viernes, 6 de enero de 2023

 El cuarto Rey Mago se llamaba Heliodoro

En 2012 publiqué mi tercera novela, "El zulo Viriato". Una trama de política ficción ambientada en la España del 23-F en la que se dan la mano recuerdos personales y fabulaciones un tanto disparatadas a propósito de la organización "Gladio". 

En mitad del relato, camino de Ciudad Rodrigo, Fernando le cuenta a Lola una historia surrealista de cierta maravillosa mañana del Día de Reyes ocurrida en  su infancia en un pequeño pueblo, poco más que una aldea, en la "raya" con Portugal.

Hoy vuelve a ser, como en mi novela, Día de Reyes; recuerdo las noches de la víspera como algo fantástico en el sentido literal del término. Mis lectores me perdonarán si acudo a mis propias publicaciones para rememorar aquellas noches de sueños enternecedores y aquellas mañanas disfrutando, sorprendido, de la prodigalidad de los Magos que venían de tan lejos.

He querido despedir las fiestas de Navidad 2022/2023 con este pequeño homenaje al niño que todos hemos sido y a cómo la ilusión no depende de fechas ni lugares ni, mucho menos, del precio de los regalos sino de la inocencia de quien lo recibe.


Éstas son las páginas de las que hablo:


—¿Tú sabías que los Reyes Magos fueron cuatro y no tres como cree todo el mundo? ¿Sabías que el cuarto Rey Mago se llamaba Heliodoro?

—Si tú lo dices…

—Sitúate en el año 55 o en el 56, no lo recuerdo. Navidades. Un frío pelón, contra el que no había más defensa en la calle que los pantalones de pana, la bufanda y el jersey tejido por mi madre; y en casa, el brasero bajo las faldillas de la mesa camilla, o el calor de la lumbre en la cocina de fuego bajo. 

Llega la noche del cinco de enero. La noche mágica de Reyes. Entonces, al menos en Espeja, no era como ahora. Los regalos que traían los Reyes eran pocos, uno, dos como máximo por chaval. A veces, ni eso, un cucurucho de caramelos, o seis o siete pesetas contantes y sonantes, y eso era todo. 

A mí se me ocurrió que si esperaba a los Reyes antes de que entraran en Espeja a lo mejor me caían más y mejores dádivas que si aguardaba en la cama a que se hiciera de día y viera qué me había tocado en suerte. 

A sí que después de cenar me fui a la cama, me hice el dormido y al rato, volví a vestirme, agarré las dos mantas que me cubrían, salí por la ventana y me fui de tapadillo hasta una barda a la entrada del pueblo, a la vera de la carretera de Gallegos. Me senté bajo una encina, me arrebujé bajos las mantas, apoyé la espalda en el tronco, y me dispuse a esperar lo que hiciera falta para que nadie viera a los Magos antes que yo.

—¿No tenías miedo?

—No ¿Por qué había de tenerlo? Sólo esperaba a los Reyes Magos y no tenía por qué temer de ellos daño alguno.

—Pero pudiste haber muerto congelado.

—Sí, desde luego, pero no lo pensé. Lo cierto es que no me helé. Puede ser que estuviera a punto de la hipotermia, porque la verdad es que me quedé dormido y he oído que cuando te congelas, primero te duermes. 

Clareaba, cuando noté que alguien me zarandeaba. Me desperté convencido de que un paje de sus Majestades de Oriente, o quién sabe si el propio Rey Gaspar estaría tocándome el hombro, pero no, no eran los Reyes de Oriente. Era Heliodoro, un primo lejano de mi madre, que salía del pueblo camino de un chozo en la que guardaba algunos aperos de labranza que necesitaba quién sabe para qué. Luego supe que quien de verdad se había asustado era él. Creyó que estaba muerto; de frío, supongo, como tú decías.

—Perdona, Fernando, pero creo que puedes ir algo más deprisa. Con la charla vamos a paso de tortuga. Sigue, por favor.

—Sí, claro, tienes razón. 

Me sacudió, como te decía. Me desperté sobresaltado y aterido. Recuerdo que tiritaba y que los dientes me castañeteaban. Preguntó que hacía allí y le dije que había salido de casa para esperar la llegada de los Reyes Magos. 

--Vaya -me dijo- pues el caso es que te has dormido, y ni tú los has visto, ni ellos a ti. Ya han pasado. Los he visto hace un rato saliendo del pueblo-. 

Me eché a llorar. No sólo no me había valido de nada la treta, sino que igual no me habían dejado nada en mi casa. Como no estaba en mi cama… 

—Bueno, no te preocupes. -me dijo- Vamos a buscar. A lo mejor sí que te han visto y te han dejado algo por aquí. Mira tú por detrás de la valla, que ya no tengo edad de andar saltando como las cabras, y yo lo haré por este lado-. 

Al cabo me llamó alborozado. Había encontrado quince pesetas en monedas, ¡nada menos que quince pesetas! encima de una piedra plana que estaba a menos de dos metros de donde yo me había dormido.

—¿De verdad?

—Las pesetas las puso él de su bolsillo, claro. No sé si luego se las pediría a mi padre, supongo que sí, que tampoco era cosa de echar la casa por la ventana por darme una alegría, pero a mí me pareció extraordinario. 

Era más de lo que nunca hubiera podido imaginar. Aquellos eran otros tiempos. Como te decía, los chavales de entonces recibíamos por Reyes unos regalos modestos, casi siempre más en línea con las necesidades de tu madre que con tus deseos. Unos zapatos, una bufanda, más algunos dulces y algún juguete, una pelota, una espada, y cosas así. Quince pesetas eran una pequeña fortuna que daba para comprar cualquier cosa de la que yo tuviera noticia y posibilidades de encontrar en Espeja, en Gallegos o en Guarda, del otro lado de la frontera, si alguna vez acompañaba a mi padre.

—¡Qué bonito, Fernando! ¡Qué cosas te pasan! ¿Y los otros Reyes, los de verdad, te dejaron algo además?

—No me acuerdo, pero creo que no. Supongo que Heliodoro encontró la manera de contarle el cuento a mi padre cuando nos lo encontramos asustado por mi ausencia. Había salido a buscarme muy preocupado por mi desaparición. Al menos no me riñó, ni nada parecido.


Bien amigos, eso era todo. Espero que hayan sido buenos durante 2022 y los Reyes se hayan portado bien con cada uno de ustedes

   

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