sábado, 25 de abril de 2020



Sexta semana
25 de abril de 2020
    Siete días después, sólo los menores de 14años parecen a punto de recuperar algún atisbo de libertad. Dicen que es imprescindible para su salud física y su equilibrio psíquico. Algunos mantenemos nuestro margen de escepticismo sobre si la verdadera razón del tratamiento dispensado a los niños son las necesidades que se deducen de sus características o el comprensible deseo de sus familiares en hacer más llevadera la convivencia. No importa: en tanto nos llega el turno, me alegro por los unos y por los otros
  Esta semana he optado por una historia real. Doy por supuesto que algunos de mis lectores conocieron los hechos como yo. Creo que coincidirán conmigo en que, en esencia, así fueron las cosas. Por supuesto, he cambiado fechas y nombres y no doy demasiadas pistas sobre lugares. No tengo razón alguna para no creer que sigue habiendo protagonistas supervivientes a los que no quisiera provocarles recuerdos incómodos. 

 La muerte de Esmeralda

Incierto es el lugar donde la muerte te aguarda. 
Espérala, pues, en todo lugar. 
(Séneca). 

Desde que murió Esmeralda hasta que encontraron su cadáver, pasaron más de dos meses. Eso fue lo que dijeron los del Anatómico Forense, que la mujer llevaba muerta entre ocho y nueve semanas y que podría haber fallecido por excesivas inhalaciones de amoníaco, aunque nunca supe si eso figuraba en el informe del forense o también fue fruto de la imaginación de sus vecinos. La muerte, pues, debió de ocurrir a finales de septiembre ya que la encontraron en los primeros días de diciembre. Buenas fechas para todos nosotros. La mayor parte de los residentes habituales estábamos ausentes y no volveríamos hasta el verano y, por otra parte, todavía faltaban un par de semanas para que el macabro descubrimiento hubiera podido afectar a las Navidades. En ese sentido podría decirse que Esmeralda fue muy considerada con los que habíamos sido sus vecinos.
   Murió sola, como todo el mundo, que lo de morir es un acto personalísimo. Michael, su hijo, hacía meses que no se dejaba ver por los alrededores y su marido, si es que seguía siéndolo, si es que alguna vez lo fue, para cuando le llegó la muerte a Esmeralda, ya había desaparecido de nuestro entorno. Me dijeron que hacía ya tiempo que el muchacho había elegido vivir, pese a todo, con su padre, así que la mujer se había quedado más sola que nunca.
   Recuerdo ahora su llegada al complejo residencial en el que habría de quedarse hasta su muerte. Hace de eso algunos años, ocho o tal vez diez. Terminaba la primavera cuando Esmeralda, un hombre que era su marido o se comportaba como si lo fuera y un crío de tres o cuatro años, se instalaron en una de las viviendas cuyo jardín lindaba con el hoyo 7 del campo de golf. Sólo una somera valla, más simbólica que eficaz, y un pequeño seto de aligustre de apenas un metro de altura se interponía entre el rough del campo y el jardín.
  Fue una llegada discreta. Muy pocos presenciaron en persona el desembarco del trío. Por eso fue tan comentada la espectacular entrada de Esmeralda en el recinto de la piscina al día siguiente. Recuerdo que era un sábado de finales de junio. Era una mañana espléndida, soleada, sin una sola nube, una temperatura que se acercaba a los 30 grados y una suave brisa húmeda de Levante moviendo apenas las copas de las choriceas, las jacarandas, las yucas, los ficus, las strelitzias. Alrededor de la piscina, en tumbonas o sobre el césped estábamos una docena de los habituales en esa época del año. Quizás menos. Una familia al completo, papá, mamá y dos niños; una pareja, tres amigos veinteañeros, quizás alguien más que no recuerde, mi mujer y yo.
    Esmeralda llegó contoneándose, arqueando el cuerpo de forma que ponía en valor su busto y su trasero, andando sobre la punta de los pies calzados con unas sandalias inverosímiles, luciendo uno de los más escuetos bikinis que yo hubiera visto nunca, con una toalla sobre el hombro derecho y una bolsa de playa en la mano izquierda. Un niño, más adelante supe que se llamaba Michael, correteaba a su alrededor como un perrillo. Desde que entró en el recinto y hasta que se acomodó, ella no le dedicó ni una mirada. Por el contrario, de un vistazo oteó la concurrencia, nos evaluó, me atrevería a decir, se detuvo un par de segundos como quien elige su espacio y se encaminó hacia el extremo más alejado del lugar que ocupábamos mi mujer y yo. Se quedó de pie sin moverse durante unos momentos, volvió a girar su vista por todo el recinto, como si quisiera estar segura de que todos habían tomado buena nota de su presencia, extendió la toalla y se tendió sobre ella.
    No había hecho nada, no había hablado, apenas había recorrido cuarenta o  cincuenta metros y se había limitado, por el momento, a sentarse en su toalla, mientras el niño llegaba hasta el borde de la piscina y probaba, supongo, la temperatura del agua. No había hecho nada pero había conseguido fijar sobre ella la atención de cuantos allí estábamos. Ha pasado el tiempo, muchas cosas han ocurrido desde aquella mañana, pero caigo ahora en la cuenta de que ella siempre fue así. Quiero decir que Esmeralda siempre tuvo la facultad de concentrar la atención sobre ella sin hacer nada especial. Un don del que era consciente y al que tampoco daba demasiada importancia. Como tampoco parecía importarle demasiado cualquier cosa que pensasen quienes la rodeaban. 
    Años después, para quienes seguimos frecuentando el lugar, Esmeralda es apenas un recuerdo que va desvaneciéndose. Es ahora cuando reparo en algo que me había pasado inadvertido durante estos años: sólo el conserje y el jardinero parecen haber hablado con ella alguna vez. Ninguno de los residentes que conozco cambiaron jamás palabra alguna con ella. No obstante, durante bastantes veranos fue tema frecuente de nuestras conversaciones, porque todos nos creímos autorizados para aventurar quién era, de dónde venía, cuáles eran sus problemas, y qué tendría que hacer para resolverlos.
    El segundo día de estancia en el complejo marcó para siempre la relación entre Esmeralda y la mayoría de los residentes. Mediaba la mañana -otra mañana espléndida- cuando, como el día anterior, la recién llegada y su retoño llegaron al recinto de la piscina. Ella lucía un atuendo similar al de la víspera, aunque hubo quien pensó que el bikini era aún más pequeño que el de la víspera. Repitió el paseo cimbreante hasta el lugar que había ocupado la víspera, extendió su toalla y se sentó. Tal como llegó y se aposentó, tuve la impresión de que aquella parcela la consideraba de su propiedad. Esa vez, el niño arrastraba una pequeña balsa neumática, que dejó al borde del agua. Como el día anterior, de una u otra manera, con mayor o menor atención, podría decirse que todos los que allí estábamos, más o menos los de siempre, habíamos seguido los movimientos de Esmeralda. Apenas se sentó, llevó sus manos a la espalda, desató la cinta del sujetador y se lo quitó. Sin aspavientos, sin alardes, como si estuviera en su casa. Jamás nadie desde que se inauguró la piscina había hecho algo semejante. No estaba prohibido, ni podría haberlo estado, pero nadie lo había hecho. Tengo la impresión de que hasta los niños y los pájaros callaron. Un silencio atronador acompañó los siguientes movimientos de quien a tanto se había atrevido. Se embadurnó de cremas, se levantó poco a poco, fue hasta donde su hijo había dejado la balsa, entró en el agua, acercó la balsa, se subió sobre ella, movió sus manos como si fueran remos, llegó hasta el centro de la piscina, recostó la cabeza en el borde de la balsa, dejó sus pies colgando y, mirando al sol, se dedicó a tomar el sol durante un buen rato. Sólo entonces , poco a poco, volvieron a oírse las conversaciones de los presentes.
    Allí estaba aquella mujer desconocida, estatura media -alrededor de los 165 centímetros- delgada, casi flaca, poco trasero y menos pecho, pero con una sorprendente habilidad para aparentar unas formas bastante más opulentas. (Incluso, si me paro a pensarlo, no me atrevería a asegurar que esos 165 centímetros que le atribuyo no fueran algunos más de los que realmente medía porque lo cierto que sólo puedo recordarla calzando altísimos tacones o desplazándose a saltitos). No puedo decir, siquiera, si era guapa o no. No lo sé. La recuerdo de piel morena, pelo negro, largo, brillante, ondulado, ojos oscuros y no sabría decir qué más, salvo que el conjunto daba como resultado una mujer que se sabía atractiva. Allí estaba, como digo, aquella mujer luciendo sus encantos en mitad de “nuestra” piscina que ella había tomado por asalto.
   El suceso desencadenó un aluvión de comentarios y más de una discusión entre parejas. La mayor parte de los hombres tomaron partido por Esmeralda; calificaron su actuación como la muestra inequívoca de un espíritu libre, de signo de los tiempos, de…  Cualquier cosa que dejara en buen lugar a la osada que acababa de zarandear nuestras puritanas costumbres. Dicho de otra manera, les encantó el espectáculo gratuito. Algún soltero aventuró opiniones más explícitas que quienes hablaban delante de sus mujeres, a propósito, por ejemplo, del color uniforme de su piel incluyendo sus pequeños pechos. En todo caso, como digo, el sector masculino estuvo mayoritariamente a favor de la nueva moda. De hecho, en los días siguientes se acercaron por la piscina algunos varones que lo hacían por primera vez en años. Las mujeres, por su parte, consideraron a la recién llegada una intrusa desvergonzada sin demasiadas dotes físicas dignas de mención, más allá de su evidente descaro. La gran mayoría aseguraran que si ellas hubieran optado por desnudarse en público, todos habrían podido comprobar que sus encantos ocultos mejoraban a los de la recién llegada. Como era de esperar, ninguna dio lugar a que se comprobara la veracidad de sus afirmaciones. No es el momento de entrar en detalles pero es de justicia reconocer que el coro de las mujeres demostró una imaginación mucho más fértil y una mayor riqueza de vocabulario a la hora de comentar el suceso que la de sus maridos, hijos o novios.
    Supongo que podría haber una cierta correspondencia, porque desde muy pronto estuvo claro que Esmeralda sólo reconocía como seres vivos a los varones del vecindario. Digo “reconocía”, porque hablar de saludar o de cualquiera otra expresión que significara algún modo de acercamiento habría sido una exageración. Cuando se cruzaba con cualquiera de los hombres que coincidíamos con ella en la piscina o en los jardines, inclinaba ligeramente la cabeza y esbozaba apenas un atisbo de sonrisa. A las mujeres las ignoraba por completo; parecía como si para ella fueran transparentes. El paso del tiempo modificó en parte ese silente comportamiento. Poco a poco se la vio hablando con los empleados de la Comunidad, con alguna de las mujeres de servicio o con repartidores del Centro Comercial próximo. No obstante, a mí me parecía que esas aparentes excepciones, en realidad eran una sutil muestra de una doble clasificación en la que ella encasillaba a quienes tenía cerca. Estábamos, por un lado, los residentes, la gente de su categoría, a las que no dedicaba apenas alguna atención, y, por otro, el personal subalterno; con este segundo grupo, por razones prácticas, no había más remedio que mantener algún contacto. En cuanto a los primeros, la división era muy evidente: había dos géneros estrictamente aislables, los varones, aspirantes a rendidos adoradores a quienes ella reservaba sus misteriosos mensajes de reconocimiento, y las mujeres, potenciales rivales que cuanto antes fueran conscientes de su irrelevancia mejor para todas.
    Poco a poco se fueron sabiendo más cosas sobre la familia. Es posible que “saber”, no sea el verbo más adecuado. Muchas de las cosas que se daban por ciertas sobre Esmeralda, Pierre, que ése era el nombre del marido, y Michael no pasaban de ser conjeturas basadas en habladurías de origen incierto. Al cabo de un año muchos daban por seguro que Esmeralda era libanesa, aunque otros decían con la misma rotunda seguridad que su origen era Siria y no faltaba quien dijera saber de buena tinta que había nacido en Ouarzazate, allá en el Sur de Marruecos. Los partidarios de su origen libanés aseguraban que la mujer había sido rescatada por Pierre de un café cantante de pésima fama ubicado en los aledaños del puerto de Marsella. Quienes creían que era siria, se referían a un pasado cercano en el que “ella” había estado relacionada con el tráfico de haschís y basaban su convicción en la fiabilidad de sus fuentes, desconocidas desde luego, lo que no parecía ser contradictorio con la validez de la teoría, cuyo punto débil estaba en la nebulosa que velaba la entrada en escena de su marido. Por último, los que habían optado por hacerla originaria del Sur de Marruecos, contaban una historia bastante más atractiva: Pierre, Ayudante de Dirección de una productora cinematográfica francesa de tercera fila, se había desplazado a Ouarzazate con motivo del rodaje de una serie de televisión sobre las andanzas de un aventurero bordelés de principios de Siglo que había terminado en la Legión Extranjera. Allí encontró un atardecer a Esmeralda deshecha en llanto, en cuclillas delante de una jaima, porque su familia no sólo la había repudiado cuando supo que se había expuesto semidesnuda a los ojos de docenas de infieles, sino que la amenazaba de muerte. Él se enamoró al instante de la llorosa beldad, la rescató de su iracunda familia y la convirtió en su esposa. Nadie supo dar razón de cuándo y por qué y hasta qué fecha se había dedicado Pierre al cine.
    Como podrá observarse, las tres teorías tenían algunos puntos en común: Esmeralda era musulmana, y su modus vivendi no había sido en ningún caso un paradigma de sometimiento a los cánones de la conducta de una dama europea pequeño burguesa. Elementos más que suficientes para desatar la imaginación calenturienta de algún que otro marido insatisfecho, y encender la inquina de buena parte de las esposas bien pensantes de la comunidad. Cómo se compaginaba la fidelidad al Corán y la práctica del top less, del que todos habíamos sido asombrados testigos, era algo que se resolvía con un socorrido encogimiento de hombros. Quizás hubiera quien pensara que nuestra desconocida convecina era, al mismo tiempo, musulmana y pecadora lo que la hacía réproba por partida doble.
    En cuanto al pequeño Michael, había quien opinaba que había nacido antes del matrimonio de sus padres y quienes no se pronunciaban al respecto, porque dudaban de que sus padres estuvieran casados. Unos y otros, cuando se referían a él, solían hacerlo con expresiones conmiserativas del tipo de “ese pobre niño”. Pasaron algunos años y la actividad ruidosa del chico, su capacidad de liderazgo sobre el pequeño grupo de arrapiezos de su edad que vivían entre nosotros, hizo cambiar los decires de sus vecinos que pasaron a escudarse en dichos y refranes del tipo de “la cabra tira al monte”, “de tal palo, tal astilla” y otros de semejante corte.
    La génesis de una leyenda en pequeñas colectividades está bastante bien estudiada. Alguien comenta que “ésa se mueve como una mora que vi una vez en un café cantante de El Cairo”, el de al lado añade que él tiene un primo que es Comisario de Policía y le ha contado que el tráfico de mujeres en el Mediterráneo lo controlan los marselleses, un tercero aporta el dato de que todo el mundo sabe que a muchas desgraciadas las engañan con el señuelo de participar en una película y con tan magros elementos más el desconocimiento absoluto de los hechos, se construye una sólida historia a prueba de dudas. 
     Me gustaría pensar que nosotros, mi mujer y yo, éramos diferentes, que nos manteníamos al margen, que éramos más objetivos, pero si me someto a una autocrítica más o menos rigurosa me temo que también estábamos en el círculo de los crédulos vecinos. Nuestras relaciones en aquella comunidad, entonces y después, no eran muy extensas; apenas cuatro o cinco familias con las que nos gustaba pensar que constituíamos un grupo alejado de la maledidencia y el simplismo reductor que parecía haber infectado al colectivo. Lo cierto es que esa creencia no era más que auto complacencia benevolente: no caíamos en las ácidas descalificaciones, en las divagaciones delirantes de algunos, pero veíamos a aquella mujer como una exótica extraña, musulmana descreída (ingenioso modo de solventar la contradicción entre islamismo y bikini) condicionada por un pasado borrascoso, a Pierre como un sujeto poco recomendable y al chico como alguien que si le diera por desaparecer, tampoco echaríamos de menos.
    Pasaron algunos años, dos o tal vez tres. Por lo que me comentó el jardinero la relación entre Esmeralda y Pierre se fue deteriorando hasta límites impensables. Las peleas de la pareja eran constantes y tan escandalosas que la Policía Municipal había tenido que acudir en más de una ocasión, alertada por algún vecino alarmado por lo que parecía mucho más que una discusión de pareja. Sí, ahora que lo pienso, habían pasado tres años desde que llegaron. Por entonces sólo en muy pocas ocasiones se les veía juntos. Pierre dejaba transcurrir semanas sin comparecer por el complejo, mientras Michael pasaba muchas horas correteando por los jardines, solo o liderando a un pequeño grupo de niños de su edad. Se estaba convirtiendo en un muchacho extravertido, hiperactivo y gritador que, de vez en cuando, acompañaba a su madre cuando ésta decidía acudir a la piscina. Allí, su comportamiento seguía siendo el habitual: llegaba contoneándose, apenas saludaba con una ligera inclinación de cabeza al varón más cercano, liberaba de ataduras sus pequeños pechos, se embadurnaba de cremas y aceites y tomaba el sol, bien en la hierba, bien en la balsa de su hijo. Un par de horas después, desaparecía.
    Como la mayoría vaticinaba, el matrimonio, si es que lo era, terminó por hundirse. El chico hizo causa común con su padre (o su madre se lo quitó de encima, al decir de alguna piadosa dama de la comunidad) y desaparecieron los dos. Esmeralda se quedó sola en la vivienda. Tardó poco tiempo en dar muestras de una incipiente paranoia cuyas primeras muestras no fueron bien interpretadas. Una mañana aparecieron unos obreros que en un abrir y cerrar de ojos desmontaron la pequeña valla que separaba su jardincito del campo de golf y la sustituyeron por otra de tres metros de altura, cubierta  de brezo trenzado. Poco después, las ventanas y la terraza que daban a los jardines interiores fueron protegidas por rejas y celosías que hacían imposible cualquier mirada sobre el interior de la casa de Esmeralda. Se la veía salir sola a horas intempestivas, las 8 de la mañana, las 11 de la noche, y volver sola sin ninguna pauta que permitiera intuir cuáles eran sus costumbres. El veredicto mayoritario es que no quería que nadie pudiera dar cuenta de sus actividades, que, a buen seguro, no eran recomendables.
    Apareció poco más tarde un galán que pilotaba un Aston Martin. Las trazas del piloto no cuadraban con la elegancia del coche. Más parecido a un truhán que a un caballero empezó pronto a comportarse como pareja estable de Esmeralda. Entraba y salía del complejo como un residente más, tuteaba a los empleados y los trataba  como si sólo estuvieran a su servicio, a cambio, decían, de sustanciosas y constantes propinas, pasaba bastantes noches en casa de Esmeralda y hasta quiso modificar su comportamiento. De hecho, durante ese verano ya no hubo más exhibiciones en la piscina. Luego, el ciclo de pareja volvió a empezar. Parece como si el carácter de Esmeralda no tolerara injerencias. Más aún, como si el menor intento de modificar sus pautas de conducta despertara sus peores demonios. Volvieron las peleas, los gritos, las agresiones mutuas, la presencia cada vez más frecuente de la Policía para poner freno a conductas que empezaban a ser peligrosas o, al menos, preocupantes.
    El Aston Martin y su peculiar propietario desaparecieron sin dejar rastro coincidiendo con un notable cambio en el modo de vivir de Esmeralda. Terminaron sus salidas extemporáneas, dejó de ir a la piscina, se la veía cada vez menos, oculta detrás de vallas y celosías protectoras. Ese año nosotros nos volvimos a nuestros quehaceres a finales de septiembre y tardamos más de siete meses en volver. Para cuando lo hicimos, me sorprendió el cambio que se había producido en Esmeralda. La mujer vistosa, llamativa, lindante con la provocación, vestida de forma que con mejor o peor gusto la indumentaria resaltara sus encantos, calzada siempre con tacones altísimos, la melena negra, ondulada, magnífica al viento; la mujer que nos miraba a los hombres con una oculta e indescifrable oferta tras su apenas insinuada sonrisa; la “intrusa” que jamás retrocedió ante otra de su especie ni se tomó, siquiera, la molestia de considerar que había más congéneres en el mundo; esa mujer se había perdido para siempre en algún recodo de su propio camino.
    La mujer que la había sustituido era una desconocida. Tocada con un pañuelo gris que le rodeaba cabeza y cuello al modo musulmán, lucía una prenda amplia que le llegaba hasta medio muslo, diluyendo sus caderas y cualquier sospecha sobre los límites de su contorno. Las mangas cubrían incluso las muñecas. Un pantalón también negro llegaba hasta el borde de unos zapatos cerrados con apenas tres centímetros de tacón. Y, sin embargo, no eran esos cambios los más llamativos. Lo que de verdad hacía irreconocible a Esmeralda era la increíble mutación que se había producido en su comportamiento. Me decían que apenas salía de su casa, que no había vuelto a ver a su hijo, que se había encerrado en una soledad absoluta.
    La vi una mañana y varias veces después. Su mirada altiva, desaparecida tras unas gafas de sol enormes; su antigua costumbre de encarar a los extraños, sustituida por una esquiva manera de girar su cuerpo y colocarse de espaldas a quien se le acercara. Intenté enviarle algún simulacro de saludo, pero se alejó con la cabeza baja a pasos rápidos como si huyera de quién sabe qué. Su proverbial modo de contonearse, de moverse sobre las puntas de los pies había sido sustituido por un sigiloso deslizamiento como si quisiera evitar cualquier mirada sobre ella. 
   En las semanas siguientes escuché las más variadas y demenciales teorías sobre ella. Quienes habían asegurado que era una ex bailarina de locales lindantes con la prostitución y compadecían la suerte de Pierre y de Michael por tener que convivir con semejante pecadora, aseguraban ahora que había caído en la más absoluta pobreza porque el desalmado de su marido la había abandonado a su suerte. Otros decían que se alimentaba sólo de leche y que dominada por la monomanía de limpieza consumía cantidades enormes de amoníaco y otros productos de limpieza. Se teorizaba sobre la caída de Esmeralda en las garras de una incierta secta musulmana fundamentalista que la tenía esclavizada a la espera de quién sabe qué horrible destino. Oí que pasaba hambre, que le habían cortado la luz y el agua por falta de pago, que se aseaba en los servicios comunitarios de la piscina. 
    Más tarde, cuando desapareció de nuestras vidas, me enteré de que todo eso era falso. Habría bastado pulsar el timbre para verificar que la Compañía Eléctrica no la había dejado sin suministro, pero nadie lo hizo, salvo el conserje que no participaba de aquellos conciliábulos. Las mismas vecinas que la habían vituperado ocupaban en aquellas semanas buena parte de su tiempo libre en hacer planes para ayudarla. Planes que nunca fueron más allá de ser pasatiempos frente a una taza de té, proyectos como montar una tómbola para recaudar fondos para ayudarla, denunciar a Pierre por abandono de familia, gestionar la intervención de la Asistencia Social, cualquier cosa excepto andar unas docenas de metros, pulsar el timbre y preguntarle cómo estaba y saber si, en verdad, necesitaba algo. Así que cuando terminó la temporada, se despidieron convencidas de que a saber qué podría pasarle ahora que se marchaban ellas, las únicas que se habían preocupado por la suerte de “esa desgraciada”.
   Luego, Esmeralda apareció muerta y, por extraño que parezca hubo un significativo consenso en dedicar poca atención a las circunstancias de un fallecimiento de alguien que, en cualquier caso, “no era de los nuestros”. Y pocos comentarios (“Se veía venir”, fue uno de los más frecuentes) porque era preferible cubrir nuestra desidia con un manto de silencio. 
    Una tarde de la primavera siguiente, me encontré a Pierre en los jardines del complejo. Me acerqué para ofrecerle mis condolencias. Me lo agradeció o hizo como que le importaba y me aclaró que había venido para recoger algunas cosas suyas que aún seguían en la vivienda que un día compartieron. No pude resistir la tentación de preguntarle si se supieron por fin las causas de su muerte.
—Desde luego que sí. Lo sabemos quienes tenemos que saberlo, mi hijo y yo. ¿Ustedes? ¿Para qué quiere saberlo? ¿Para que Esmeralda siga siendo un buen tema de conversación? Nunca nos admitieron ¿no es verdad? Michael y yo aún podríamos haber sido tolerados en sus círculos; al fin y al cabo yo soy europeo; no francés, ni belga como han dicho, sino luxemburgués, pero europeo; si me apuran, más europeo que ustedes. Ella, jamás. ¡No, no se esfuerce en convencerme de lo contrario! ¿Qué le hace suponer que los tres éramos sordomudos? En líneas generales sabíamos qué pensaban y qué decían de ella, y el hecho de que a Esmeralda no le importara no hace menos injusto su comportamiento. Por cierto ¿siente alguna curiosidad por saber cómo les veía ella? ¿No? Mejor así. No crea que salían bien librados ni siquiera los que como usted la trataban con una condescendencia insoportable. Así que, gracias por sus condolencias. Es posible que no volvamos a vernos. Ni usted ni yo lo echaremos en falta.


















sábado, 18 de abril de 2020

 Sin demasiados cambios
18 de abril 2020
  Quinta semana. Ninguna razón para retomar mis viejas costumbres y volver a otear el panorama político, ya sea el más próximo o el que se desenvuelve mas allá de nuestras hoy cerradas fronteras.
  Seguimos confinados sin fecha anunciada para recuperar algo parecido a la normalidad, así es que ahí tenéis un relato que pudiera guardar alguna relación con historias de las que estuve cerca cuando yo mismo era un alumno que acudía a las aulas de la Facultad de Derecho.
  He cambiado nombres, fechas y lugares y he añadido de mi cosecha lo que me ha parecido oportuno para convertir un indicio en una historia.  


El corte de traje
     
Ella, por volverlo a ver, 
corrió presta al mirador.   
Él volvió… con su mujer.
Ella se murió de amor 
(José Martí)

    Otra limpia mañana de noviembre. Alba, asomada al balcón, resbala su mirada sobre las copas ya amarillas de las acacias buscando el confín del mar. Quiere recorrer la línea del horizonte para ser la primera en divisar allá lejos el mercante que le devolverá a Vittorio. Ya es tiempo. Tiene que volver, va a volver. 
    Como cada mañana que salía a esperar a su marido, los edificios del otro lado de la plaza le impedían ver el mar. Ella culpaba al Casino de obstaculizar sus diarios intentos, y a las plantas altas del edificio de viviendas que construyeron el año pasado frente a su balcón, y a las galerías superiores de ese pretencioso Centro Comercial que ha jurado no pisar jamás. Alba se negaba a admitir que aunque un genio benéfico, o el diablo, o Dios, a ella le daba igual, hicieran desaparecer las macizas construcciones situadas frente a su lugar de observación, seguiría siendo imposible ver el mar, observar la llegada de los navíos, descubrir la primera a Vittorio bajando a tierra, porque el puerto más cercano estaba a 180 kilómetros de su residencia.
    Aferrada a la balaustrada, Alba, bellísima, impecable, arreglada como cada día, esperando la llegada del ausente que podía producirse cualquier mañana, seguía intentando penetrar las sólidas fachadas que tenía ante ella. Se miró en los cristales del balcón, se arregló el mechón rubio que se deslizaba por su frente, alisó su blusa, desabrochó coqueta otro botón y volvió mirar su pequeño reloj. Era un regalo de Vittorio, una delicada joya que ella llevaba prendida como un dije en la blusa encima de su corazón. Lo cierto es que el reloj no era más que una baratija que su marido había comprado quién sabe dónde para hacerse perdonar quién sabe qué. (“¡Jesús, las 11 y media! ¿Será posible que tampoco llegue hoy?”) Sintió una palmada festiva en sus nalgas y, sin solución de continuidad, los brazos de Enrique rodearon su cintura y recibió, como tantas mañanas, el beso de su hijo en la  mejilla.
—¡Buenos días, bonita!
—Sí, bonita. ¡Qué más quisiera! Tu padre tampoco creo que venga hoy. Anda, vamos para adentro.
—¿Estás bien mamá? ¿Has desayunado ya o quieres que te prepare algo? 
—¿Que si he desayunado? ¡Estás tú bueno! ¡Y no vuelvas a hacer eso! Sabes que no me gusta que me des esos azotes. No está bien, eres mi hijo, deberías tenerme más respeto. ¿Qué le habría parecido a papá si te viera tocándome el… ya sabes?
—¿La señora se ha ofendido? ¡Vamos mamá, que soy yo! ¿Has desayunado o no?
—¿Desayunado? ¿Sabes qué hora es? Anda, zalamero, vamos para adentro que ya te prepararé yo el tuyo. Y no te hagas el tonto que sé muy bien a qué horas llegaste ayer. ¡A saber por dónde habrás andado!
    Y entró canturreando una viejísima canción que ya había pasado de moda cuando ella empezaba a vivir. No podía, ni quería remediarlo: la mera presencia de su hijo pequeño tenía la rara virtud de ponerla de buen humor y de alejar de su mente las brumas que la envolvían cuando se quedaba sola. Enrique dejó pasar a su madre y siguió tras ella. Iba a medio vestir porque, pese a la hora de la mañana, acababa de levantarse. Privilegio de ser el hijo pequeño de una madre abandonada por su marido hacía ya… ¿Doce años? Tal vez once o quizás trece. Podría preguntárselo a su madre y se lo habría precisado añadiendo meses y días. ¿Qué más daba? Él y su hermano Andrés sabían que nunca volverían a verlo, pero su madre… ¡Ah, su madre! Cuando Vittorio desapareció, se llevó con él el amor de Alba y algún tiempo después su razón. Los muchachos, tan distintos el uno y el otro, habían crecido solos sabiendo desde hacía tiempo que nunca más podrían contar con la ayuda de aquel marino mercante tan seductor, tan extravertido por el que su madre suspiraba a cada momento de cada día.
    Ambos sabían de memoria la historia de la familia. Alba se la recordaba en los cumpleaños de cualquiera de los dos, cada Nochebuena, cada vez que, por las razones que fueran se juntaban los tres y celebraban cualquier cosa. Conocían como si hubieran estado en ella la terraza frente al puerto de Málaga en la que Alba y Vittorio se vieron por primera vez. Un verano, de eso hacía ya casi un cuarto de siglo, Alba había ido a conocer Málaga con dos amigas. Esa mañana, mientras sus amigas curioseaban un escaparate en Calle Larios, Alba las esperó sentada en una terraza frente al puerto. 
    “Y entonces llegó Vittorio, y yo me enamoré de él. Era el hombre más gentil que había visto en mi vida. Nadie me ha mirado nunca como él. Nadie me ha dicho las cosas que él me susurraba al oído. Nadie canta como él. Nadie… bueno, nadie es como él. Él también se enamoró de mí. Fueron dos noches y tres días maravillosos. Cuando vuelva tengo que conseguir que os cuente las cosas extraordinarias que le han pasado. Ha estado en tantos sitios…”. 
    Al llegar a ese punto, Alba solía mirar a Andrés de una forma indescifrable, una mirada hecha de reproche y cariño, de añoranza y de fastidio. “Luego naciste tú, y todo cambió. Nos casamos en primavera, aquí, para escándalo de mi familia porque yo ya estaba embarazada y se me notaba, y aquí me quedé, como sabéis, porque Vittorio ama la mar y jamás pensé en atarlo a mi falda”. 
  Volvía a cambiar la expresión y el timbre de voz. “Fue un tiempo maravilloso. Nadie en el mundo se ha querido como lo hacíamos nosotros. Naciste tú, Enrique, y Vittorio, tu padre, te comía a besos. Cuando recalaba en puerto, yo te llevaba conmigo; tú, Andrés, te quedabas aquí con la abuela porque eras muy chico y no podíamos ir todos, así que allá que nos íbamos a esperar que bajara del barco. Nos saludaba desde la borda y bajaba por la escalera agitando la mano con algún regalo para cada uno. Luego comíamos en alguna taberna cercana al puerto que él conocía y, por la tarde, alquilaba un coche y nos veníamos para acá. ¿Os acordáis? ¡Alquilaba un coche, y llegábamos como señores! Este reloj me lo regaló papá”.
   Los años se fueron sucediendo unos a otros. No llegaron más hijos. Vittorio se descubrió las primeras canas y le dio por decir que estaba haciéndose viejo. Tonterías de macho presumido, pero así lo veía él. Le pareció que se le terminaba el tiempo, que la vida se le iba entre los dedos. Espació poco a poco sus llegadas a puerto. Hubo una ocasión en que pasaron dos años sin hacer acto de presencia, y fue entonces la primera vez en la que la salud mental de Alba dejó traslucir los primeros síntomas de su fragilidad. Volvió su hombre y todo retornó a la normalidad. 
    Aquel año, Vittorio permaneció con ellos un trimestre después de la larga ausencia. Andrés cumplía 14 años y Enrique iba camino de los 13. Para entonces ya eran evidentes las diferencias entre ambos que siempre les distinguirían. Andrés era concienzudo; Enrique, desenfadado. Andrés acudía al Instituto cada mañana y terminaba sus cursos sin ninguna dificultad; Enrique siempre encontraba alguna razón para quedarse en casa o para hacer cualquier cosa menos “perder el tiempo aprendiendo tonterías”. Andrés era poco agraciado; Enrique parecía un Dios joven. Andrés era serio, a veces taciturno; Enrique el más divertido de sus amigos. 
    Fueron tres meses en los que Vittorio habló mucho con ellos. Durante aquel tiempo que Vittorio pasó en su casa hablaba cada día con sus hijos. Visto ahora en la distancia, parecía como si estuviera despidiéndose de ellos, o como si quisiera prepararlos para vivir en el mundo valiéndose por sí mismos. Cuando Andrés volvía de sus clases, se los llevaba a la terraza de un café cercano y, mientras Alba preparaba la cena, hablaba con ellos. Él habría querido que Andrés se hiciera marino, como él. (“Eres formal, inteligente y trabajador, pero te falta mundo. El mar te cambiará. Has de salir de aquí y hacerte hombre. Tienes lo necesario para hacerte marino, no cualquiera puede serlo, pero tú sí. Es la mejor profesión del mundo. La única digna para un hombre libre”). Jamás se tomó la molestia de averiguar qué le parecía a su hijo todo eso; daba por hecho que haría lo que él creyera que era lo mejor para su futuro. Su hijo, callaba. Enrique, por el contrario, según su padre no tendría que preocuparse por nada. Con su cara y su carácter las mujeres le abrirían todas las puertas que fuera encontrándose; bastaría con que se dejara querer. Enrique lo miraba y reía.
    Después, Vittorio desapareció sin dejar rastro. Pasó un año y luego otro, y después un tercero y otro más. Alba perdió la cordura y así como la loca del Muelle de San Blas acudía a diario al embarcadero a esperar a su hombre, ella cada mañana se asomaba a su balcón desde el que aseguraba que sería la primera en ver volver a Vittorio. Enrique y Andrés pensaban ahora, pasado el tiempo, que debió haberles extrañado la negativa de Vittorio a que su familia se hubiera ido a vivir a Málaga, en vez de quedarse tan lejos del mar. Era como decirles que no quería tenerlos cerca, que prefería saberlos a buen recaudo tierra adentro. 
    Los dos hermanos llegaron a un acuerdo. Andrés iría a Granada y se haría Médico. Cuando terminara la carrera se encargaría de Alba y hasta de Enrique si fuera preciso. Éste estuvo conforme pero sonrió cuando escuchó que su hermano podría tener que hacerse cargo de él algún día. En absoluto: él se quedaría con su madre, la cuidaría y la haría reír cada día del resto de su vida. Después… él, pese a la edad, pensaba que otras mujeres habría que le resolverían su futuro. Y así se hizo, y cada uno de los hermanos, fiel a sus formas de ser, empezaron sus caminos respectivos.
    No eran ricos, ni mucho menos, y ambos lo sabían. Sabían que necesitarían ciertas dosis de prudencia y austeridad si querían costear los estudios de Andrés y asegurar la supervivencia de Alba y de Enrique. Pero, una vez más, cada uno seguía sus propias pautas de conducta. Andrés se alojó en una pensión en las afueras de Granada desde la que acudía cada mañana andando a la Facultad, almorzaba en los comedores universitarios y escatimaba cuanto podía en todo lo demás. De hecho, a partir de Tercer Curso, empezó a ganar algún dinero dando clases a alumnos de Primero cuyos cortos entendimientos lo exigían, trabajaba los sábados lavando platos en un restaurante y hasta en alguna ocasión se hizo contratar como hombre anuncio. Todo lo iba guardando y cada vez que volvía al pueblo, se encargaba de hacer un recorrido por tiendas y comercios para ir saldando las pequeñas deudas de su madre y de su hermano. 
    Alba nunca supo nada de todo lo que hacía su hijo mayor para no gravar la precaria economía familiar. Hasta es dudoso que llegara a saber que sus propias compras había que pagarlas. Enrique había advertido que le dieran crédito que ya vendría su hermano mayor a pagar. Él mismo, cuando Andrés llegaba, aprovechaba la ocasión y obtenía de su hermano el dinero necesario para saldar las cuentas dejadas pendientes en los bares que frecuentaba. 
   Aquél verano el hermano mayor le contó al pequeño que había hecho las averiguaciones precisas y sabía que su padre vivía en La Coruña con una inglesa. 
—Papá vive en La Coruña con otra mujer. Es extranjera y tiene mucho dinero. Viven en una casa con jardín.
—¿De verdad? ¿Desde cuándo lo sabes?
—Desde hace un par de meses. No hay ninguna duda. La información me la ha dado el Armador para el que trabajaba.
—Pero no puede estar casado, mamá sigue viva. Tenemos que hablar con él. Hay que hacer que vuelva.
—¿Y qué si no están casados? ¿Qué quieres, ir a La Coruña? ¿Y hacer qué? Déjalo estar. Ya ves cómo está mamá. Prefiero que piense que su Vittorio de su alma puede volver cualquier día a que se entere de que nos abandonó y que vive con otra.
—¿Y no vamos a hacer nada? Podía ayudar algo, digo yo, que falta nos hace.
—No. No voy a ir a pedirle dinero y tú tampoco. Ya nos arreglaremos.
   Y así se hizo, muy a pesar de Enrique que nunca llegó a saber a costa de qué esfuerzos, su hermano, el estudiante de Medicina peor vestido de Granada, estaba siendo capaz de pagar su carrera, saldar las caprichosas cuentas de su madre y sus propias juergas. A Andrés, en el fondo, hasta le hacía gracia. Llegaba en vacaciones a su casa y veía a Alba tan guapa tan elegante, tan fuera de este mundo (“¿Te gusta este vestidito? ¿A que es precioso, verdad? Un regalo de tu hermano. Tiene tan buen gusto… A ver si aprendes de él que siempre va hecho un pincel, no como tú que pareces un pordiosero, que no sé ni cómo te dejan entrar en la Facultad. Bueno, sí, pensarán que vas a arreglar las calderas o a dar algún recado”) y veía también a su hermano tan divertido, tan alegre, tan compenetrados ambos que daba por bien empleados los sinsabores de los meses granadinos.
    El año que terminaba la carrera, tres meses antes de acabar el curso, justo antes de la Semana Santa, uno de sus maestros le brindó la ocasión de ganar una cierta cantidad de dinero. Habría sido insignificante para cualquier otro, pero que a él le parecía una fortuna. Mecanografió y corrigió la tesis doctoral de un protegido de su maestro y cobró por ello. Se acercaba el final de sus estudios y creyó que era el momento de hacer algo para mejorar su aspecto, así que habló con unos y con otros y, al fin, consiguió hacerse con un corte de traje de lana de la mejor calidad, azul marino, digno, pensaba, de un Doctor (Aspirante a Doctor habría sido más exacto, que aún le faltaba el MIR, pero conveniente, en todo caso, para su nueva etapa) cuya vida social poco habría de tener en común con la de su época de estudiante. Pensaba, cuando llegara el momento, hacerse con unos buenos zapatos, un par de camisas y una o quizás dos corbatas. Con estos planes en la cabeza, llegó a su casa guardó el corte en su armario y decidió ir al sastre a la mañana siguiente. Ahorrativo por costumbre y por convicción, daba por hecho que la confección del terno le iba a salir más barata en su pueblo que en Granada.
    Eso pensaba, pero no pudo ser, porque, ya fue casualidad, el día siguiente lo tuvo ocupado de la mañana a la noche en cien cosas que le fue encargando su madre. Y al otro día tampoco tuvo tiempo, que hubo de acompañar a Enrique a la consabida ronda por los bares de los que su hermano era deudor. Pasó el fin de semana, volvió a Granada y la confección de su flamante traje quedó pospuesta para los primeros días del verano. (-“Es igual, -se decía-. En lo que falta de Curso no voy a necesitarlo. No, igual, no: es mejor, porque así no lo tengo en la pensión. Mira que si se me mancha…”-)
    Finalizado el último Curso, Andrés, camino de su pueblo, no cabía en sí de gozo. Había terminado la carrera. Cierto que aún faltaba el MIR, pero ahora ya estaba seguro de que no iba a tener ningún problema. Su expediente, según le dijo su Maestro, el todopoderoso Catedrático de Patología Médica, quizás el docente más influyente no ya de la Facultad, sino de toda la Universidad, era de los más brillantes de la Historia de la Facultad y, por descontado, el mejor de su promoción. (-“Elegirás tú, cosa que sólo está al alcance de los privilegiados”-) 
    Lo cierto es que él, en esos momentos, sentado en el primer asiento del coche de línea, con la carretera desapareciendo bajo sus pies, pensaba en otras cosas. En su padre huido sin dar ni una sola explicación, su padre que ahora estaría en La Coruña viviendo de la fortuna de la inglesa con la que se había unido. (”Algún día, cuando esté bien establecido, tengo que ir a La Coruña, plantarme ante él y decirle lo que pienso. Tiene que saber el daño que nos ha hecho. Ha de saber que volvió loca a mi madre y, si le queda un resto de conciencia, le haré llorar por ello”). En su hermano, tan divertido, tan guapo, con tantas mujeres siempre a su alrededor (-“Debería enseñarme cómo lo hace. Ahora que he terminado Medicina ha llegado el momento de pensar en esas cosas y no sería bueno que no supiera ni por dónde empezar”). Y pensaba, sobre todo y más que en nadie, en Alba, su gran pasión. Alba, la hermosa Alba, la elegante Alba, la dulce Alba, la que le había hecho llevaderos tantos afanes porque un día él se comprometió a cuidar de ella y él siempre cumplía sus promesas, y cada vez que estaba a punto de mandar a hacer puñetas al que le pagaba cuatro cuartos por fregar platos, recordaba a Alba, se ponía a cantar y seguía fregando con más brío. 
    Alba, que, pese a todo cuanto hacía por ella, siempre había preferido a su hermano. No sentía ninguna envidia, no era eso, era la tristeza, la vaga melancolía de tener que admitir que su madre era injusta con él. Que anteponía la simpatía y los arrumacos de Enrique a los esfuerzos diarios que durante años había estado haciendo para que a ella no le faltara nada. Que, incluso, cuando llegaba en vacaciones, ni siquiera preguntaba por sus notas porque daba por descontado que habrían sido excelentes, como era su obligación, y, al revés, le echaba en cara su desaliño, mientras lo miraba de arriba a abajo con evidentes muestras de desagrado. Era igual. Él la quería y sabía que de haber estado en sus cabales las cosas habrían sido de otra manera. (-“Si papá hubiera vivido con nosotros habría sido él el que no estaría conforme conmigo. ¡Hacerme marino mercante! ¡Qué ocurrencia!”)
    El autobús se acercaba ya a su destino cuando recordó el corte de traje que guardaba en su armario. (-“Mañana sin falta tengo que ir al sastre. He de apremiarle para que me lo tenga listo para la Fiesta Mayor. Lo estrenaré el día de La Virgen para ir en la Procesión con mamá. Esta vez estará orgullosa. Soy Médico, iré hecho un caballero y la llevaré del brazo”)
—¿Ya estás aquí? Hazme el favor, hijo, sal a la calle y busca a Enrique que quiero que luego me lleve al sastre con él.
—¿Al sastre? ¿Te estás haciendo algo para la fiesta?
—No, hijo, yo no. Yo estrenaré un traje de chaqueta monísimo que me ha comprado tu hermano, que está en todo. Voy a acompañarle para la última prueba del traje que se está haciendo él.
—…
—Sí, hombre, no pongas esa cara. Es que Enrique encontró un corte de traje azul marino en tu armario, me lo enseñó y decidí que se hiciera él el traje porque, además de sentarle mejor que a ti, ¡Es tan guapo…! es con él con quien quiero que me vean en la Procesión. Hacemos tan buena pareja… Como somos los dos rubios…Tú ponte cualquier cosa de las que Enrique tiene en su armario. Sois casi de la misma estatura, así que no es necesario que gastes dinero en tonterías. ¡Bueno! ¿Vas a ir a buscar a tu hermano o qué?
    Siempre lo había sospechado, pero aquella mañana fue cuando Andrés asumió que la vida es injusta.




sábado, 11 de abril de 2020


Terminando el primer mes
(Sábado, 11 de abril de 2020)

Pasadas ya cuatro semanas de reclusión, cundo la mayoría estamos hechos a la idea de que ni siquiera vale la pena de apostar por la fecha en que la pesadilla quede atrás, sigo pensando que es mejor mantener silencio sobre el desastre que nos agobia.

Reproduzco hoy un relato nacido de la mera observación de lo que pasaba a mi alrededor una calurosa mañana madrileña en el lugar preciso que escribo. No sabría precisar la fecha: entonces, desde luego, el Registro de la Propiedad Intelectual estaba donde indico. 

Espero que la lectura de mis ocurrencias sirva para ocupar una pequeña parte de vuestro tiempo. 

Hasta pronto. Tened por seguro que me gustaría que éste fuera el último cuento que subo al blog, aunque ya sé que al menos habrá dos más. 

Salud, amigos.   


II.- El sueño imposible del amor efímero


“De ti alzaron las alas
 los pájaros del canto”.
(Pablo Neruda).

    El calor africano de aquel 5 de julio, había convertido Madrid en una urbe despoblada de viandantes. A las dos de la tarde, los rayos del sol caían verticales, achatando la estatura de los pocos ciudadanos que por un motivo o por otro no habían tenido más remedio que deambular sudorosos por unas calles recalentadas que transmitían el fuego del asfalto a través de las suelas del calzado. Esos escasos peatones caminaban pegados a las paredes, buscando el somero alivio de aleros y tejadillos de locales comerciales o las escuálidas sombras de los escasos árboles que encontraban a su paso.
  Ese día y a esa hora, Arturo, Arturo Gil Arevalillo, treinta y ocho años, abogado en ejercicio, empleado de un cierto postín en el seno de uno de los bufetes de relumbrón de la capital, cruzó como pudo la calle de Alcalá, acera de los impares, hasta su contraria, a la altura de los números treinta. Se movía bajo el dilema de cada mañana: si caminaba despacio, prolongaba la tortura del sol; si aceleraba el paso, la energía generada lo empapaba de sudor. Salía del Registro de la Propiedad Intelectual, donde acababa de verificar ciertos datos referentes a un caso que se le había encomendado. Llevaba una cartera de piel negra en su mano derecha y caminaba mirando a su izquierda y a su derecha los vehículos detenidos en el semáforo, cuyos motores contribuían a aumentar más aún la temperatura ambiente. Anduvo un corto trecho y cruzó por el paso de peatones a escasos treinta metros de la intersección con la Gran Vía. 
  Maldecía en su mente a los anónimos cretinos que se empeñaban en mantener en verano, como norma de cortesía y elegancia, cierto tipo de vestimenta para los varones de su clase y posición social. Arturo vestía esa mañana un traje de lana fría, gris antracita, sobre una camisa azul pálido de puños dobles, con sus correspondientes gemelos y lucía una corbata de un llamativo color naranja que le oprimía el gaznate como si fuera un dogal. El brillante abogado envidiaba en días como ése la sabiduría de otros pueblos, las Bermudas, por ejemplo, que habían convertido el pantalón corto en prenda tan admisible y elegante como la armadura que lo atormentaba a diario durante los meses estivales.
  Buscó el refugio de la amplia marquesina que, mal que bien, medio protegía del sol a los usuarios de las varias líneas de autobuses urbanos, no menos de ocho, que se detenían en esa parada. El horno madrileño amenazaba con derretir la cubierta y las paredes de vidrio y plástico del toldillo, con ablandar el armazón metálico y dejar convertido todo aquel ingenioso artilugio en un amasijo de restos humeantes, fundidos en un montoncito informe. Por un momento pasó por su cabeza la idea absurda de que el amasijo reblandecido de metal y metacrilato reptaba hasta él, lo atrapaba y lo dejaba allí mismo, inerme bajo el sol, hundido hasta la cintura en el asqueroso magma hirviente hasta que él mismo se fundía y desaparecía derretido sin remedio. 
  No era Arturo el primero que había buscado la parca protección del mobiliario urbano. Para cuando depositó el portafolio en uno de los dos bancos de la parada, había ya media docena de personas esperando el autobús. Sin demasiada base científica, tal vez por la manera de mirarse unos a otros, supuso que el decano de la cola debía ser un hombrecillo con aspecto de jubilado que, según las apariencias, no nadaba en la abundancia. Vestía un pantalón de invierno de color marrón (-“Medio traje nada más, y comprado en rebajas”-, diagnosticó el abogado), sujeto por un cinturón de cuero gastado de un color difícil de precisar, una camisa de cuadros de manga corta y unos zapatos negros de cordones que habían conocido mejores tiempos. El jubilado, si es que lo era, llevaba en su mano derecha uno de esos diarios gratuitos al que daba de tanto en tanto un vistazo; a continuación escudriñaba la calle en dirección a la Puerta del Sol, anhelando columbrar de una vez por todas el autobús que esperaba, y volvía al diario.
   Un matrimonio de mediana edad cuchicheaba en voz baja comentarios a propósito del calor y, según la señora, del escaso cuidado con el que el marido llevaba un par de bolsas que parecían contener algún producto de pastelería.
  Dos inmigrantes, que bien pudieran ser dominicanas, parloteaban animadas ajenas al bochorno. Se veía que ellas no consideraban insoportable el calor reinante, ni mucho menos. Iban felices porque, de lo que se deducía de su cháchara, ambas, ¡por fin!, “ya tenían papeles”, de manera que, a no tardar, tendrían con ellas a sus hombres, si es que en el entretanto ambos no habían encontrado allá en la isla alternativas satisfactorias para sus ausentes parejas. Ellas comentaron esa posibilidad que no serían las primeras en haber sufrido, pero las dos tendían a creer que sus hombres era de buena ley y volverían a sus brazos antes de Navidades.
   Estaba, por último, un imberbe quinceañero. Un zangolotino ataviado con un holgadísimo pantalón lleno de bolsillos y cremalleras que le llegaba a media pierna, con la cintura por las nalgas, mostrando la tira elástica de los calzoncillos; llevaba una camiseta calada, sin mangas con el número 17 en el pecho y en la espalda, y unas zapatillas deportivas sin cordones en las que, al igual que en sus calzones, bien pudiera haber cabido sin agobios el campeón mundial de los pesos pesados. El badulaque llevaba un teléfono móvil colgado al cuello y un transmisor de música prendido al cinto que debía hacer llegar algún ritmo violento hasta los auriculares, porque el muchacho se contorsionaba como si en vez de estar escuchando una canción estuviera siendo sometido a una serie cadenciosa de descargas eléctricas de medio voltaje.
    Arturo sacó su pañuelo, se secó el sudor de la frente, recuperó la cartera y miró el reloj. Pura rutina porque sabía muy bien qué hora era y daba por seguro que tendría tiempo más que suficiente para llegar a casa, aligerarse de ropa, almorzar y disfrutar, por el resto de la tarde, de los privilegios de la jornada intensiva, a la suave temperatura que el aparato de aire acondicionado le había de proporcionar. Giró su cabeza a la derecha sin ningún motivo en concreto, y fue entonces cuando la vio. ¿De dónde había salido? ¿Cómo era posible que no hubiera advertido su llegada?
   Delante del menestral de la tercera edad, usurpándole su lugar de privilegio en la cola, se había materializado una mujer. Eso era lo que le parecía a Arturo, que había tomado cuerpo como por ensalmo, porque si no, ¿de dónde y por dónde y cuándo y cómo había venido? La recién llegada se había situado en el único sitio donde la somera sombra de una farola que pretendía ser isabelina proporcionaba algún alivio a los rayos del sol. Arturo contemplaba con un asomo de envidia la acera de enfrente donde aún sobrevivían algunos árboles, no como en ésta, en la que el furor arboricida de algún munícipe descerebrado, los dejaba a todos a merced de la solanera inclemente que calcinaba Madrid. El vejete miraba de arriba abajo a la recién llegada con un mal disimulado disgusto, como si le hubieran expoliado de algo a lo que él creía tener derecho, por su edad y por su veteranía en la cola.
    La mujer, aunque tal vez fuera más propio decir “la chica”, era una belleza, cosa que al jubilado parecía traer sin cuidado. Aurora Carrión de Guevara, estaba apunto de cumplir treinta años, no era muy alta (lo que no deja de ser un modo eufemístico de decir que la estatura aventajada no era uno de sus atributos: un metro y sesenta y un centímetros, para ser exactos), pero estaba tan proporcionada que sin puntos de referencia hubiera sido difícil calcular su estatura. Morena, con una melenita corta sujeta a un lado con un prendedor de nácar, tenía unos fantásticos ojos verdes rasgados, bajo unas cejas perfectas en un óvalo delicado en el que lucía una boca de labios finos apenas pintados que, en ocasiones, dejaban al descubierto unos dientes tan blancos y tan regulares que parecían artificiales. El crítico más exigente habría tenido serias dificultades para encontrar alguna objeción a su figura. Un busto firme, rotundo sin caer en la exageración; cintura y caderas dibujadas sin una sola imperfección, terminaban, por lo que Arturo pudo observar, en unas pantorrillas torneadas, sin rastro alguno de musculatura y en unos pies pequeños con las uñas pintadas. Aurora vestía esa mañana una camisa blanca sin mangas, entreabierta lo justo para dejar margen a la imaginación sin ningún dato cierto que permitiera verificar las suposiciones que el escote provocara. La falda de vuelo, también blanca, por encima de las rodillas, se sujetaba con un cinturón azul marino, como el bolso y las sandalias, del que pendían sobre el vientre liso unas cadenitas doradas terminadas en pequeños discos de metal imitando monedas. Calzaba por último unas sandalias, ya se ha dicho, de tacón altísimo, a juego con el cinturón y el bolso, anudadas al tobillo. Parecía incólume a la ola de calor que achicharraba Madrid. Podría pensarse que estaba recién salida del refrescante ambiente de un salón de belleza, o que se movía protegida por alguna especie de coraza aislante, refrigerada e invisible.
    Lo cierto es que Aurora tenía un fondo estoico y sufridor que le permitía sobrellevar con ánimo inmutable, no ya incomodidades como el calor excesivo, sino vicisitudes de mucho más calado. Pese a su deslumbrante apariencia, ésa no estaba siendo para ella una buena mañana. Ahora mismo terminaba de salir de su empresa, cierta pretenciosa compañía cuya sede social -mármol travertino, acero, cuero negro, vidrio, muebles firmados y pinturas abstractas en los muros- estaba a la vuelta de la esquina, en la calle Cedaceros. Apenas media hora antes la habían despedido. “Ajustes necesarios de plantilla, dolorosos pero imprescindibles” le habían dicho en Personal, aunque ella sospechaba que el motivo real bien pudiera ser su talante nada condescendiente con las manifiestas y continuas insinuaciones del Consejero Delegado, un baboso sesentón, calvo y barrigón, marido de una sufriente esposa, padre de tres hijos y abuelo de dos nietos, a propósito de cuánto y en qué poco tiempo podría cambiar su suerte en la empresa si se mostrara algo más complaciente con él. 
—¿Tampoco hoy te cuadra que cenemos juntos? Tú sabrás, pero creo que estás tirando por la ventana tu futuro en esta empresa.
—Sí, Don Arturo, es posible que tenga razón, pero, no, no voy a cenar con usted.
—¿Y mañana?
—Tampoco, Don Arturo. Perdóneme, pero tengo que volver a mi despacho. Tengo mucho trabajo.
—Veremos por cuánto tiempo. 
     Ahora esperaba el autobús para acudir al restaurante donde se había citado con un abogado, viejo amigo de cuando ambos eran niños en Arcos de la Frontera, para ver de sacar de todo ello lo que pudiera conseguirse.
       Y como las desgracias rara vez vienen solas, ese mismo fin de semana había roto de una vez por todas su vacilante historia de amor con Daniel, ese ingeniero petulante, donjuán de vía estrecha, más preocupado por su físico que por el cariño de su pareja, que la había venido martirizando durante los últimos dos años por obra y gracia de su total desconocimiento del concepto de lealtad. Se sentía sola, maltratada y desorientada, pero seguía inasequible al desaliento, porque en el fondo de su ser seguía creyendo que merecía la pena vivir. Cosas así le pasan a mucha gente, pensaba, y otras, además, eran feas y avinagradas.
    Llegó el autobús 20 y las dominicanas subieron, sin parar de hablar. El abuelo las miró con un cierto desprecio y murmuró algo así como “¡peste de negras! Ya se podían quedar en su tierra”. Que las chicas no fueran negras, no parecía ser algo que hiciera variar la opinión del jubilado, porque “negra” no siempre tiene que ver con el color de la piel, sino, a veces, con la condición social de quien recibe tan peculiar denominación de origen y con las circunvoluciones cerebrales de quien usa el término. Después paró el 52 y subió el mozalbete. Arturo le vio seguir son sus espasmódicos meneos hasta que se perdió de vista. Más tarde apareció el 51 y subió el matrimonio
—Ten cuidado, Fidel, fíjate dónde pones los pies, no te vayas a caer, que te pasas el día dando tumbos. Y ten cuidado con los pasteles, no vayan a llegar a casa hechos una plasta.
—Que sí mujer, que ya me fijo, no te preocupes tanto y mira tú por donde pisas, que está la acera perdida de chicles y luego me toca a mí quitártelos de las suelas de los zapatos.
    Dos muchachas veinteañeras llegaron a la carrera con el tiempo justo para subir de un salto al 53. El jubilado subió tras ellas refunfuñando porque a ninguna se le pasó por la cabeza cederle el paso. 
    Ya sólo quedaban ellos dos. Arturo estaba a menos de tres metros de la chica y un paso por detrás de ella, así que había podido evaluarla de pies a cabeza, seguro, eso creía él, de que no estaba siendo observado. No le hubiera gustado pasar por un mirón impertinente de los que con toda probabilidad, ella abominaba. Le gustó tanto que, sin ser muy consciente de ello, se inventó una mujer a la medida de su imaginación. Laura. La desconocida se llamaba Laura, era de Santander, de Santillana del Mar, para ser más precisos, vivía sola en Madrid donde llevaba pocos meses y trabajaba como adjunta a la Dirección de Relaciones Públicas de uno de los grandes bancos que tenían su sede por los alrededores. Tendría que averiguar por qué, pero era evidente que Laura necesitaba ayuda y él se la iba a prestar.
    Aurora, que ya hemos dicho antes cuál era su nombre real, percibió enseguida que ese chico que esperaba el autobús la había estado mirando insistente pero discretamente en no menos de tres ocasiones. No sólo no le molestó sino que lo consideró un callado homenaje y, por tanto, y como tal, lo agradeció. Héteme tú aquí que en esa parada de autobús, un desconocido se había fijado en ella. O sea, que mientras hay vida hay esperanza, que un despido no es el fin del mundo, y que la mancha de la mora con otra verde se quita.  
—(Bueno, no como otros: éste no me está desnudando con los ojos, y además tiene muy buena planta).
    Aurora, o Laura, que tanto da, lo miró a hurtadillas, haciendo como que quería ver si llegaba el autobús, y lo calibró de un solo vistazo. 
—(Debe andar por los treinta y cinco, medirá cerca de un metro ochenta y viste muy bien. Seguro que es Director General en alguna empresa importante. ¡Rubio! Como a mí me gustan, pero es mucho más guapo que Daniel. Parece tristón. Debe tener algún problema sentimental. Igual se está separando. ¡Qué lástima! Te tropiezas con alguien que te gusta y aquí en Madrid no lo vuelves a ver. Debe de llamarse Alberto; tiene cara de llamarse Alberto. ¿De dónde será? Si no fuera por la forma de mirar, podría pasar por noruego, pero los nórdicos miran de otra forma).
   No sabía Aurora lo cerca que había estado de la verdad. Su discreto admirador no se llamaba Alberto, ni era Director General de nada, pero era cierto que Arturo estaba triste, malhumorado, con un nítido sentimiento de insatisfacción que lo acompañaba desde hacía algún tiempo como una costra molesta apegada a su piel. 
    Pudiera pensarse que el calor sahariano, la escasa atención que le habían prestado en el Registro, o la falta de consideración del socio director del bufete, podían ser la causa de su desazón, pero no: es que Arturo, por primera vez en años, se sentía solo. Al llegar la primavera, a finales de marzo, Cristina se le había marchado con un galán luxemburgués, un cliente de su despacho que él, para mayor escarnio, había tenido la mala fortuna de presentarle. Fue visto y no visto. Dos encuentros nada más (al menos eso pensaba él) y Cristina metió cuatro cosas en una bolsa de viaje y desapareció. Le dejó una nota plagada de tópicos en la que le pedía perdón por el dolor que le estaba causando y le anunciaba que se iba a Palermo “en busca de una felicidad que, si eres sincero contigo mismo, sabes que nunca habría de encontrar a tu lado”. ¿Qué importa que tuviera razón? ¿Qué más daba que su historia con Cristina hubiera terminado por ser una lánguida sucesión de desencuentros pequeños, de esos que en apariencia se olvidan pronto, pero que van socavando la pasión hasta dejarla convertida en una rutina estéril? Es cierto que los últimos tiempos juntos habían sido un rosario de pequeños dramas cotidianos. No, no llegaban a dramas. Ni siquiera eran eso. Discutían hasta cuando estaban de acuerdo, porque el terreno común se había limitado a un dormitorio cada noche más tedioso, menos estimulante.
   Si al menos la decisión hubiera partido de él, tal vez se sintiera de otra forma. Pero no, él había dejado pasar no menos de seis u ocho ocasiones propicias para la ruptura, y ahora se encontraba con que ella había decidido por los dos. (“¿Qué importa que mi amor no supiera guardarla? La noche está estrellada y ella no está conmigo” -pensó-. Sí, ya, la noche y las estrellas. ¡Las dos de la tarde y 40º a la sombra! ¿Por qué tendré que recordar ahora a Neruda?).
    Desde entonces, llegaba cada tarde a su casa y se encontraba con las cosas de Cristina, que eran todas las que no le habían cabido en la bolsa y que él no había querido tocar, como si el conjuro  de su mera presencia pudiera hacerla regresar. (“Para que tú al volver, no encuentres nada extraño”- Eso: y ahora, “Maná”-). Ni ella las había reclamado, ni él tenía arrestos para deshacerse de ellas, de manera que se encontraba rodeado por mil recuerdos de aquel tiempo que había dejado de ser apasionante y en el que no cabían sorpresas porque cada día era tan predecible como el anterior (“Es tan corto el amor y es tan largo el olvido” - ¡Y dale con Neruda!-). 
    Y lo cierto es que en las escasas ocasiones en las que había reflexionado sobre la marcha de Cristina había terminado por aceptar que la ruptura era algo inevitable. Vino luego, después de su marcha, el tiempo de las tardes vacías en bares de moda, embalsando alcohol por mera rutina, no por trágica desesperación, ni siquiera por lúcida autodestrucción. No, por aburrimiento, que es la peor de las razones para terminar medio borracho, rodeado de gentes banales que remataban las jornadas cenando en restaurantes donde importaba más ver y ser visto que los platos de nombres rebuscados traídos a la mesa por camareros confianzudos que te tratan como a un colega y se embolsan las propinas como truhanes. Y las compañías ocasionales, pieles de una sola noche, menos bellas cuando llega el alba, sin ningún atisbo de compromiso ni de esperanza. 
    Hasta que buscó refugio en aquella colega que llevaba meses gritándole con los ojos lo que las convenciones sociales del despacho hubieran considerado improcedente verbalizar.
    Aquellos amores duraron lo que tardó en pasar la primavera. Virginia, la asturiana de los ojos tristes, creyó que había tocado el cielo con las manos cuando se perdió entre los brazos de Arturo. Salió de su cama como quien vuelve del cielo. Habían concluido para ella las interminables jornadas, espiando ansiosa la puerta de su despacho, nada más que por el placer de verlo una vez más, enfrascado con los papeles que atiborraban su mesa. Ahora sabía que cada tarde, al final de su labor, llegaba el momento de encontrarse los dos en su casa y dedicarse a él por entero. Mientras Arturo dejaba pasar el tiempo tomando un par de güisquis en su barra favorita, ella preparaba la cena y procuraba que cada noche fuera una fiesta. Vivía pendiente de los menores deseos, y hasta de los caprichos más extravagantes de Arturo, maravillada de que todo eso pudiera estar pasándole a ella. Cuando los primeros calores acabaron con todo, Virginia dio en pensar que tal vez, con su afán por agasajar, por mimar a su amor, por no discutirle nunca nada, había terminado por hastiarlo. Ella sabía que tanta dedicación estaba repercutiendo incluso en su trabajo en el despacho, pero era incapaz de modificar ni una línea su conducta. 
    Arturo vivió esos meses, esas semanas, en realidad, como lo que habían sido para él desde el primer día: un regalo no pedido que actuaba como el tratamiento relajante que habría de ayudarle a olvidar a Cristina. Una muleta en la que apoyarse en tanto soldaba la fractura que el abandono de su pareja había supuesto para él. Aceptó con naturalidad y una buena dosis de egoísmo el gratuito homenaje de su colega, sin que en ningún momento llegara a pensar que había encontrado la mujer de su vida. Vio con creciente inquietud cómo cada día aumentaba el número de cosas que la asturiana llevaba a su casa y cuando ella habló de desmontar su apartamento y de venirse a vivir con él con toda su impedimenta, la que aún faltaba, zanjó la desequilibrada situación y terminó con Virginia. 
    No es que se sintiera orgulloso de su modo de actuar, aunque estaba seguro de haber hecho lo correcto, o, mejor, lo único que podía hacer, por más que ella, deshecha por el prematuro final de su sueño, se sintiera tan mal que hasta habría abandonado el despacho, de no haberlo impedido el socio director. Estaba seguro de haber resuelto mal lo que nunca debió comenzar. 
    La soledad había vuelto a saludarlo como a un viejo conocido. Ahora comprobaba que ni había olvidado por completo a Cristina ni tenía, siquiera, el arrullo amable de la muchacha de los ojos tristes. De manera que sí: Arturo tampoco estaba esa mañana en su mejor momento. Miró una vez más a la desconocida a quien había bautizado como Laura y la encontró frente a frente, con sus ojos verdes interminables, fijos en él. Laura soportó el encuentro durante los poquísimos segundos que Arturo fue capaz de mantener el reto, antes de volver una vez más la cabeza para escudriñar el principio de la calle de Alcalá, como si la llegada del autobús fuera para él una cuestión de vida o muerte.
    Aurora pensó que le quedaba ya muy poco tiempo. Había dejado pasar varios taxis con el cartelito de “Libre” a la vista. Los veía pasar y pensó que si el 150 se demoraba demasiado, tendría que tomar uno. Volvió a consultar el reloj y se dijo que si en tres minutos no llegaba el autobús, no tendría más remedio que parar un taxi, porque ya no podía esperar más.
—(¡Lástima! Seguro que si tomáramos los dos el autobús, nos sentaríamos juntos. En esta parada el 150 suele llegar medio vacío. Subiré antes que él, me sentaré junto a la ventana y lo miraré. El resto debe hacerlo él. Se sentará a mi lado y dirá que hace mucho calor. Como si lo viera. Tendré que darle pie para que siga hablando. Le diré que sí, que hace calor, pero que en mi tierra esto no es nada. El tiene que preguntarme de dónde soy. Le dejaré que lo averigüe. El resto debería ser fácil, como siempre. En cuanto me dé ocasión le haré saber que tengo la tarde libre. ¿Se animará a pedirme que nos veamos? ¡Es guapísimo!, y parece educado; un tanto tímido, pero se ve enseguida que tiene buenas maneras. Y si por fin hablamos y…  Luego ¿qué? Ya veremos. Creo que estoy fantaseando demasiado; igual está casado y ahora va a su casa a almorzar con su mujer; igual ese aire tristón es por que el niño pequeño está enfermo y no saben qué tiene; paperas o escarlatina o cualquiera de esas cosas que les pasan a los críos. ¡Otra vez me está mirando! No, seguro que está solo; yo creo que debe estar separado y desde hace poco tiempo. No lleva alianza ¿cómo no me había dado cuenta? Debo hacer que él sepa que yo tampoco la llevo).
—(¡Cielos, qué ojos! ¡Qué manera de mirar! Tengo que hablar con ella como sea. A poco que ponga de su parte, me sentaré a su lado. Tengo que hablarle. Nunca he ligado en un autobús, incluso me reía de los que lo hacían, pero tengo que saber quién es. Ya veré. Le diré que hace un calor infernal; no es muy original, pero por algún sitio hay que empezar. Puedo quejarme de que a mí aún me espera un almuerzo de trabajo y una tarde de trabajo, aunque sea mentira, pero que luego, a partir de las ocho, ya no tengo nada que hacer. Hay que dar la impresión de que soy un buen profesional, que estoy muy atareado, que soy… ¿Y si la invito a tomar una copa? Tendré que esperar a ver cómo se desarrolla la conversación).
   Había reparado, alarmado, en el modo en el que ella veía pasar los taxis como quien pierde la oportunidad de su vida.  Volvió a mirarla; en ese momento su Laura se pasaba la mano derecha por el brazo izquierdo y fingía no darse cuenta de que Arturo estaba pendiente de ella. 
—(No lleva alianza. Soltera o separada, o lo que sea, ¿qué más da? Sería fenomenal si viniera a cenar conmigo a casa. ¿Por qué no? Quizás pueda proponérselo mientras tomamos la copa. O sea, que tengo que organizarme, no sea que acepte y luego no sepa qué hacer. Me sobra tiempo; después de comer iré al mercado de Chamartín y… ¡No! mejor al Rincón del Gourmet de “El Corte Inglés”. Una tarrina de caviar iraní, unos espárragos navarros y un bloque de foie. Sencillo, excelente y sin más trabajo que el de poner la mesa y preparar la mahonesa. La haré a mano y luego presumiré de ello. Otras veces me ha dado buenos resultados. Pondré una botella de champán en el frigorífico, el Dom Perignon que me reglaron los venezolanos el mes pasado. Espero que le guste. Claro que le gustará, tiene aspecto de adorar el buen champán. Durante la copa me enteraré de qué tipo de música le gusta. Tiene prisa, no deja de mirar el reloj. ¿Dónde irá?).
    Sin ser consciente de ello, Arturo se había ido acercando centímetro a centímetro, hasta situarse apenas a un metro de Aurora. Ella miró una vez más el reloj. 
—(Se me acabó el tiempo: el primer taxi que pase, lo paro. ¡Lástima!).
   Y miró después a Arturo de una manera que él interpretó como una despedida, cuando en realidad era una invitación a hacer algo, cualquier cosa que alterara el curso del destino. En ese preciso instante, se acercaba otro taxi más a marcha lenta, como siempre van cuando no llevan clientes; Aurora levantó la mano, paró el taxista, ella bajó a la calzada y abrió la portezuela trasera.
—(¡Se va! La voy a perder. Tengo que hacer algo ahora mismo, o no volveré a verla nunca).
 Arturo no lo pensó dos veces:
—Perdón señorita ¿Puedo preguntarle dónde va?
—(Bonita voz, como suponía). A La Castellana a la altura del 179, ¿Por qué?
—Es que, bueno, tengo mucha prisa ¿Sabe? Voy en la misma dirección. ¿Le importaría si compartimos el taxi?
—En absoluto. Por mí no hay ningún inconveniente. Adelante.

+ + +
   
    Arturo se despertó al alba. Una luz incipiente entraba por la ventana que había permanecido abierta de par en par durante toda la noche. Entre las brumas del sueño, oyó filtrarse a través de la puerta entreabierta del dormitorio las notas del Nocturno nº 2 de Chopin, interpretado por Arthur Rubinstein. El CD que pusiera pasadas las doce, debió de quedarse girando en la pletina del equipo y llevaría varias horas repitiendo uno tras otro todos los cortes del disco. El recuerdo le hizo deslizar su mano derecha hasta que percibió la piel caliente y seca de Aurora, que aún dormía a su lado, apenas cubierta por un extremo de la sábana.
—Nunca se sabe cómo puede terminar un día por mal que empiece.
    Con toda la delicadeza de la que fue capaz, se pegó a su espalda, le apartó el pelo y la besó en la nuca. Aurora se despertó, giró sobre sí misma y buscó su boca.

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    Eso es lo que Arturo pensó que podría haber pasado si hubiera estado más despierto. Lo pensaba, mientras acomodado en el primer asiento del 150, veía perderse en lontananza, a la altura del Banco de España, el taxi con Laura a bordo, camino de quién sabe dónde. Le pareció que Aurora volvía su cabeza y le miraba desde cada vez más lejos. Ni siquiera eso pudo asegurarlo.