domingo, 4 de noviembre de 2018

Las Cloacas del Poder, el Comisario Villarejo y esa pandilla de inútiles.

En tiempos de Asurbanipal o del abuelo de Ciro El Grande

Desde que el hombre es hombre, o desde que El Poder es el Poder, se ha sacralizado el principio de que el monopolio de la violencia le corresponde al Estado. Sólo los agentes del poder están legitimidados para ejercer la coacción violenta sobre sus conciudadanos.

Como contrapartida, desde hace algunos siglos, no demasiados, menos de tres, se ha intentado establecer un control riguroso sobre el ejercicio de ese inmenso poder para tratar de evitar que termine siendo letal para el ciudadano, así que se ha tratado de reglamentar quién, cómo, cuándo y hasta dónde está autorizado a llevar a cabo tales  acciones, vetadas al resto de los mortales.

Este principio, sustentado en sesudas argumentaciones filosófico-políticas tiene, en ocasiones, excrecencias indeseadas. Quizás fuera Asurbanipal I, o Tutmosis IV, o el abuelo de cualquiera de ellos, o el que de verdad mandara en sus respectivas Cortes el primero que diera órdenes a alguno de sus esbirros para llevar a cabo acciones al margen de lo que entonces se entendiera por Leyes.

Es posible que quien lo hiciera hasta llegara a pensar que actuaba así para proteger al País de sus enemigos, para salvaguardar el Trono, o para cualquiera otra noble finalidad. También es posible que nada más estuviera pensando que autoridad que no abusa se desprestigia, que él era quien tenía el mando y que, por tanto, estaba autorizado a hacer lo que le viniera en gana.

Los siglos pasaron, la Humanidad creyó que se había civilizado, se dieron por buenas fantásticas declaraciones de Derechos Universales, Humanos, etc., etc y, en el punto que tratamos, se dio una vuelta de tuerca al mecanismo de la utilización de la coacción y de la violencia.

Se siguió haciendo lo que siempre se había hecho: espiar a propios y a extraños al margen de la Ley y de los Tribunales, extorsionar, secuestrar, liquidar, si era preciso, al enemigo en aras del supuesto Bien Común, pero trató de revestirse todo ello con una cierta capa de respetabilidad y de legalidad. 

El enemigo podía ser externo, interno o mediopensionista. Su existencia, su catalogación, su identificación, siempre iba a depender de códigos circunstanciales, casi nunca expresos que iban a emanar, al final, de la mente y la voluntad de quien detentara el Poder.

La hipocresía tiñó las nuevas formas de hacer política subterránea, así que se prohibió formalmente el ejercicio de tales prácticas, que, por supuesto, se mantuvieron a pleno rendimiento, con dos consecuencias previsibles:

  • El Poder oficial no sólo negaría la existencia de tales actividades, sino que si, pese a todo, acababan por descubrirse, se desentendería de quienes las habían ejecutado a sus órdenes. 
  • La clandestinidad de todo el montaje haría florecer prácticas perversas fuera de cualquier control. No siempre las finalidades reales de tales conductas serían las previstas. 

Todo esto, en su versión contemporánea, es lo que ha dado en llamarse “Las Cloacas del Poder”. Zona subterránea de cualquier Gobierno, por muy democrático que se autoproclame, basada en en doble principio de que “el fin justifica los medios” y en el más prosaico  de “del mal, el menos”.

Las Cloacas del Poder son hoy la zona secreta de las democracias más avanzadas. Todas niegan su existencia, todas se justifican en lo que hacen sus vecinos, ninguna se ha planteado jamás su limpieza y todas, todas, cuentan en sus respectivos Presupuestos  Generales del Estado con partidas que financian estas actividades y con Comisiones de Control Parlamentario en las que, cuando se intenta ahondar en tal o cual episodio, se escucha el consabido argumento de que “eso pondría en peligro la Seguridad del Estado”, así que se dejan siempre las cosas como estaban.

El Extraño caso del Comisario Villarejo

España, la España actual, no es en modo alguno una excepción a cuanto vengo diciendo. Tenemos Servicios Secretos, cuyo nombre y dependencia jerárquica se cambia cada cierto tiempo, contamos con partidas presupuestarias para el desarrollo de su actividad y tenemos, cómo no, una Comisión De Secretos Oficiales en el Parlamento.

¿Llevan a cabo nuestros Servicios Secretos operaciones encubiertas de dudosa legalidad? No seré yo quien afirme lo que no pueda probar, así que usted, respetado lector, decida por sí mismo. ¿Cuando pasó eso que usted recuerda, actuaban los responsables a órdenes de sus superiores o se extralimitaron en sus fervores, actuaron por libre y, por tanto, incumplieron sus obligaciones? ¿Usted qué cree?

En cualquier caso, si existen Cloacas del Poder en España lo que voy a intentar probar es que el Comisario Villarejo no es, ni ha sido uno de sus habitantes. Su caso es otro, por más que descubierta la expresión por no recuerdo cuál de nuestros inefables políticos, ahora la repitan todos como papagayos.

Villarejo es algo más sencillo de explicar aunque menos comprensible que cuanto hemos venido comentando. El ya Ex Comisario, era un miembro de las Fuerzas de Orden Público, conocido por cientos o miles de personas, con su despacho oficial, su placa y su carnet de Policía y sus expedientes encima de la mesa. No habitaba el submundo secreto.

En algún momento cayó en la cuenta de que podía hacer dinero manejando a su antojo la información que llegaba a sus manos. Un paso más, y se dedicó a buscar esa información, utilizando para ello los recursos materiales y humanos que el Estado había puesto a su disposición.

Fue acumulando datos, grabando conversaciones, reproduciendo documentos, y archivando todo el material hasta que llegara el momento de utilizarlo. Al mismo tiempo, algunos de sus jefes (hubo varios y de distintos signos) intuyeron que la utilización de las habilidades del Comisario podría reportarles incrementos sustanciales de su cuota de poder, así que no solo le dejaron hacer sino que le animaron a seguir. 

No me consta qué fue primero, si el ofrecimiento de Villarejo de vender su información a quien la necesitara o la petición de compra del mismo material por aquellos a quienes pudieran beneficiarse de ella. Eso no es relevante.

Así que al cabo de un cierto tiempo, el Comisario Villarejo se convirtió en un inmenso archivo con patas, poseedor de un caudal de datos tan comprometedor y tan amplio como para poder creerse por encima del bien y del mal. 

Y decidió sacar partido de cuanto sabía: cobraba por suministrar información, cobraba por ocultar datos, cobraba también, a veces por encargo, por seguir obteniendo materiales comprometedores.

Tal como yo lo veo, no se trata de “Cloacas del Poder”, sino de un funcionario desleal que ha utilizado en su propio beneficio, a riesgo incluso de afectar a la estabilidad del Poder, recursos públicos, para la acumulación ilegal de información. Nada más.

La era de los enanos

Mientras tanto, gentecillas que se habían visto a sí mismos como políticos, se despepitaban por codearse con tal tóxico personaje. Le buscaban, o se dejaban encontrar, acudían presurosos a almuerzos en los que coincidían como otros enanos como ellos, o citaban al Rey del Dossier en sus propios despachos para encargarle gestiones de las que esperaban réditos políticos fabulosos.

Día tras día, Villarejo comía con unos, parlamentaba con otros y grababa y grababa y grababa cuanto oía, fotocopiaba cuanto caía en sus manos, filmaba lo que se ponía ante él. Y todo lo guardaba y lo ponía a buen recaudo, porque nunca se sabe lo que puede necesitarse el día de mañana.

Tanto va el cántaro a la fuente… que el Comisario, alguacil alguacilado, cayó en manos de la Justicia y dio con sus huesos en el trullo.

y Ahí fue el llanto y el crujir de dientes, porque al Rey del Micrófono no terminaba de gustarle estar encarcelado, él que hablaba con Jueces y Ministros, con políticos de éste y de aquel Partido, todos importantes o convencidos de serlo, así que amenazó con el hispano arrumaco de “tirar de la manta”. 

Tanto que se permitió levantar un pico de la gualdrapa y empezó a aparecer inmundicia, que es lo que suelen tapar las mantas de la gentuza acreditada.

Tranquilos, no pasa nada. El Comisario Villarejo solo tiene datos comprometedores de cierta patulea de personajes cuya desaparición del mundillo político sólo puede ser interpretado por la ciudadanía como una bendición.

¿Que Dª Mary Pury, Ministro de lo que sea cometió deslices imperdonables cuando era aspirante a Mujer del Año? Pues que dimita, que la cesen, o que se la impute si al caso viniere. ¿Que Dª Águeda llamó al Comisario para encargarle ciertas tareas de espionaje a pagar con fondos que ni siquiera eran suyos? Pues que se ponga a la cola y que siga los pasos de Dª Mary Pury.

¿Y si esto no ha hecho más que empezar? ¡Mejor que mejor! Cuanto más larga sea la lista de tuercebotas que se pusieron en manos de, o que trataron con, o que encargaron a… ¡Mejor para la salud del país! 

¿Es que no se dan cuenta? No hay caminos intermedios: ni se puede ceder al chantaje de un delincuente, ni debiera permitirse cerrar en falso el asunto con un acuerdo entre mangantes para que no vuelva a hablarse de nadie de los que trataron con Villarejo.

Porque, recuerden: lo malo no es que caigan tres Ministros y cuatro aspirantes a serlo. Lo malo es que quede sin sanción el comportamiento de quien hizo lo que dicen que hizo Villarejo y lo que hicieron quienes pretendieron beneficiarse de sus actividades.


¿O ustedes creen que los mindundis de quienes hablamos tienen en su mano el futuro de España?

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