viernes, 22 de junio de 2018

La tumba del Mediterráneo.

El traidor Mare Nostrum

Dos mil años de leyendas, de literatura, de arte, nos hacen pensar a veces que hemos tenido la inmensa fortuna de nacer y crecer junto al más extraordinario y amable mar del planeta. Vemos el Mapa Mundi y resulta asombroso que esta pequeña ensenada a cuya vera escribo este post, haya sido testigo de tanta Historia.

Hubo un momento en el que la Pax Romana, cuando Octavio llegó al Poder, parecía haber convertido este mar interior en un remanso de paz, en el Mare Nostrum. Es una forma de verlo. Tranquilizadora, eurocéntrica, ambigua en el mejor de los casos.

Porque desde otro punto de vista, pocas riberas han contemplado tanta muerte sobre las aguas como éstas que mueren en sus playas. Cretenses, aqueos, normandos, otomanos… Atenienses contra persas; fenicios contra griegos; piratas contra romanos; romanos contra egipcios; aragoneses contra genoveses; genoveses contra venecianos; berberiscos contra castellanos; turcos contra cristianos; británicos contra españoles y franceses. 

Todos contra todos, siempre tiñendo de rojo las aguas del Mare Nostrum, mientras los poetas cantaban la excelencia de las civilizaciones que crecieron en sus costas.

Han pasado los años, miles de años, y el Mediterráneo sigue ávido de sangre. Ahora no son naves guerreras las que ahora le ofrendan su tributo. Al menos no en el sentido tradicional del término “guerra”. 

Ahora mueren, mueren a miles, los que lo cruzan, pura paradoja, para huir de la muerte. Muerte de hambre, de miseria, de violencia, de enfermedades que la ciencia podría evitar si quienes las padecen fueran tan ricos como quienes controlan la salud del mundo.

Vienen del infierno, son los mejores de cada familia, los más dotados de la tribu, del clan, los que, pese a todo, han tenido arrestos suficientes para intentar llegar a donde alguien les ha dicho que por los ríos corre leche y miel y el oro mana de las fuentes.

Son carne de cañón en manos de desalmados que se enriquecen con su sangre, materia prima imprescindible para que se hagan ricos quienes, al menos en apariencia, son sus semejantes.

Son los migrantes. Llegan a miles. Son la avanzadilla de un ejército de desesperados que suma millones de seres humanos. La marabunta humana que en cualquier momento podría empezar a moverse. Y nosotros, los de la rivera Norte del Mediterráneo, y los que están más al Norte que nosotros no sabemos qué hacer.

Las grandes contradicciones.

Vienen, ellos, los migrantes, de la injusticia absoluta, la que les condena a morir al parir o por parir, a morir de hambre antes de los cinco años, a no llegar a viejos, salvo que se entienda como viejo el que supera los cuarenta años. 

Conocen todas las plagas, la lepra, el cólera, el tifus, la peste, la malaria, el dengue, el tracoma, el ébola, y docenas de hermanas mortales de las que ni siquiera conocemos el hombre. No saben lo que es una escuela; desconocen lo que es vivir sin plantearse cómo y qué podrá comerse al día siguiente. Mitigan la sed caminando horas hasta llegar a un manantial que a veces ya se ha secado. 

Ellas, las mujeres, como siempre, aún lo tienen peor: habrán sido mutildadas porque su goce es un pecado diabólico del que deben huir, y después, durante la pavorosa aventura del viaje supuestamente salvador, violadas, porque no son más que carne de segunda al servicio de los caprichos de sus verdugos.

Algunos se rebelan contra sus explotadores. Quedan al borde del camino para que sus huesos blanqueados por el sol del Sahel, para aviso de navegantes. 

Vienen, y ponen nuestro egoísmo ante nuestra propia incómoda mirada, porque hacen que nos veamos en ellos como en un espejo. 

Nosotros, los cultos, los civilizados, los misericordiosos, los que blasonamos de nuestros valores, libertad, igualdad, fraternidad, Estados Sociales de Derecho, ufanos defensores de los derechos humanos, no es que miremos para otro lado, es que empezamos a estar hartos de tanto negro harapiento, que ni siquiera es cristiano y queremos que nos dejen en paz, que nos permitan disfrutar el postre en paz, que llega ya la hora de la siesta y no es cosa de arruinarla con la contemplación de tanta mugre.

Nos decimos los unos a los otros que están poniendo nuestra cultura en peligro, que nos están invadiendo, que ni siquiera son cristianos, que se vayan a otra parte porque su religión es un riesgo para nuestra civilización. Lo dicen gentes que no creen en el Dios que invocan, pero se escudan en El, cuando El, dicen, habló de otras cosas. De cosas que le costaron la vida. 

Truenan incluso contra quienes dedican una parte de sus vidas a ayudar a tanto desgraciado. Oímos decir que no se entiende por que hay que ir tan lejos a ayudar a los menesterosos cuando hay tantos necesitados tan cerca. 

¿Es que a esos, a los que tenemos al lado, los están ayudando quienes tanto protestan?  En absoluto. Es otra forma de hipocresía, muchas veces subconsciente. Nos molesta a veces lo que hacen las ONG porque es una forma de ponernos ante nuestro descarnado egoísmo.

Y acabamos sintiendo miedo ante el diferente, ante el desconocido. Miedo que termina convirtiéndose en odio que justifica cualquier cosa, el encarcelamiento, la separación de los hijos de sus madres, todo, con tal de evitar que esa chusma hambrienta nos estropee nuestra maravillosa mediocridad. 

Son pobres, irremisiblemente pobres, pero inventaremos el delito y les llamaremos delincuentes. No hay por qué tener demasiados miramientos, ya se sabe, con quienes no respetan las Leyes, nuestras Leyes, tan democráticamente elaboradas.

Hemos perdido la memoria, justo ahora ¡Qué casualidad!

¿Es que nadie quiere recordarlo? ¿Tan lejos están los años en los que la hambruna echó de sus chozas a millones de irlandeses y de escandinavos? ¿Ya hemos olvidado a los cientos de miles de europeos que huyeron despavoridos ante el horror de la Segunda Guerra Mundial? Unos y otros encontraron segundas oportunidades en países lejanos. Pero, hace tanto tiempo…

Y nosotros, los españoles, los hijos, o nietos, o biznietos de quienes cruzaron los Pirineos huyendo de la derrota para encontrarse con despiadados Campos de Concentración en la cultísima Francia; los hijos o los nietos de los más de tres millones de emigrantes que engrasaron la economía de los grandes de Europa durmiendo en barracones, ahorrando hasta el último céntimo para mandarlos a sus familias aquí en España ¿tampoco nos acordamos de nada?

¡Es tan sencillo de entender! ¿Por qué emigraban nuestros abuelos a las brumas alemanas, a la aséptica Suiza? Tenían hambre y no había ni pan ni trabajo para ellos. Así que España exportó desempleo e importó divisas. Magnífico negocio patrio. Uno de los pilares sobre los que se sustentó la bonanza de las décadas posteriores. Millones de compatriotas lo hicieron posible a costa de sus penurias. 

Antes emigrábamos nosotros, porque no teníamos donde caernos muertos. Cambiaron las cosas, mejoramos de fortuna y ahora nos llegan emigrantes. Así es que, como todos saben o deberían saber, si tanto negro harapiento tuviera trabajo en su aldea, escuelas para sus hijos, hospitales para sus mujeres y sus abuelos, alimentos en sus despensas, seguramente no vendrían aquí, encima ¡sin papeles!



Patera abandonada en las playas de Estepona hace unos días.
(Fotografía que me manda mi buena amiga Concha Ruiz Salinas Berreteaga)

¿Y si lo sabemos, por qué no lo hacemos?

Porque es evidente que una cosa es evitar que una mano de desgraciados abandonados por todos en medio de nuestro precioso Mar mueran de hambre y de sed, y otra pretender que uno, dos, tres de los países ribereños estén en condiciones de zanjar el problema.

No, no se trata de acordar cómo evitar verlos. No se trata de pactar con terceros países un poco menos pobres que los que nos mandan los emigrantes, y un poco menos escrupulosos que quienes tanto nos molesta ver la miseria ajena, para que sean ellos quienes se encarguen de guardar a buen recaudo a los menesterosos. (¡Oh, bueno! pagando nosotros el gasto, of course).

Oigo hablar de esta propuesta y lo que se me viene a la cabeza no es Guantánamo, aunque también, sino el desechado proyecto nazi de deportar en masa a los judíos de Europa a Madagascar. Al final se optó por eliminarlos porque era mucho menos complicado.

Se trata, sólo eso, de no olvidar que son nuestros semejantes y que tenemos la posibilidad y la obligación ética de evitar el horror de sus muertes tempranas.

El único camino es tan sencillo… Hay que invertir en los países de origen y generar allí la riqueza y las condiciones que hagan innecesaria la emigración. Oigo ya a quienes dirán, inmediatamente, que soy un tanto ingenuo porque olvido que la mayoría de esos países están en manos de minorías corruptas que serían las únicas beneficiarias de las ayudas ¿verdad?

¡Claro que son corruptos! Pero yo no hablo de ayudas, hablo de inversiones productivas, por una parte. Por otra ¿Quiénes les corrompen, quiénes están interesados en mantener esas élites corruptas? ¿Tendrá algo que ver con el control a bajo precio de las inmensas riquezas naturales de África? 

Oro, estaño, zinc, diamantes, bauxita, manganeso, níquel, cobalto, uranio, litio, titanio. Y, por supuesto, petróleo y coltan. Demasiados tesoros para dejarlos en manos de unos cuanto millones de analfabetos. 

Quienes de verdad deciden, al menos no nos creamos nuestros propios cuentos, están satisfechos con el actual estado de las cosas ¿O somos tan ingenuos que pensamos que el mundo occidental, nuestro preciado pequeño universo confortable, está controlado por los ciudadanos, por el mero hecho de que nos dejen votar de tanto en tanto?

Así es que…

  • Aplaudo gestos como el de nuestro Gobierno zanjando la angustiosa situación de los pasajeros del Acuarius.
  • Me indignan decisiones que separan a los hijos de sus padres porque han entrado en un territorio prohibido.
  • Se me abren las carnes cuando oigo que la solución de la migración masiva es confinar a los que intentar llegar en algún lugar lejos de nuestra vista.
  • Es poco, muy poco, lo que puedo hacer. Al menos seguiré hablando del problema, porque sé que quienes pueden arreglarlo no dejarán, por las buenas, que disminuyan sus beneficios. 

  













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