospechado, estoy a punto de hablar de la rasgada general de vestiduras que veo a mi alrededor desde que el Sr. Rajoy fuera desalojado de La Moncloa.

¿Podría pensarse que el procedimiento seguido por el ya nuevo Presidente del Gobierno ha sido o ha podido ser interpretado como una variante edulcorada de un golpe de Estado? No es una pregunta retórica: eso es lo que, por sorprendente que parezca, ha dicho -lo he oído- cierto Presidente de cierta Ciudad Autónoma cuyo acceso a esa Presidencia había ocurrido, sí que es curioso, después de una moción de censura presentada y ganada por su Partido.

Una somera lectura de los artículos 113 y 114 de la Constitución bastarían para sacarnos de dudas: el procedimiento seguido por D. Pedro Sánchez ha sido escrupulosamente constitucional. (Aprovecho la ocasión para recordar a mis lectores que los artículos citados no sólo forman parte del texto de nuestra Carta Magna sino que están tan vigentes como el 155, por ejemplo, o el 3 que es el que habla del español como lengua que todos tenemos el deber de conocer y el derecho a usar).

Más aún, la moción de censura no sólo es un procedimiento consagrado en la Constitución sino que, al margen de los resultados, ya se había ensayado en otras ocasiones. En 1980 lo utilizó el PSOE para apartar a Adolfo Suárez de la Presidencia del Gobierno, y en 1987 el Partido Popular para obligar a Felipe González a irse a su casa. 

Que en ambas ocasiones fracasaran los intentos, ni quita ni pone legalidad al procedimiento. De la misma manera que ni concurrir a las Elecciones garantiza el triunfo, ni la derrota es señal de nada, salvo de que no se tienen apoyos suficientes. Como en la moción de censura.

Las cosas que uno oye.

Viene todo esto a cuento de cosas que vengo oyendo en los últimos días, los pocos transcurridos desde la tan citada moción de censura.

Alguien del Partido que ha salido perjudicado del evento decía ante las cámaras de televisión que a Pedro Sánchez no lo habían elegido los ciudadanos sino “unos Diputados” (le faltó decir que encima no eran de su Partido). 

No, no es lo mismo ganar unas Elecciones Generales que una moción de censura. Pero, y eso es lo decisivo, ambos procedimientos están previstos en la Constitución, como el PP bien sabe, ya que él mismo ha hecho uso del juguete en más de una ocasión. 

Por otra parte, indago un poco (tampoco demasiado) y llego al convencimiento de que esos Diputados de los que hablábamos no son extraterrestres llegados de una lejana galaxia sino nuestros representantes elegidos por nosotros en Elecciones Generales. Igual que los que votaron en contra de la moción pero algo más numerosos.

Más me preocupa, no obstante, no lo que digan políticos profesionales perjudicados por el resultado de la moción, al fin y al cabo respiran por la herida, sino las desmesuradas reacciones que leo en redes sociales.

Desproporción, ponerse la venda antes de recibir la herida, prejuicios, urgencias, sensación de catástrofe. De todo, menos serenidad, pausa, paciencia y esperar antes de hablar.

He leído que cierto locutor sobradamente conocido por su alineamiento con las tesis más conservadoras, se preguntaba por qué desde que manda Pedro Sánchez se han terminado las manifestaciones de pensionistas.

¿Lo pregunta porque no sabe la contestación o para inducir a sus oyentes a sospechar que el nuevo Presidente mantenía adoctrinados y quién sabe si subvencionados, a varios centenares de miles de jubilados de todos los rincones de España? 

¿Tan difícil es de contestar su pregunta? Los manifestantes salían a la calle contra quien no sólo limitaba el crecimiento de sus pensiones, sino que, además les mandaba cartitas presumiendo de cuánto les había subido su peculio. Si el sucesor había prometido vagamente arreglar el entuerto ¿tanto extraña que se tomaran un tiempo antes de verificar que también él les tomaba el pelo?

O sea, que debajo de tan sorprendente pregunta sólo late la extrañeza, lindante con la indignación, de quien da por supuesto que el Poder, ahora y siempre, por los Siglos de los Siglos, le pertenece porque así lo ha querido Dios, y, por consiguiente, no está dispuesto a aceptar sin más que unos pelagatos pordioseros se sienten en sus poltronas.

"Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos"

 En estas cavilaciones andaba yo cuando, de pronto, caigo en la cuenta de que la práctica totalidad de los comentarios, de los mensajes que tanto me asombran proceden de gente más o menos de mi edad. Casi nadie de entre los autores, si es que lo hay, cumple ya los sesenta años.

Son por otra parte, los ciudadanos con los que más suelo hablar, como es de esperar. Unos piensan parecido a mí, otros no. Me da igual. No, no es cierto. Prefiero tener a mi alrededor amigos que piensen lo que mejor les acomode porque no hay más aburrido que estar, hablar y escuchar a los que dicen y piensan exactamente igual que tú. 

Mensajes desazonados, soliviantados, iracundos a veces, pero, sobre todo, temerosos del futuro inmediato. Tal parece que los últimos cambios en nuestro entorno (aclaro que lo de “últimos” hay que tomarlo en el sentido de “los inmediatamente anteriores al momento que decidamos elegir”, o sea, todo lo ocurrido desde hace bastante tiempo) nos auguran un porvenir azaroso, lleno de trampas, con abismos insalvables al final del camino.

Miro a mi pasado y me recuerdo y recuerdo a tan desesperanzada tropa convencidos de que todo era posible, de que teníamos el mundo en nuestras manos, de que el futuro era nuestro. Y lo era. Claro que lo era. ¿De quién iba a ser, sino de los que estábamos en la flor de la edad? De los jóvenes.

Según los casos nos animaba entonces el optimismo filosófico, o la rabia creadora, o la furia reivindicativa, o lo que quiera fuera que hacía circular, rápida, rápida, la sangre por nuestras venas. En definitiva, teníamos cualquier cosa, menos miedo. Ni siquiera andábamos sobrados de dinero, pero tampoco eso era cosa que fuera a enfriar nuestro empuje.

Éramos jóvenes ¡jóvenes! Ese tiempo, pasó y es algo que nunca más volverá. Sí, definitivamente, como dijo Neruda “nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”. Y como éramos eso, la energía hecha carne, sobrevolamos tiempos mucho más problemáticos que los actuales, sin rompernos ni mancharnos. A veces, incluso cantábamos.

¿"Cualquier tiempo pasado fue mejor"?

Sigo pensando que las “Coplas a la muerte de su padre” es el mejor poema (o uno de los mejores, que habrá quien lo vea con menos entusiasmo que yo) escrito en español. No obstante, no comparto el pesimismo que subyace en el verso tantísimas veces repetido.

Nosotros, los que ya no somos lo que fuimos, soportamos el atentado brutal contra el Presidente Carrero Blanco y supimos que el futuro había comenzado. Así lo vivimos la mayoría, no como el preludio de nuestro propio entierro.

Dos años después, la muerte del General Franco nos puso en la disyuntiva de llorar por el pasado o construir el futuro. Todos, o la inmensa mayoría, anduvimos por sendas que no conocíamos buscando lo mejor para todos nosotros y para nuestro país. Incluso los que lo lloraron.

En algún recodo del camino tuvimos que lidiar con la sangría infame que grupos de fanáticos criminales, en nombre de sus propios fantasmas, estaba causando entre las filas de quienes no pensaban como ellos. 

Cada uno hizo lo que pudo, poco, si hemos de ser sinceros, porque el peso de la la lucha lo llevaron otros, pero, y eso es lo que quería resaltar, nunca creímos que eso, el odio vesánico de una banda de forajidos sin alma, pudiera acabar con nuestros sueños de paz y prosperidad.

Aún tuvimos que asistir perplejos a la grotesca aventura del Teniente Coronel Tejero. A unos les causaría sorpresa, a otros vergüenza e, incluso, a algunos pena porque no consiguiera lo que buscaba. ¿Miedo? Sí, también hubo quien lo pasó porque se sintió personalmente amenazado. Dos días después seguimos nuestro camino.

Y ésta es la pregunta que se me ocurre: ¿Estamos ahora en una encrucijada más grave que alguna de las que he citado, el atentado a Carrero, la muerte de Franco, el terrorismo de ETA, el intento de golpe de Estado de Tejero?

En resumen: los que estamos peor que antes, peor que nunca, somos nosotros, cada día más viejos, más tontos, más cobardicas, como si el mero hecho de vivir fuera un peligro, que lo es, desde luego. Pero no seamos cenizos; dejemos que cada generación se equivoque o acierte por sí misma, como hicimos nosotros cuando estábamos en condiciones de hacerlo.

“El tiempo pasará”

Pasará la crisis (hay quien dice, yo no lo creo, que ya pasó) y será el momento de verificar que ni éramos tan ricos antes de ella ni nunca llegamos a ser tan pobres como luego se nos dijo, aunque cientos de miles de compatriotas lo sigan pasando rematadamente mal. Y cuando creamos que todo va bien, nuevas tormentas nos amargarán la existencia. Y algunos volverán a creer en nuevos profetas que tratarán, una vez más de embaucarlos. 

Y hablaremos de si es preciso o no modificar la Constitución, y, si decidimos que lo es, en qué sentido y en qué términos. No estoy ni a favor ni en contra. Creo que la Constitución está al servicio de España, no España al servicio de la Constitución, luego si después de un examen desapasionado llegáramos a la conclusión de que tal o cual aspecto hay que cambiarlo, hagámoslo, porque no estamos hablando de la Biblia sino de un mero texto legal hecho por nosotros que hasta dice qué hay que hacer para cambiarlo.

Cataluña, ésa es otra, se normalizará antes o después. Vistos los errores cometidos en educación y en comunicación y su pervivencia en el tiempo, no creo que lo haga antes de que pasen dos generaciones, y eso si corregimos los errores de los que hablaba cuanto antes. Las aguas volverán a sus cauce por un tiempo, sólo por un tiempo, porque así viene siendo desde hace más de quinientos años 

Habrá que ser cautos, prudentes y, al mismo tiempo, inexorables, no vaya a ser que nos pase lo que les dijo Churchill a sus paisanos hablando de los errores de sus predecesores y de su error garrafal de transigir con Hitler: “Prefirieron la humillación a la guerra y al final, después de la humillación, tuvieron la guerra”. Lo que dicho en castellano antiguo, viene a ser lo mismo que “más vale una vez colorado que ciento amarillo”.

Pedro Sánchez lo hará bien, mal o regular (regular, como todos, sería lo más probable). Está donde está por méritos propios pero, sobre todo, por deméritos ajenos; también como todos los que llegan donde él está. 

Creo que si lo hace bien o regular, puede ser votado cuando toque con ciertas posibilidades de continuar en La Moncloa. En caso contrario, los votantes lo mandaremos de nuevo a su casa. Y la Historia continuará. Mientras tanto ¿Por qué no dejamos que lo intente? 

Lo mejor para España y para todos nosotros sería que él y todos y cada uno de los Presidentes de Gobierno que ha tenido y tendrá España hicieran bien su trabajo, sean quienes sean los que han conseguido auparle hasta el Poder. Sería fantástico que al día siguiente de las elecciones, el país, o le Comunidad o el pueblo se pusiera detrás del elegido y no le estorbara. Si además le ayudara... 

Lo que no parece muy sensato es tirarse a degüello antes, siquiera, de que llegue a su despacho. Si hiciéramos eso, deberíamos tener muy claro, al menos, que no lo hacemos porque Pedro Sánchez se esté equivocando, sino porque creemos que nos ha quitado algo que era nuestro, El Poder, cuando era de todos los españoles, los que piensan como nosotros y los otros, que, en ocasiones, son más.

En resumen:

Como cada día que pase seremos un poco más viejos (la alternativa es peor), bueno sería que nos comportáramos con la sapiencia que se nos presupone a los “senadores”, es decir, a los mayores.

No le demos más vueltas: no estamos al final del camino. El camino sigue hasta el horizonte, ése que se aleja cuando avanzamos, aunque nosotros vayamos más lentos o, incluso, aunque dejemos de andar. 

Nosotros tenemos pasado, un pasado del que algunos nos sentimos orgullosos, pero, nos guste o no el futuro es de otros, de los que vienen detrás. 

Aunque nos suene raro, las nuevas generaciones tienen en común con lo que nosotros fuimos, dos cosas al menos: ni tienen miedo ni van a dejar de recorrer su senda como crean que es su mejor manera de hacerla.