sábado, 9 de enero de 2021

 El día que los energúmenos asaltaron el Capitolio

La actualidad impone sus reglas

Había empezado a escribir un post sobre una cuestión que me parecía de rabiosa actualidad, la azarosa gestión del proceso de vacunación en España, pero las imágenes de bandas de seguidores de Donald Trump asaltando el Capitolio de Washington me obligan a cambiar de tercio. 

La próxima semana tendremos tiempo de volver sobre jeringas, viales, sanitarios y politiquillos: no creo que en siete días las vacunas hayan perdido actualidad ¡Qué más quisiéramos!


Las causas del desastre

Es un extraño y macabro privilegio vivir en una época en la que sucesos como los del Día de Reyes del 2021 en Washington podamos contemplarlos a la altura del segundo plato de nuestras cenas. 

Mal empieza el sucesor del funesto 2020, por cierto.

Privilegio relativo porque la reiteración de acontecimientos extraordinarios televisados en directo, termina, creo yo, por banalizar lo categórico y reducirlo a la trivial condición de espectáculo de sobremesa apto para el consumo: la voladura de las Torres Gemelas, los anteriores bombardeos de la segunda guerra de Irak, el más antiguo de la entrada de Tejero en el Congreso pistola en mano, se repiten una y otra vez y terminan siendo eso, entretenimiento televisivo, y no el testimonio de acontecimientos trascendentales.

Y es esa contradicción entre la imagen y su significado lo que me propongo comentar. Tratar, en definitiva, de llegar lo más lejos posible a la hora de valorar lo que nos ha llegado por el televisor: qué es lo que de verdad ha pasado, por qué, cuáles han sido las causas, hasta dónde alcanza el problema y, si es posible, qué se supone que pueda hacerse para corregir el rumbo, si es que hubiera que hacerlo.

No me gustaría caer en la tentación de dedicar demasiada atención a Donald Trump. Personaje importante, sin duda, pero más como síntoma, como símbolo, si lo prefieren, que como esencia del problema. No se debe confundir a Laurence Olivier con Hamlet: una cosa es la tragedia y otra su intérprete circunstancial.

Solo unos párrafos, pues, para escribir sobre el saliente Presidente, aferrado a su sillón como lo que es: su última tabla de salvación ante su incierto futuro. Donald Trump, millonario  de segunda generación, eficaz comunicador, llega a la política él sabrá por qué razones exactas, pero, a no dudarlo, como medio para proteger sus intereses personales, familiares y empresariales. 

Llega de la mano de un grupo de ideólogos de la comunicación que, cumplida su tarea de llevarlo hasta el despacho oval, se desperdigan por medio mundo para seguir contaminando la política occidental; gentes que han descubierto y sistematizado unas herramientas antes vergonzantes: la mentira se cree mejor y rinde más rédito electoral que la verdad; es más fácil manipular el sentimiento que la razón; el votante medio está dispuesto a dar por bueno lo que coincide con sus creencias profundas; es preciso contar con víctimas propiciatorias fáciles de identificar, los inmigrantes, los musulmanes, etc. etc.., como antes los judíos, los moriscos, los armenios a los que cargar con las culpas colectivas.

Se instala en La Casa Blanca tras una controvertida campaña en la que se enfrenta a una titubeante y poco o nada creíble contrincante, y se mantiene en su sillón gobernando la primera potencia del planeta desde una cuenta de twiter. 

Improvisa, cambia de rumbo y, sobre todo, miente. Algún medio de comunicación le ha contabilizado más de diez mil mentiras, pero no pasa nada, no hay impeachment que lo descabalgue porque la dirección de su Partido, el viejo, sólido y antes sensato Partido Republicano no quiere hipotecar el voto de la creciente masa de enfervorizados seguidores que atesora el extravagante mandatario. 

Cae derrotado en las elecciones más concurridas de este siglo y del anterior. Pierde la reelección contra pronóstico, porque, pese a la división en el seno del Partido demócrata, pese a que sus seguidores siguen aumentando, al final, la afluencia masiva de nuevos votantes termina con su mandato.


Una sociedad enferma 

No sé si somos conscientes de hasta dónde se ha tornado paradójica la política norteamericana. 

  • El Partido Republicano, la casa común de las clases dirigentes, de "los ricos" para entendernos, gana las elecciones de 2016 con Trump, apoyándose en el voto de los desheredados de la América Profunda y de los cinturones industriales empobrecidos por la globalización que impulsaron ellos. 
  • Lo hace gracias a un lema "America lo primero" que se ha revelado una gran mentira: a día de hoy USA está mucho más cerca de perder el liderazgo mundial que hace cuatro años, si es que no lo ha perdido ya a favor de su gran obsesión, la China post comunista.
  • El Partido demócrata, antaño feudo del sindicalismo, de la clase trabajadora industrial americana, giró hasta convertirse en el Partido de la progresía universitaria, el refugio de los intelectuales y de las gentes de la cultura, lo que le ha llevado a perder base social. 
  • Si ha revertido la situación ha sido gracias al voto emergente de hispanos y negros (¡perdón, perdón, perdón! ¿cómo ha podido pasar? Todo el mundo sabe que hace tiempo que en USA ya no hay negros, ahora son afroamericanos; se les sigue apaleando pero han dejado de ser negros, lo que, por extraño que parezca, no les resulta suficiente).
  • Una parte importante de la maquinaria de la comunicación social norteamericana, prensa y cadenas de radio y televisión ha olvidado su papel de ser la conciencia crítica de la sociedad para conchabarse con el poder a la búsqueda de cifras de venta que le permitan capear el temporal y compensar el desastre que le está suponiendo el auge de las redes sociales. 
  • La gran paradoja es que han ganado credibilidad mintiendo, porque como ya decíamos, muchos consumidores de noticias solo están dispuestos a creer aquello en lo que ya creen, sin el menor atisbo de actitud crítica respecto a lo que pasa a su alrededor.
  • Para las fuerzas del orden norteamericanas no todos los ciudadanos son iguales. Las mismas unidades acusadas hace pocos meses de brutalidad ante manifestantes desarmados, hicieron ahora gala de una pasividad, una condescendencia y, en ocasiones, un pavor, inauditos: el Capitolio fue asaltado ante la impotencia de unos cuantos servidores del orden, a los que hemos visto acorralados o huyendo a la carrera ante energúmenos llegaban enardecidos por las soflamas de un mandatario dispuesto, si el caso llega, a dinamitar las bases de su sociedad para mantenerse a cubierto del futuro incierto que le espera. 
  • Lo que pasó venía anunciándose desde hacía días: solo hacía falta leer los tuits de Trump. Era previsible, podrían haberse tomado medidas.

Pese a todo, lo que hemos visto sólo es un síntoma

El asalto al Capitolio, la actitud del Partido Republicano, el vacilante papel de los medios de comunicación, la creciente masa de seguidores de un farsante, la exhibición de armamento de guerra en manos civiles, el ondear de simbología de trágico recuerdo, ni es nuevo ni es solo una problema local.

Europa ha sufrido en el pasado fenómenos similares y, ahora mismo, asiste con menos atención de la debida al renacimiento de viejos fantasmas. Saben de qué y de quiénes hablo, así es que excúsenme de gastar más tiempo.

La entronización de la mentira no como arma, que ya sería muy grave, sino lo que es mucho más peligroso como herramienta del trabajo diario, es una constante de las ideologías totalitarias: Hitler, Stalin, Mao, Trujillo… tienen algo en común: todos han llegado al poder mintiendo, tergiversando el significado mismo de las palabras, contaminándolo todo con sus embustes.

Es evidente que una vez demostrada la eficacia de la herramienta, pocos políticos van a sustraerse a la tentación de usarla. La mentira es un virus contagioso. Miremos nuestra casa: todos mienten porque saben, además, que sus seguidores solo están capacitados para detectar las falsedades de los demás. Pongan ustedes mismos los ejemplos, los nuestros, los de ahora, inténtenlo, son tan fáciles…

En los cimientos de esta pirámide monstruosa, auténtico monumento funerario a una civilización que agoniza se encuentra la subversión de la escala de los valores que la hicieron grande. Podría sintetizarlos en uno: hemos pasado de ser una civilización con deberes a una cultura con derechos, solo derechos, derechos para todos, hasta para los animales, pero ¿quién se arriesga ahora a montar una campaña electoral sobre el eje de los deberes del ciudadano?

Algún síntoma positivo

Insuficiente para revertir la tendencia al desastre, pero gratificante, desde luego.

  • El Poder Judicial norteamericano ha estado a la altura de las circunstancias a distancia sideral del Ejecutivo e incluso del Legislativo. Tribunales locales, estatales y federales, el mismo Tribunal Supremo, ha ido desestimando, una tras otra, más de sesenta pretensiones de Trump para invalidar el proceso que va a expulsarle de su refugio antinuclear, de su ansiada Casa Blanca. Más de cien magistrados no importa de qué tendencia, se han movido en los estrictos límites de la decencia profesional. Es innegable que entre ese centenar de funcionarios honrados los habría de todas las ideologías políticas; más de uno había sido nombrado por el querellante; cada uno tendría sus propias convicciones. No han abdicado de ellas, pero las han aplicado respetando los límites de lo que dictan las Leyes y, en su caso, los precedentes, y han tirado a la papelera las alegaciones del hombre supuestamente más poderoso del mundo. Al menos este pilar sigue firme.
  • Los votantes del Estado de Georgia, uno de los bastiones del republicanismo histórico, incluso uno de los territorios donde el racismo, la nostalgia por la Confederación, las fechorías del KKK han sido más persistentes, han vuelto la espalda a la Historia y han entregado los dos escaños del Senado al Partido Demócrata. Joe Biden tiene, a partir del 20 de enero, alguna dificultad menos a la hora de tratar de restañar las heridas dejadas por el huracán Trump

¿Suficientes consuelos como para pensar en una posible inversión del sentido de la marcha histórica? No lo creo. Estoy muy lejos de las tesis de Oswald Spengler a la hora de interpretar los métodos para salvar una civilización moribunda (él la llamaba "cultura"), y más me inclino a pensar que nuestro ciclo está agotado sin remedio, por más años que la Historia tarde aún en enterrar el cadáver. Por si sirve de consuelo, hablo de procesos largos, no fulgurantes, que, más que posiblemente concluyan dentro de dos o más generaciones. 

¿Quién recordará entonces, la aciaga jornada en que huestes enloquecidas, arengadas por un Presidente derrotado, asaltaron el templo del Capitolio? Nadie resucitará a las cinco víctimas de la algarada del día de Reyes, tiempo llevará restaurar el prestigio dañado del país que pretendía ser el garante de la democracia en el mundo y pocos, muy pocos, se preguntarán cuándo, cómo, por qué y para qué empezó todo.

Trump ha caído, como cayó Berlusconi, un precursor al que no dimos demasiada importancia. Han pasado pero llegarán otros, porque el virus de la mentira, del populismo, de los movimientos identitarios que pretenden salvar la civilización de quien no la está atacando siguen entre nosotros. Cada vez más activos. 








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