sábado, 28 de noviembre de 2020

 Ahora que tenemos tiempo

Leyes con fecha de caducidad


Pensaba dedicar este post a comentar el discurrir de nuestros políticos, epidemiólogos, tertulianos y comentaristas sobre cómo afrontar las Navidades, cuando se he metido por medio la urgente, controvertida y "ostentórea" Ley de Educación (un recuerdo al eximio creador de neologismos sorprendentes, Jesús Gil y Gil). Me rindo, pues a la evidencia y entro en materia.


Antes de que la "Ley Celaá" fuera aprobada, Pablo Casado ya había anunciado que cuando el PP llegara al poder, la derogaría. La Ley, pues, como si fuera un yogur, nace con fecha de caducidad incorporada. No pretendo criticar a Pablo Casado, o, al menos, no por su anuncio. Cosas parecidas oímos cuando se aprobó en el mismo hemiciclo su predecesora la "Ley Wert".


¡Ocho Leyes de Educación en cuarenta años! No importa quién haya sido el impulsor del proyecto de turno nadie, nunca, en ninguna ocasión ha sido capaz de ponerse de acuerdo con quienes tenía enfrente. Ni progresistas ni conservadores han cedido en sus posiciones maximalistas. Todos han jugado a ganadores, a impositores de sus ideas cuando han podido y han despreciado la posibilidad de construir un modelo que trascienda sus puntos de vista en aras del beneficio de los hijos de unos y de otros.


¿Por qué? Tal vez, si cambiamos la pregunta  por ¿desde cuándo? encontremos alguna luz.  La Historia es más que una asignatura presente en cualquiera de las cien Leyes de Educación que hemos sufrido: es una herramienta para comprender mejor el presente.


Y lo que nos enseña la Historia de la educación en España es que desde hace dos siglos la evolución de ese pilar básico del desarrollo social, es la crónica del enfrentamiento entre dos formas de entender el problema y, por tanto, la solución.


Desde los albores del siglo XIX hasta la Constitución del 78 el sistema educativo español podría caracterizarse por las siguientes notas

  • Tres niveles básicos (enseñanza primaria, media y superior) asentados sobre una población con una distribución geográfica que no cambiará hasta los años 50 del siglo XX, y estratificada en clases sociales muy poco permeables.
  • La enseñanza primaria está en manos del Estado en zonas rurales y se ocupa  de las clases desfavorecidas en las áreas urbanas. La enseñanza de las clases urbanas acomodadas es el coto de la enseñanza privada, prácticamente monopolizada por órdenes religiosas de ambos sexos. La enseñanza media, el bachillerato, descansa en algunos, pocos, Institutos Públicos, y en un creciente número de Colegios privados casi en su totalidad religiosos. 
  • No eran infrecuentes los casos de quienes estudiaban este ciclo en Seminarios Conciliares, para abandonarlos y conseguir las correspondientes convalidaciones al terminar los cursos de los Seminarios Menores.
  • La Universidad (doce nada más durante siglo y medio) es pública, pero reservada a quienes están en condiciones de pagarla. Las becas y la aparición de centros superiores privados (Deusto, Estudio General de Navarra e ICAI) son fenómenos recientes. Hoy existen 53 universidades públicas y 36 privadas, 16 de las cuales se declaran confesionales. Me pregunto dónde y cómo se han "fabricado" tantos docentes para tanto centro en tan poco tiempo, pero ésa es otra cuestión. 

Hasta la Constitución del 78, la enseñanza pública primaria y media ha vegetado bajo unas partidas presupuestarias miserables, y ha sobrevivido gracias al esfuerzo ímprobo de maestros vocacionales. El dicho popular de "pasa más hambre que maestro de escuela" es significativo. Salvo el corto y fracasado paréntesis de la desventurada Segunda República, sólo alguna voz aislada intentó poner sobre la mesa el debate sobre la necesidad de una escuela pública, laica y de calidad. Guste o no, la mayor parte de la ciudadanía daba por bueno, o por inevitable, el mantenimiento del statu quo.


Desde hace 40 años, por el contrario, la controversia enseñanza pública/enseñanza privada está servida, pero ni cesa, ni avanza. ¿Tan difícil es? Sí, sin duda. Se trata de controlar uno de los pilares básicos de la sociedad. Esencial para todos, tan importante para la derecha como para la izquierda, porque en él se juega el futuro y es comprensible que cada bando (¿o debería decir banda?) quiera modelarlo según su forma de entender el mundo. 


Estos días estamos oyendo demasiadas mentiras y medias verdades. Por ambas partes. Los que las ponen en órbita saben que lo que dicen no tiene soporte real, pero lo hacen porque lo que está en juego, visto desde desde cualquiera de las dos trincheras, es fundamental. Por eso llevamos ocho intentos: por su importancia y por la imposibilidad de encontrar terrenos de encuentros y compromisos.


Cada uno de mis lectores tendrá su opinión sobre el conjunto y sobre algunos de sus elementos. La mía es que, pese a todo, hay grados muy diversos de importancia en los puntos de la discrepancia.


No es lo mismo discutir, por ejemplo, sobre si el castellano debe ser o no "lengua vehicular" (expresión que, por cierto, nace con la "Ley Wert"), polemizar sobre si las enseñanzas especiales quedan ahora igual, mejor o peor que antes o encontrar el exacto encaje de la enseñanza de la Religión Católica en el plan de estudios, que enfrentarse con la verdadera discrepancia de fondo, que ni siquiera es escuela pública o escuela privada, sino qué se hace con el dinero público dedicado a la enseñanza.


Me explico:

  • He leído la Ley y ni me gusta la supresión de la referencia al español como lengua vehicular, ni creo que se hunda el mundo educativo por dejar el texto como estaba antes de la cuestionada Ley del Ministro de Mariano Rajoy.
  • No veo en peligro las enseñanzas especiales, ni entiendo de qué se queja Vox, porque en el caso de tener razón, resultaría que la desaparición de estas enseñanzas (repito que le Ley no dice tal cosa) vendría a dar cumplida satisfacción a su propio programa electoral.
  • La Religión es un fenómeno trascendental. Su enseñanza está regulada en Europa de cien maneras diferentes; desde su erradicación completa en la enseñanza pública (caso de Francia) hasta tratamientos confesionalmente comprometidos en países que creemos el colmo de la modernidad, como los escandinavos. El problema no es qué se enseña, sino quién elige qué debe aprenderse, qué valor tiene en el expediente académico y, sobre todo, quién paga esa enseñanza. ¿Es imprescindible inventar nuestra propia solución o bastaría ver cómo han resuelto el problema países próximos?
  • Pocos dudan en España de que, por el momento, es imprescindible la coexistencia de la enseñanza pública y de la privada. Ése no es el problema. La cuestión es hasta dónde tiene derecho la enseñanza privada a autorregularse si necesita el dinero público para sobrevivir.
  • ¿Tiene sentido que el Estado que sufraga parte esencial de los costes de la escuela privada exija unos estándares mínimos propios de valores que el mismo Estado considera esenciales o es un abuso de tintes dictatoriales? 


Al final, ésta es la gran cuestión: ¿Enseñanza pública de calidad y extensión creciente o enseñanza privada organizada por particulares pero pagada por todos los contribuyentes? Porque no creo que haya duda alguna del derecho a la existencia de una enseñanza privada que sobreviva sólo por las aportaciones de sus usuarios.


Así que…

  • Me pregunto si no sobrarán gritos, insultos, exageraciones y mentiras, y faltará diálogo, sentido de Estado, preocupación por las generaciones venideras. ¿Cuánto tiempo han ocupado unos y otros en buscar puntos de encuentro, soluciones compartidas antes de acudir al Congreso a mentirnos y a insultarse?
  • O los unos daban la partida por inútil, o los otros olfatearon la oportunidad de desgastar al Gobierno y volvieron a emplazarse para dentro de cinco años, cuando, si el PP vuelve al Gobierno, vuelva a cambiar, otra vez más, La Ley de Educación, que me temo nacerá, otra vez, con fecha de caducidad.
  • Porque ni el texto es tan abominable como clama la derecha ni tan admirable como defiende el Gobierno. Creo que entre todos podrían haberlo mejorado.

¿Salvamos las Navidades o salvamos vidas?


No sé qué terminarán por decirnos; no sé qué echarán en cara los opositores a los que mandan y viceversa; no me interesan las contradicciones entre quienes dicen una cosa o su contraria según el ámbito territorial del que hablemos.


Las Navidades se nos acercan a velocidad de crucero y oyendo a quienes piden, a quienes protestan, a quienes se quejan, a quienes sufren por sus negocios cerrados, a quienes padecen la enfermedad en sus carnes, se me encoge el ánimo porque echo de menos cordura, madurez y criterios lógicos.


(Por no hablar de aquellos a quienes llevo años oyendo despotricar contra la pesadilla navideña con argumentos que son tan manidos que me resisto a reproducirlos. Temo, no obstante que quien el año pasado, y el anterior y el otro y el otro abominaba de tanta cena, tanto alcohol, tanto confetti y tanto falso amor familiar, sea este año el portaestandarte del lastimero lamento por no poder abrazar a su cuñado el talabartero constantemente y sin parar durante dos semanas).


Percibo que lo peor del pandemonio retórico ha pasado. Oigo menos insultos, menos disparates, menos agresiones, aunque quizás es, nada más, que me he acostumbrado a ellos y mi sentido del oído y mi capacidad crítica se han encorchado.


Echo de menos, no obstante una evaluación madura de la situación. Distinguir lo importante de lo llamativo. El miércoles oí, por fin, a alguien decir algo sensato: Podemos quedarnos sin Navidades; no pasa nada: al año que viene volveremos a tener un 24 y un 31 de diciembre y una mágica noche de 5 de enero. Lo que no podremos es volver a la vida a quienes nos dejen en enero, si por nuestra inconsciencia volvemos a caer en una tercera ola. (La cita no es literal).


Y es que, volviendo a lo dicho, lo que faltan son los planteamientos sensatos por quienes tendrían que dar sentido a la marcha. Nuestra clase política, en ocasiones como ésta se resiste a adoptar medidas impopulares. ¿Ignoran que si las toman por consenso nadie sale penalizado o es que temen que el otro haga trampa?


Así que por si puede ayudar, me van a permitir que reproduzca alguna de las cosas que le he leído a una joven psicóloga, una consultora especializada en formación de directivos y orientación de procesos de cambio, que piensa, habla, escribe, entrena, participa en foros especializados… pero, por encima de todo, hace algo que no es muy frecuente: empieza por pensar.


El 22 de octubre pasado, Elena Palma, la mujer de la que hablo, refiriéndose a la pandemia, escribía cosas como éstas:

  • Sostener situaciones difíciles a largo plazo no va de resistir. Si solo nos concentramos en resistir, nos agotamos, y pronto. Lo que Elena recomienda se parece mucho a una maratón: requiere tenacidad, constancia, paciencia y una mentalidad que no se concentra sólo en la meta de forma obsesiva, sino en recorrer los tramos presentes optimizando la energía.
  • Tener paciencia no es aguantar estoicamente lo que sucede y no nos gusta. Es dar tiempo, respetar el tiempo, aceptar el tiempo que requiere cada cosa. Es apreciar este presente porque sino, nos lo perdemos. Nos perdemos todas esas cosas que también están sucediendo hoy y son valiosas. 
  • Ser constante y tenaz requiere disciplina y, sobre todo, convicción. Creer que nuestros pasos tienen sentido. Sentir que el camino que recorremos nos lleva a algún lugar que apreciamos. Necesitamos confiar en eso, aunque no lleguemos a tener la certeza. Eso es algo que hoy nos cuesta especialmente.
  • Sin embargo, lo que hemos hecho es resistir. Y cuando resistimos, lo que hacemos es contraernos. Cuerpo, mente y emociones frenadas. Sin caudal por el que fluir. La energía se estanca cuando querría salir a borbotones. Le ponemos un dique. La obligamos a quedarse estancada en un lugar reducido y controlado. Eso es agotador para cualquiera.
  • Nos hemos olvidado de aprender a mirar más allá de nuestro ombligo, y hemos restado espacio a la empatía y la generosidad. Nos hemos olvidado de la importancia de la humildad.
  • Por mucho que hoy hablemos de resiliencia y flexibilidad (expresiones que quizás nos gustan más que la paciencia, la tenacidad o la constancia) necesitamos recordar que eso aplica a la templanza, no a las prisas. Quizás si logramos añadirle cierta dosis de alegría a nuestros esforzados pasos (no de euforia), esto nos resulte más llevadero. Quizás este último ingrediente sea el toque imprescindible, para que el resto nos resulten atractivos y los pongamos en marcha.


Me pregunto si no sería buena idea intentar que, por tandas, la flor y nada de nuestros gobernantes pasaran por uno de los talleres de Elena, hasta tanto nos llegara el turno a los sufridos y atribulados contribuyentes.


Hasta que llegue ese momento, gracias, amiga mía, por mantener tu faro encendido.











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