miércoles, 19 de febrero de 2020

El valor del lenguaje

La identidad de los pueblos y la confusión de las lenguas

Si uno hace caso de la Biblia, debió de haber un lejanísimo día en el que la naciente Humanidad hablaba una sola lengua. Fue luego del desafío de la Torre de Babel, primer intento frustrado de construcción megalómana del que se tiene noticia, cuando el Dios del Pueblo Elegido, maldijo a nuestros ancestros y les condenó a no entenderse.

Según el texto sagrado la multiplicación de las lenguas, a diferencia de la de los panes y los peces, nació como un castigo a la soberbia. Podríamos suponer, por tanto,  que si tenemos problemas para entendernos, es porque alguna vez fuimos malos. En sentido contrario, deberíamos esforzarnos en hacer el mejor uso posible de nuestra lengua. Hacer mal uso de un instrumento tan valioso es algo así como pecado de lesa humanidad.

Todo ello a partir de la Biblia. No me consta que ni el Corán ni los textos de Lao Tsé, de Confucio o el Popol Vuh narren sucesos parecidos, pero ésa es otra cuestión.

O sea, que el idioma es un tesoro que recibimos cuando apenas tenemos conciencia de nosotros mismos y que, como cualquier bien valioso, deberíamos cuidar, mantener y dejar en herencia a quienes vienen detrás.

Por último, un somero vistazo a nuestro alrededor nos demuestra que esa herramienta que es imprescindible para entendernos, es, además, un elemento crucial para identificarnos como grupo, como pueblo. Hay otros factores, pero el idioma es de los más valiosos ¿De acuerdo? Sigamos.

Hay ciudadanos más obligados que otros

Según nuestra Constitución, (Art. 3.) Todos los españoles tienen el deber de conocerla (la lengua española) y el derecho a usarla.

Está bien, pero ocurre como como con otros muchos artículos del mismo texto: mejor que estén ahí que eliminarlos, pero ¿hasta qué punto se cumplen? Además ¿qué es conocer una lengua? Un idioma tan complejo, rico y exigente como el español no es fácil de dominar en profundidad.

No obstante, y a eso iba, hay categorías de ciudadanos, grupos, profesiones o como quieran ustedes llamarlos que están especialmente concernidos por el precepto constitucional.

Gentes cuyo comportamiento influye en los modos y maneras de los demás; profesionales en los que el manejo del idioma es un instrumental de trabajo de primer orden. Entre todos ellos, los políticos, los docentes, los periodistas. Ciudadanos que se ganan la vida hablando y escribiendo.

Creo que a estos contribuyentes podemos y debemos exigirles un especial cuidado en el manejo de ese tesoro común, porque de su proceder va a depender la buena salud del idioma español 

¿Seguimos por buen camino? ¿Sí? Pues vamos a ver algunos ejemplos que ponen en cuestión la eficacia práctica todo este argumentario.

Las modas lingüísticas de nuestros políticos

No quiero dedicar ni media palabra a la murga del uso atorrante de masculinos y femeninos en reiterada sucesión, no porque no crea que haya dejado de ser una práctica criticable, sino porque conocemos de sobra los argumentos a favor y en contra y me temo que de nada iba a servir repetir diatribas de sobra sabidas.

Tampoco quiero hoy entrar en el manido territorio del lenguaje políticamente correcto, porque abomino de lo cursi y lo pedante, sobre todo si se tiñe de hipocresía.

Quiero, no obstante, escribir algo que tiene que ver con que la función del dirigente no es copiar las malas prácticas del dirigido, sino lo contrario. Está fuera de duda que lo que diga y haga nuestro elegido, acabará influyendo en nuestra conducta. 

Los políticos, por tanto, deberían ser un ejemplo en el correcto uso de la lengua castellana. ¿Lo son?

Desde que un notorio político de la era tecnócrata del franquismo defendió el mal uso de la lengua como forma de identificarse con el pueblo y hacerse entender por él, tal parece que el despropósito no se ha olvidado del todo. 

En tiempos recientes, Mariano Rajoy hasta que dejó de ser oído y la nueva Ministra Portavoz del Gobierno actual parecen despreciar, o tal vez odiar, el correcto uso del participio pasivo, e incluso el académico uso de términos que, sin ser tiempos verbales, suenan como si lo fueran. 

Así que El Estado pasa a ser “el estao” (¿No les parece que dicho así el estao español es menos Estado? Es como si le quitaran no una letra, sino una parte de su más preciada sustancia) y cuando la Portavoz ha acabao de hablar, caigo en la cuenta de que los paraos siguen siendo los que peor lo han pasao, o sea que los los perjudicaos lo son por partida doble, y que, en buena lógica, yo debería sentirme también defraudao con estos desmanes del antes Presidente y la ahora Portavoz, lo que pasa es que ya me pilla demasiao cansao.

Cuestión diferente aunque curiosa es el masivo uso de nuevos términos y expresiones que sirven no sólo para señalar realidades concretas, sino para identificar una corriente de pensamiento y un posicionamiento político y terminan operando como un certificado de modernidad a favor de quien los maneja.

Hay que “dar visibilidad” a las mujeres, los jóvenes, “los colectivos en riesgo de exclusión social”, que deben ser “empoderados” cuanto antes.

Lo de dar visibilidad me parece una construcción gramatical desafortunada: una cosa es hacer visible a un Concejal y otra diferente dar visibilidad a ese sujeto. Con la primera versión, el Edil gana notoriedad, con la segunda capacidad para ver, no para ser visto. 

En cuanto al término “empoderar” se trata de una traslación literal del inglés to empower. Suele usarse en textos de sociología política con el sentido de conceder poder a un colectivo desfavorecido para que, mediante su autogestión, mejore sus condiciones de vida. Que conste que el verbo ya existía en el mundo del Derecho como una variante de "apoderar "caída en desuso.

En estos días, si usted dice que hay que “empoderar” a los cultivadores de la patata temprana, no sólo no estaría cometiendo ningún desafuero lingüístico, sino que estaría dando pistas sobre sus preferencias políticas, y eso es lo que quería poner de manifiesto: cómo adherirse al uso sistemático de términos que en sí mismos son neutrales, convierte a ciertos vocablos en señas de identidad de ideologías concretas.

En definitiva, es frecuente, y lo ha sido siempre, la tendencia a politizar el lenguaje, de manera que el significado de un término trasciende a su literalidad con lo que su virtualidad desciende un par de escalones porque lo circunscribe a un ámbito menor.

"Empoderar," "diversidad", "lenguaje inclusivo", la ya citada expresión “exclusión social”, "pin parental", "sostenibilidad", "emergencia climática", "movimiento identitario", son credenciales que alertan sobre nuestras preferencias ideológicas. Son tan diáfanas que equivalen a llevar una insignia en la solapa del tamaño de una perronilla. 

Hagan lo que quieran, pero recuerden: hay veces que el significado y el significante van por caminos distintos.

Bajemos el listón: periodistas deportivos y sentimentaloides

Sí, porque me temo que estoy poniéndome trascendente, o peor aún: pretencioso, es decir, pedante. Hablemos de los usos y costumbres idiomáticos de otro colectivo al que le incumbe, también, el honroso papel de formar a la ciudadanía: el periodismo, con especial atención a la prensa deportiva y a la llamada “prensa del corazón”.

Ambos tienen una par de características comunes: disfrutan de una audiencia que para sí quisiera cualquiera otra de las ramas del periodismo y no se distinguen por el uso fluido, correcto y preciso de su herramienta fundamental de trabajo: el idioma.

No importa cuántas veces se repita, un partido no se va ganando o perdiendo “de” tres puntos, sino “por” tres puntos. No es fácil aplicar con exactitud el complicado mundo de las preposiciones, pero tampoco lo es el manejo de las ecuaciones de tercer grado, lo que no habilita a los matemáticos para alterar a su antojo el resultado de una raíz cúbica.

“Definir”, según el diccionario, es expresar con exactitud y precisión el significado de una palabra o la naturaleza de una persona o una cosa, o tomar una decisión o una actitud frente a un asunto, o hasta delimitar, fijar, explicar. ¿Qué quieren que les diga? Por más vueltas que le doy, no acabo de ver la relación entre estas alternativas y la facilidad o dificultad que tal o cual futbolista tiene para alojar el balón en la portería rival.

Todo esto y lo que sigue, tiene o puede tener una vigencia efímera. La RAE termina por sacralizar, autorizar y validar el uso de términos que empiezan siendo vocablos nacidos en la calle y acaban teniendo carta de naturaleza con su entrada en el sacrosanto Diccionario.

Así que, por ejemplo, “alante” que hoy por hoy no pasa de ser un vulgarismo a veces recogido en alguna canción (recuerdo “La murga de los currelantes” del malogrado Carlos Cano), cualquier día nos sorprenderemos cuando los académicos lo admitan como alternativa, según los casos a “delante” o “adelante”.  Llamo la atención, pese a todo, sobre este término que está día a día tomando carta de naturaleza entre cada vez más amplias capas de castellanohablantes, sea cual fuere su profesión.

En cuanto a los gacetilleros, periodistas, guionistas y editorialistas de la prensa rosa, sea escrita o televisada… Déjenme que comience poniendo de manifiesto mi extrañeza por el doble rasero a la hora de referirse a unas u otras compatriotas: en el mismo programa he oído hablar  a la misma tertuliana de “Letizia” a la hora de referirse a la Reina de España y de “Doña Ana” para comentar el estado de salud de la mamá de Dª Isabel Pantoja. 

Cierto que, a lo peor, todo se debe a mi ignorancia sobre la eventual privilegiada relación, a la profunda  e inveterada amistad entre la comentarista y la Reina de España, y al lejano conocimiento de la misma señora con la progenitora de la famosa tonadillera.

Por cierto ¿famosa o célebre? Pues según, mire usted, que a veces caben ambos adjetivos aplicados a la misma persona y otras no. Así que puede hablarse del famoso bandolero pero jamás del célebre bandido, que famoso es el que tiene fama, sea buena o mala, y célebre el que acredita acciones o méritos suficientes para ser celebrados.

En cierto modo, es lo que ocurre cuando el uso excepcional de un término se convierte en costumbre. Lo que empieza siendo un guiño al lector o al televidente termina convirtiéndose en un proceso de “blanqueo” de una palabra que acaba trastocando su significado original. Ejemplo: “La culpa de la felicidad radiante de Mary Puy la tiene Borja Mary”. ¿Culpa de la felicidad? ¿Cabe culpa en acciones que provocan resultados positivos? La primera docenas de veces, puede admitirse una figura retórica admisible, como un guiño al espectador inteligente. Luego… Puede llegar a pensarse que hacer feliz a alguien es algo detestable. O que el que habla no sabe lo que dice.

Como el asunto de “la complicidad”. Menos grave, pero también va en la misma linea. Digo menos grave porque en este caso, si bien en primera acepción complicidad es la participación de una persona junto con otras en la comisión de un delito, también equivale, segunda acepción, a “relación que se establece entre las personas que participan en profundidad o con coincidencia en una acción”.

Y es que lo que resulta un tanto atorrante es la reiteración de hallazgos retóricos que un día fueron sorprendentes y terminan por convertirse en sonsonetes, muletillas, lugares comunes: casarse es siempre y sólo “dar el sí quiero”, dejar atrás un acontecimiento supone “un antes y un después”, aunque el protagonista del suceso “haya venido para quedarse”, cosa que no suele ocurrir cuando después de haber otorgado el mencionado “sí quiero”, comience su viaje de novios (“luna de miel”, por supuesto) en “una isla paradisíaca”, edén del que debe haber varias docenas de versiones repartidas por los mares tropicales del planeta, donde se supone que habrán de pasarlo "bien no, lo siguiente".

Y, para terminar una frecuencia… ¡Intensa!

De pronto, nadie sabe muy bien por qué, ni cómo, ni cuándo, un término se vuelve omnipresente, (o sea, que se vuelve viral que ésa es otra) gana protagonismo, amplía sus significados, desplaza a docena y media de sinónimos y se hace el dueño y señor de nuestro hablar cotidiano.

Ocurre cada cierto tiempo y así seguirá siendo, por los siglos de los siglos. Hoy, ahora, le ha tocado al adjetivo “intenso” (según la RAE, 1. adj. Que tiene intensidad. 2. adj. Muy vehemente y vivo. Intensidad: 1. f. Grado de fuerza con que se manifiesta un agente natural, una magnitud física, una cualidad, una expresión, etc.2. f. Vehemencia de los afectos del ánimo.)

Vocablos ambos, intenso e intensidad, que cabe usarlos como calificativos de múltiples sustantivos, qué duda cabe. No es esa la cuestión, sino el relativo asombro que me produce verificar cómo de un tiempo a esta parte, decenas de sinónimos han sido relegados no se si a un estado vacacional, o al desván de las palabras perdidas.

Adviértase que no desapruebo la pertinencia de lo intenso en ningún caso, sino que critico la suma abusiva de todos ellos.

Así que el viento puede ser intenso, pero también huracanado, racheado, fuerte, devastador.

La lluvia ya nos gustaría que fuera intensa cuando la necesitamos, si bien en más ocasiones de las que quisiéramos suele ser copiosa, torrencial, arrasadora.

El calor puede ser intenso, sobre todo en esos meses que todos sabemos, meses en los que, además, es agobiante, abrasador, sahariano, tórrido, sofocante.

Y en cuanto al frío, no me cabe duda de que puede llegar a ser intenso, sobre todo si, además, alcanza niveles a los que le cuadren términos como helador, invernal, polar, siberiano.

Podemos volver a la política y recibir noticia de un debate intenso, que tal vez otros vean como apasionado, vivo, destemplado, acalorado, encarnizado, enconado.

¿Y el amor? ¡Ah, el amor! Intenso, cierto, pero ¿por qué no acendrado, arrollador, apasionado, tierno, cálido, eterno?

No como el tráfico, (por cierto ¿tráfico o tránsito?) que además de intenso puede ser agobiante, denso, congestionado, desesperante, soporífero, endiablado, enervante.

Hay otros ejemplos: las conversaciones entre Gobierno y Oposición pueden ser intensas, si, pero ¿serán además delicadas, vehementes, constructivas, premiosas, agotadoras, aburridas, apasionantes? ¿Por qué no usar algún calificativo específico que suministre información adicional sobre cómo les fueron las cosas a los interlocutores?

No vaya a ser que nos cuenten que el oleaje fue intenso y no sepamos si, además fue catastrófico, gigantesco o simplemente constante y espectacular, como los golpes que puede recibir cada uno de los púgiles enzarzados en un combate que a más de intenso, fue devastador, o hasta mortífero; cosa que es difícil que le hubiera ocurrido a un partido de fútbol cuya intensidad es dudoso que superara la cota de haber resultado un encuentro disputado.

En fin, amigos, me despido por hoy. Ha sido una mañana productiva, me ha resultado interesante, incluso amena, pero dudo de que merezca ser llamada “intensa”.




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